Publicado: octubre 6, 2025, 6:00 am
Este año se cumplieron cuarenta años desde que Carlos Tanaka no está con sus cuatro hermanos, los cinco juntos. Hace poco, un llamado lo tomó por sorpresa y removió recuerdos. Llegaba de Japón, el país donde debió haber transcurrido su vida, pero que el destino le negó para ponerlo en las antípodas: Argentina, un rincón del mundo que le tocó en suerte, casi como su apellido.
“Mi padre fue un privilegiado de la vida”, relata Carlos. “Nacido en una casa construida en el siglo XVII, pertenecía a una familia terrateniente en Japón. Su padre, mi abuelo Shintani, había heredado ese derecho por la victoria en batalla de mis ancestros en épocas inmemoriales. Casado cinco veces, no por amor, sino por conveniencia y poder, era todo un señor feudal. Posteriormente mi padre, hijo de la quinta esposa y segundo en la sucesión Shintani, fue dado en adopción para ser el heredero de una familia adinerada que no tenía descendientes. Mi abuelo adoptivo, Takenosuke Tanaka, había amasado su fortuna durante la Revolución Industrial en Japón y es por eso que soy Tanaka y no Shintani”.
El hijo de un buen japonés que quedó varado en Argentina
Carlos -Kimio- Tanaka nació en 1955, días después del bombardeo en Plaza de Mayo. `Quizás´, suele decir, `fue un preludio de la vida que me esperaba´.
Su padre, Yoshio, a pesar de su desarraigo, siempre fue un elegido: brillaba en los deportes, se recibió con honores de economista y en su carrera laboral ocupó cargos jerárquicos en multinacionales que lo llevaron a viajar por el mundo: “Trabajaba obsesivamente como un verdadero japonés y sus pasatiempos favoritos eran el Bridge, donde era un maestro, y el golf, su gran pasión”, cuenta su hijo.
1939 fue el año de inflexión en la vida de Yoshio, cuando Londres, su lugar de residencia por aquel entonces, fue bombardeada y la compañía le dio el traslado a la Argentina, donde se hizo cargo de la gerencia en Sudamérica. En 1941, con Japón involucrado en la Segunda Guerra Mundial, no hubo escapatoria. Argentina ya no era un puerto de paso, sino su hogar obligatorio por un tiempo indefinido.
Lejos de su patria, se sintió liberado del compromiso matrimonial que tenía en Japón y se enamoró de Hanako (Rosita), hija de un matrimonio japonés que emigró a principios del siglo XX, se casó y con ella tuvo una hija: “Lamentablemente Rosita murió de leucemia a los 23 años. Mi padre quedó viudo con una bebita. Su hermana menor, Angelita (Natsuko), se hizo cargo de esa niña y cinco años después se terminó casando con mi papá. Angelita tuvo cuatro hijos. Angelita es mi mamá y Rosita, mi tía”, revela Carlos.
Del paraíso al infierno: “Vivíamos en nubes de algodón de azúcar”
Con Japón arrasada después de la guerra, las fortunas Shintani y Tanaka se volatilizaron con la reforma agraria y las expropiaciones por el estado de necesidad y urgencia. Pero no todo se había perdido. Antes de la guerra, Yoshio había invertido en propiedades en Argentina, para él, la tierra del futuro: “Algunas veces mi papá también se equivocaba”, dice Carlos.
En 1959, llegó el traslado a El Salvador para montar una mega fábrica textil. Para el pequeño Carlos, el país centroamericano amaneció como el paraíso. Sin clase media, sumergido en una burbuja, vivía en una mansión, asistía a instituciones privadas exclusivas y tres personas de servicio vivían en su casa: “Vivíamos en nubes de algodón de azúcar, fines de semana en un club campestre de lujo, donde mi papá jugaba al golf”, recuerda.
Fue en un sábado igual que todos los sábados, cálido y soleado, que su vida cambió para siempre: “Papá, de 54 años, estresado por su último destino antes de regresar con su familia a Japón, sufre un infarto y muere, dejando a mi madre, de 39, viuda con cinco hijos. Michiko, mi hermana mayor, terminando el secundario y Fumio, el más chico, en jardín de infantes”.
