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Un debate urgente que nadie quiere dar

Publicado: noviembre 23, 2025, 5:07 am

Cada vez que Isabel Perón, durante su habitual trayecto entre Olivos y la Casa Rosada, pasaba con su coche presidencial frente a aquel moderno edificio dorado de Retiro, el reflejo del sol hería sus ojos sensibles. Un día tuvo un arranque cesarista y mandó modificar la fachada, orden de imposible cumplimiento. Franco Macri había construido e inaugurado hacía muy poco la torre de Catalinas Norte, y tuvo que vérselas con algunos técnicos y funcionarios que intentaron en vano acatar el repentino capricho de la viuda. La anécdota encierra un significado misterioso y se encuentra en la página 79 del libro Franco (Planeta), que Mauricio Macri dedica a su padre: “La historia de mi mayor maestro y mi gran antagonista”. La biografía no sólo sirve para desentrañar el vínculo entre uno y otro, signado por amor, admiración, enseñanzas, competencias, discordias, peleas y, en el otoño del patriarca, por el síndrome de hubris y la demencia senil. También describe setenta años de un país convulso y sinuoso, y la increíble cronología de un inmigrante italiano que empezó en la pobreza y se convirtió en uno de los hombres más poderosos y polémicos de la Argentina, con algunos rasgos por cierto sorprendentes: construyó obras míticas que no sería factible listar en este breve espacio, su religión personal era el progreso incesante y desdeñaba en consecuencia la acumulación de dinero (apostaba una y otra vez lo ganado a suerte y verdad), negoció con todos los gobiernos pero defendió a Jacobo Timerman cuando estaba detenido, protegió en su holding a notorios militantes peronistas, le propuso a Raúl Alfonsín un programa para multiplicar inversiones, acabó siendo uno de los grandes perdedores de la década del 90 (contra lo que señala la vulgata), produjo importantes películas y series, lidió y consiguió la admiración de Trump cuando todavía no era Trump, y fue un pionero en el comercio y la colaboración con China. No se encontrarán en esta semblanza, por razones obvias, los graves pecados que compartió con varias generaciones de empresarios argentos: eso habrá que buscarlo en los expedientes judiciales y en los libros de investigación periodística. Pero su lectura permite al menos adentrarnos en un asunto conceptual de inquietante vigencia: Franco Macri se consideró toda la vida un “industrialista”, priorizó la asociación estratégica con Brasil, discutió las “aperturas indiscriminadas”, soportó una dura campaña de Bernardo Neustadt inducida por fuertes sectores extranjeros y propensos a abrir hasta el suicidio, y aunque sabía que el proteccionismo de “vivir con lo nuestro” conducía tarde o temprano al desastre, consideraba imprescindible graduar las reconversiones y proteger la actividad y el empleo: no pretendía dinamitar el Estado, sino hacerlo más eficiente. Su visión era esencialmente desarrollista, y aunque el libro plantea todos y cada uno de los desacuerdos que tuvo con su primogénito, entre ellos no figura nunca la ideología: padre e hijo eran admiradores confesos de Arturo Frondizi. El protagonista de este libro no se encontraba, de hecho, muy lejos de lo que cree hoy el propio Paolo Rocca, que unos días atrás hizo un discurso para el desmayo de cualquier anarcocapitalista que se precie: sugirió trazar una política industrial y evaluar cómo la Argentina se insertaría en este nuevo mundo. Una verdadera herejía en estos tiempos de rara unanimidad dentro del vastísimo campo antikirchnerista. Por paradoja, el único diseño económico que va aceptando el universo libertario –la sola palabra “producción” les suena a comunismo puro y duro y les pone los pelos de punta–, es el que le impone para su propio provecho el trumpismo, que comprendería muy bien las simples y razonables inquietudes del líder de Techint. El esquema monetario de apertura con dólar barato fomenta la importación sin límites, y algunos libertarios consideran que no deben planificar ni siquiera mínimamente la economía (tampoco la infraestructura, algo que habría alarmado a Alberdi y a Sarmiento), y también que toda su tarea culminará cuando se termine de estabilizar la macro y se voten algunas reformas de fondo: el resto es asunto de los privados. Que se las deben arreglar solos en un océano donde los demás gobiernos del planeta juegan su juego de tiburones, incluidos muy especialmente los almirantes de La Nueva Derecha, que aceptan a Javier Milei en ese club de reaccionarios recalcitrantes más por aspectos estéticos y culturales que por afinidad operativa. Para ejemplificar su enorme preocupación, Rocca reveló el salto estratosférico que se registró en las importaciones de electrodomésticos: “El año pasado se importaban 5000 lavarropas por mes y este año el número creció a 85.000, mientras que en heladeras se pasó de 10.000 a 80.000”. Y explicó el dilema del empresario argentino, que es producir y dar valor agregado, o lo que seguramente estará obligado a hacer: “Cerrar y usar la cadena comercial para distribuir material importado”. Luego se preguntó: “¿El Estado deja que las fuerzas presionen libremente, por el exceso de capacidad de China y la dificultad de competir en nuestro país, o podemos tener un diálogo?”