Argentina inesperada y el destierro del hogar: “Aprendí a no llorar”
“Una familia feliz con una vida perfecta, se va a dormir en el paraíso y se despierta en el infierno”, escribió Carlos, cuando en pandemia empezó a desentrañar su historia.
Con templanza y un enorme coraje, su madre marcó el destino de su familia. Determinó que Michiko terminaría sus estudios en España para luego irse a la universidad en Japón. Eiichi, de 14, se iría a Japón a resolver el conflicto con la familia Shintani y ella, con los tres menores, regresaría a la Argentina donde vivían sus padres, los abuelos de Carlos.
“A mi madre le sale todo al revés, las casas de mi familia en Argentina estaban ocupadas, pierde la indemnización de mi padre por un decreto que pesifica los depósitos en dólares, y se ve obligada a mandarme a mí a vivir a la casa de su hermana, mientras ella y mis hermanos permanecieron con los abuelos”, continúa Carlos.
“Aprendí a no llorar y desde muy chico a vivir alejado de mi mamá y de mis hermanos. Quizás aceptar esas distancias, físicas y duras de entender, nos hizo a todos fríos… posiblemente más fuertes”.
El primer desorden emocional de identidad y una tortura japonesa: “Métodos arcaicos de la estricta enseñanza samurái”
Si bien Carlos fue tratado como un príncipe, el destierro de su madre no dejó de ser un abandono. Su prima, de 13 años, fue durante ese tiempo su madre postiza.
En la escuela pública nadie sabía dónde quedaba El Salvador, primero lo pusieron en primero inferior, dos semanas más tarde pase a segundo superior y dos semanas después a segundo grado: “De contextura pequeña, yo era un raro niño japonés que después de vivir tres años en El Salvador, hablaba en mexicano como el Chavo del 8”, se describe Carlos, quien en Centroamérica había sido el mejor alumno de su división, premiado con la `Estrella de San Ignacio de Loyola´.
Pero ahora, tras la turbulencia, todo había cambiado. Si bien por fin recuperaron su casa en La Lucila, y parecían ser una familia normal, Carlos atravesó por cinco colegios en dos años. Su madre, que luchaba porque no pase tanto tiempo en el potrero, decidió a su vez enviarlo tres veces por semana al Instituto Privado Japonés.
“Nihon Gakko fue una verdadera tortura china para mí, no solo porque tenía que ir solo desde La Lucila hasta Constitución, sino porque allí se generó mi primer desorden emocional de identidad. En el colegio japonés me sentía muy incómodo entre los chicos japoneses como yo. Prefería estar con mis amigos del barrio o con mis compañeros del colegio parroquial”, continúa Carlos, que si bien había recibido un nuevo premio en cuarto grado, en quinto casi repite.
“No quería ser el niño japonés modelo, fue el nacimiento de mi período anárquico, donde me distancie mucho de mi madre y de mis hermanos. Mi mamá estaba desbordada y yo descontrolado”.
“Con el director del colegio japonés (Kocho sensei) nos odiábamos, yo era el anti modelo de la disciplina y la aplicación, pilares de la educación japonesa. Con cada macana que me mandaba recibía riguroso castigo medieval, métodos arcaicos de la estricta enseñanza samurái de mi maestro y yo no estaba dispuesto a hacerme el harakiri”.
Años de rebeldía, educación callejera y una movida transformadora: “Fue la calle la que me enseñó a sobrevivir”
En esos tiempos, Carlos, o Kimio, lidiaba con demasiados frentes. Su lucha con el Kocho sensei era un resultante de sus batallas como `nisei´ y como todo ser diferente en busca de la identidad. Expuesto al bullying, necesitaba encontrar su lugar de pertenencia: “Debía soltar a mi papá ausente, existía un invisible tironeo de culturas entre mi sangre y la tierra en donde nací, donde en muchos casos las cosas se definen por opción. No se puede ser de River y de Boca, por lo menos yo no podría”.
Sin rendirse, la madre de Carlos inició su campaña para `enderezarlo´. Lo anotó en una academia para rendir el examen de ingreso en el colegio Nacional de Buenos Aires. El joven se esmeró, pero los nervios le fallaron: “Quedé afuera en el umbral de un camino que hubiese cambiado mi vida para siempre. Pero quizás fallar en ese examen me salvó la vida”, cuenta Carlos.
El golpe fue difícil de superar. Su madre no lo recriminó ni él pidió perdón. Entró en una etapa oscura de la adolescencia, dominada por la cultura de la calle. Su pasión por el fútbol dominó la escena: “Pateando esa pelota descargué todas mis iras y sin darme cuenta fui aceptado y respetado, querido y buscado”, continúa Carlos. “Mi madre estaba convencida de que el potrero me embrutecía y tenía razón, pero fue la calle la que me enseñó a sobrevivir. Ningún diez en matemática podría reemplazar a ese orgullo y a la autoestima de sentirme imprescindible, de hacerme valer y tener amigos. Salí goleador de ese torneo”.
“Con las mujeres no era fácil relacionarse. La discriminación existía y sobraban los ejemplos de `niseis´ que la pasaban mal: Las chicas al abrir la puerta esperaban encontrarse con Brad Pitt y se encontraban con Chaky Chang”, escribió sobre aquellas épocas.
Desesperada, su madre decidió cambiarlo de colegio una vez más. Lo anotó en el colegio Marín de San Isidro, una jugada arriesgada, por su ajustada situación económica. El joven se resistió, pero aquel fue la movida que transformó su vida.
“Encontré un gusto por aprender. Ya no me llevé más materias a marzo y fue la base que me permitió poder seguir una carrera universitaria y recibirme de arquitecto”, relata Carlos, quien, finalmente, se recibió de arquitecto a los 23 años y comenzó su camino laboral: “Le cumplí el sueño a una madre y, como frutilla del postre, la conocí a Lucila, mi compañera de la vida, con la cual estamos casados desde hace 43 años”.
Viajar a Japón, reconocer dónde queda el hogar y retornar para cerrar un ciclo: “Ella al final me ganó la guerra”
Pero antes de recibirse, hubo un año que lo marcó a fuego: 1976. En una Argentina convulsionada, Carlos barajaba continuar sus estudios en Japón, donde la familia Tanaka, ya esparcida, planeaba reunirse. Sus hermanas, Michiko y Hiroko, estaban radicadas en suelo nipón, mientras que él, su madre, Eiichi y Luis, vivían en la Argentina, y a Carlos, la idea de conocer la tierra de su padre, le pareció fascinante y hacia allá fue.
Encontrarse con tantos japoneses juntos fue difícil de procesar, lo que le produjo un bloqueo mental y una fiebre delirante que lo tuvo tres días en cama. Pero, a medida que la fuerza regresaba a él, empezó a conocer a una sociedad maravillosa: “Un orden, una pulcritud, con una matriz de educación distinta, que en teoría debería estar en mis genes”.
Su madre y hermanas querían que se quede en Japón, los motivos sobraban, en especial por su perfil rebelde y la cantidad de desaparecidos del barrio y de su colegio, algunos amigos suyos: “Pero en mis años de estudiante el mundo estaba en la palma de mi mano, a mis pies. Tenía tan solo 21 años y además me gustaba mucho una chica de la facultad. Me quedé tres meses en Japón, la experiencia fue inagotable y a pesar de lo mucho, pero mucho, que insistieron mis hermanas, no dudé en regresar a la Argentina, al caos, al kilombo. En el avión de regreso sabía que estaba haciendo lo correcto. Volvía a mi casa”.
“1979 me encuentra flamantemente recibido, saliendo con Lucila y viviendo solo. Lo que lamento de esos días, es que cuando en el Aula Magna recibí el diploma con el título de arquitecto, mi madre no haya podido estar en la ceremonia. Ese día raro de alegría y tristeza, me acompañó Lucila y con ella me casé en 1982, año en el que regresó mi madre”.