El esquema monetario de apertura con dólar barato fomenta la importación sin límites y algunos libertarios consideran que no deben planificar ni siquiera mínimamente la economía, y también que toda su tarea culminará cuando se termine de estabilizar la macro y se voten algunas reformas de fondo: el resto es asunto de los privados

Los argentinos –pendulares por vocación, compradores seriales de buzones, amigos de desmesuras y fanatizados de última hora– han entronizado a un profeta exótico: por primera vez en la historia de la Humanidad hay un libertario extremo a cargo de la presidencia, y entonces la hora dicta que pasemos del dios Estado, que acabó siendo ruinoso, al dios Mercado, que pronto lo será por este camino. Siempre es necesaria una deidad que nos atempere la incomodidad de pensarnos de nuevo con ciertas sofisticación y sutileza. Es interesante recordar que a los republicanos de antaño no sólo los unía el anhelo de un “país normal” y la restauración de la institucionalidad frente a la “anomalía” de un populismo de izquierda que ya coqueteaba decididamente con el chavismo, sino también la opción por una economía mixta y virtuosa, y un ideal cercano a un desarrollismo transversal a todos los partidos y personas: conservadores, liberales, socialdemócratas, peronistas y hasta radicales, a pesar del viejo encono que estos últimos mantienen con la escisión de Arturo Frondizi. Incluso Néstor Kirchner tuvo esa misma ocurrencia: después de pagarle toda la deuda al Fondo Monetario Internacional, le encargó a su embajador en Estados Unidos, José Octavio Bordón –uno de los cuadros políticos prohijados por aquel holding de Franco Macri– una misión inesperada: debía armar de inmediato un programa desarrollista, cosa que Pilo hizo rápida y escrupulosamente, pero el esposo de Cristina comenzó entonces a darle largas y después lo desechó sin leerlo, y se entregó en cuerpo y alma a las relaciones carnales con su nuevo camarada del “socialismo nacional” Hugo Chávez. El “sinceramiento de las variables”, sus gruesos errores narrativos y la crisis financiera desatada por una combinación de mala suerte y mala praxis, obligaron a que en la emergencia Cambiemos no se hiciera tiempo para desplegar ese plan ulterior que, quizá sin que se diera cabalmente cuenta, trataba de actualizar en los hechos La condición de la victoria, libro fascinante de Rogelio Frigerio, el abuelo del actual gobernador de Entre Ríos. Fue tan seductor aquel ensayo de los años 50 que logró cautivar a gente antagónica de todo el espectro político y literario; proponía tomar lo mejor de los dos mundos de entonces –el peronismo y el antiperonismo–, descartar lo que no había funcionado en cada caso, y crear a continuación el concepto superador del “desarrollo”, que aludía a una economía estatal y privada abierta a inversiones extranjeras pero también defensora de industrias locales, y que reivindicaba de paso la hoy demonizada “justicia social” pero la combinada con una rigurosa sustentabilidad y una institucionalidad férrea. Se trataba de calibrar todas esas variables y hacerlas funcionar al mismo tiempo en un mecanismo pensado científicamente para aquella vieja Argentina. La experiencia de Frondizi –acechada por el partido militar y saboteada por el propio Perón– resultó frustrante por razones ajenas a ese pensamiento original, y este sin duda podría actualizarse. ¿De qué hablamos cuando hablamos de desarrollo en la era de los proteccionismos de derecha e izquierda, los unicornios y la Inteligencia Artificial? Pregunta intrigante para debatir ardorosamente en una opinión pública anestesiada por la grieta, y capturada por la pontificación mediática, el atrincheramiento, la catarsis vacua, el consignismo de nuevo y viejo cuño, y el aburrimiento de la repetición y la superficialidad: últimamente, todos los días parecen el mismo día, salpicado por escándalos, chicanas, falacias e insultos que no agregan nada a una discusión pendiente y sin duda muy candente en esta nueva era global. Este “desarrollismo liberal” se encuentra, por supuesto, alejado de su caricatura: aquel otro industrialismo rancio, subsidiado y corporativo que se plegó inescrupulosamente al “movimiento nacional y popular” y que terminó engordando su “capitalismo de amigos”.