“Ella murió en 1985 murió a los 60, después de luchar como una leona por el futuro de sus hijos, a la que le sacaba canas verdes, la que no me dejaba salir a esa calle que necesitaba para respirar, a la que defraudé tantas veces y le gané cientos de batallas, pero la que al final me ganó la guerra”.
“Esa Semana Santa de abril de 1985 vinieron al sepelio, Eiichi desde Venezuela, Michiko desde París y Hiroko desde Japón”.
Un camino para purgar el dolor y un reencuentro durante la floración del Hanami: “Donde para los japoneses renace la vida”
Cuarenta años pasaron desde la última vez que todos los hermanos estuvieron juntos, aquel día en que despidieron a su madre. Los cinco hermanos de padres japoneses que por esas cosas del destino nacieron en la Argentina, hoy se hallan esparcidos por el mundo. Dos hermanas viven en Japón, el hermano mayor vivió doce años en Venezuela y alterna entre la Argentina y Estados Unidos, el menor se fue a trabajar a Suiza, vivió veintidós años en Singapur y ahora vive en Tailandia. Carlos -Kimio- vivió toda su vida arraigado a la Argentina.
Desde sus años de potrero, mucha agua corrió bajo el puente, tiempos en los que junto a Lucila armaron ese hogar que nunca tuvo: “Ayer, la llegada de los hijos: Lucas, Angela y Gonzalo. Hoy, disfrutar y compartir a pleno con Lucila de nuestros cuatro nietos”, cuenta Carlos. “Ya no sueña más el jugador de fútbol, el eximio dibujante o el arquitecto. Mi mujer, hijos y nietos lo son todo. La familia de Lucila presente, mi familia históricamente distante, seguirá distante `toca lo que toca, la suerte loca´”.
“En pandemia un llamado insólito de un compañero del Marín rompió el aburrimiento, me pidió información sobre un amigo mío desaparecido en los 70. Al principio me negué a desenterrar ese fantasma, pero ante la insistencia accedí y escribí un breve informe. Me sentí aliviado, me ayudó a entender algo que nunca había podido entender y me llevó a escribir un cuento. A mi hija, Angela, le encantó y me instó a seguir”, revela Carlos, quien actualmente está escribiendo un relato autobiográfico para sus nietos y para que perdure en el tiempo.
“Sé que sorprenderá a muchos, porque pocos conocen de mi pasado, me duele. Antes de escribir me percibía reservado y tímido. Ahora cambié, así nació en cautiverio, `Como un gorrión´, un proceso psicoanalítico infernal y vertiginoso, honesto, que llegó hasta lo más profundo. Sesenta años después, pude hacer el duelo de mi padre, `perdonarlo´ por habernos abandonado y decirle gracias a mi madre. El placar está en orden, pude hacer las paces con ellos”.
Con su alma en orden, un llamado reciente trajo un nuevo proyecto en la vida de Carlos. Su hermana le contó que Eiichi viaja a Japón y le propuso ir con Lucila. `Si Luis se anota y nos juntamos los cinco, voy´, replicó Carlos. `¡Luis viene!´, exclamó su hermana al día siguiente.
“Motivado por el viaje empecé a estudiar japonés. Fluye el exótico idioma que brota desde los subsuelos de mi memoria como la humedad, pero aún no logro visualizar a mi padre, quizás sigue ofendido porque se niega a aparecer”, cuenta Carlos. “Esta será una experiencia diferente a la del 76, cuando fui a Japón a conocer mis raíces. Ahora iré con Lucila de turista, para que ella las conozca y con otras expectativas”.
“Sí, el año que viene, durante la floración del Hanami, iré a Japón. Una época del año donde para los japoneses renace la vida. Han pasado cuarenta años, voy para encontrar a mis hermanos”.
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–Historia escrita en colaboración con Carlos -Kimio- Tanaka
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