Por primera vez en la historia de la Humanidad hay un libertario extremo a cargo de la presidencia, y entonces la hora dicta que pasemos del dios Estado, que acabó siendo ruinoso, al dios Mercado, que pronto lo será por este camino

Devastar la industria nacional porque a veces mostró a representantes facciosos –vivillos y mafiosos adictos al lobby y los subsidios– tiene la misma lógica que detonar la obra pública porque, administrada sin ética, facilitó en ocasiones la corrupción y estuvo preñada de coimeros. Dejar a la deriva numerosos sectores de la administración pública nacional y permitir que esta se desangre esconde algo mucho más serio que el simple argumento de que durante las últimas décadas había sido colonizada por la militancia kirchnerista: se ubica directamente en el centro de las creencias del Presidente de la Nación que el Estado es siempre y en todo lugar un agente perverso de la economía y de la vida de los seres humanos. La motosierra no solo buscaba bajar el gasto público, sino principalmente mutilar las ramas del mal. Y la pereza por la gestión en distintas áreas –con sus consecuentes parálisis o ineficiencias– es hija de esa superchería. Pero resulta muy difícil hablar de todo esto –a contracorriente, separando la paja del trigo y buscando los matices– cuando impera semejante espíritu de época, cuando asoma una hegemonía del discurso, y cuando cunden tantos ex republicanos vueltos anarcocapitalistas súbitos, que minimizan los “equipos de gestión” porque de repente también desprecian hasta la náusea el rol del Estado: dirigentes que han comprado a paquete cerrado las teorías del Topo que viene a destruirlo. La táctica consiste en fingir entusiasmo, verticalismo o tal vez demencia, como hacen específicamente con la otra cara de la luna, aquella que Milei dejó plasmada y por escrito en el discurso del año: anticipó en Davos la agenda que impulsará una vez considere cumplida la faena económica; será apasionante ver entonces cómo los flamantes conversos defienden sin inmutarse políticas ultramontanas que sonrojarían a un liberal verdadero e inquietarán a la mayoría de su electorado sensato. Esa agenda medieval forma también el disco rígido e irrenunciable del proyecto paloelibertario y se vincula con el aborto, el feminismo, el irrespeto por la diversidad sexual y otras menudencias globalistas como el repudio a las preocupaciones ecológicas. Ponerse el buzo violeta tiene, entre otros, ese precio, que todavía no han comenzado a pagar estos entusiastas negadores, ahora extremadamente susceptibles. Es que les molesta la mínima luz de un pensamiento lateral que cuestione su nueva fe blindada. Como le molestaba a Isabel Perón aquel reflejo dorado en la torre de Retiro.

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