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Reconocida en el mundo. Es escenógrafa y vestuarista, vive entre Buenos Aires y París y tiene fascinación por las ranas

Publicado: mayo 31, 2025, 6:00 am

Cálida y cercana, invita a entrar a su mundo privado con una sonrisa… Un mundo que tiene su sello en cada rincón y en el que Graciela Galán (76) vive cuando está en Buenos Aires –pasa buena parte del año en París– con su marido, el francés Jean François Gelamur, su perro Barush y dos gatos, Memet el Turco y Taka Taka. Multipremiada y dueña de una trayectoria abrumadora (trabajó en el Théâtre National de la Colline y la Ópera Bastille de París y el Gran Teatro de Roma, entre otros importantes escenarios del mundo), la escenógrafa y vestuarista diseñó personajes, épocas y atmósferas para cine, teatro, ópera y ballet que hicieron historia. Discípula de Saulo Benavente –una leyenda del mundo del vestuario y la escenografía–, quien también fue su marido, reparte su tiempo profesional y personal entre Argentina y Francia, y también fue de las primeras en incorporar a su trabajo nuevos materiales y referencias al arte, a la música y las costumbres populares, lo que terminó de consolidarla como una creadora fundamental de la escena nacional. Pero además de una profesional talentosa, Graciela es mamá de María Saula –su única hija, fruto de su amor con Saulo Benavente–, abuela de Baldomero –su único nieto, hijo de María Saula y el percusionista de Los Fabulosos Cadillacs Gerardo Rotblat–, y una mujer curiosa, apasionada por la investigación y la naturaleza. De todo eso y más habló con ¡HOLA! Argentina.

En el living de su casa, Graciela posa divertida junto a un farol de teatro. A sus pies, Barrush, su perro, que tiene pasaporte francés y varios vuelos internacionales.

–Después de tantos años de trabajo, ¿en qué encontrás inspiración?

–Creo que en la vida todo va cambiando. Físicamente cambiamos, mentalmente cambiamos, y, además, la vida es acumulativa, uno va acumulando experiencias. Por eso las fuentes de inspiración van cambiando. Algunas veces el incentivo puede venir de la música, otras veces de los recuerdos. De todos modos, para mí la inspiración es obra del trabajo, del tiempo dedicado a ese trabajo, de la insistencia, de la disciplina…, porque no hay un camino recto ni directo, como tampoco hay una fórmula. Por ejemplo, cuando hice la ópera Don Pascuale, que es muy divertida, en lugar de escuchar la ópera de Donizetti, escuchaba cumbia. Dibujaba escuchando cumbia.

–¿Es cierto que seguís trabajando a mano, que no usás computadora?

–Es cierto. Yo dibujo mucho, constantemente estoy dibujando, mi pensamiento y mi mano van al mismo tiempo. Pero para lo demás me rodeo de asistentes que manejan computadoras, planos, todo lo que haga falta.

–¿Cómo es vivir entre París y Buenos Aires?

–Mi marido es francés, así que tengo parte de la familia allá. Y le tengo un gran cariño a Francia, donde he trabajado muchísimo durante treinta años.

–¿Te resultó fácil adaptarte?

–Totalmente, no hay barreras entre la cultura francesa y yo. Ni el idioma, ni las costumbres, nada. Me adapté perfectamente bien.

Asomada a la ventana que se abre sobre la avenida Pueyrredón, la artista disfruta de la hermosa paleta de colores que ofrece el otoño.

–¿Cómo llegaste a trabajar en Europa?

–En los años 90, estaba trabajando en Caracas, donde me vio Jorge Lavelli, que en ese momento era el gran director francés. Le gustó lo que yo estaba haciendo y me invitó a trabajar en París. Y ahí comienza mi trayectoria en Francia, donde diseñé vestuarios y escenografías para muchísimas obras.

–Recibiste muchos premios: ¿qué significan para vos? ¿Qué valor les das?

–Recibí muchísimos premios y cada uno es una alegría. Pero este último que me entregó la Embajada Británica [el premio Shakespeare 2025] me emocionó mucho, porque es un reconocimiento a toda mi trayectoria. Aunque al mismo tiempo que me halaga me hace tomar conciencia del tiempo que pasó, me hace pensar en todos los trabajos que hice, en las diferentes etapas de mi vida.

–Enviudaste muy joven, con una hija chiquita. ¿Fue difícil criarla sola?

–No fue fácil: la crie y la eduqué con la ayuda de mis padres, porque yo trabajaba mucho y viajaba muchísimo por trabajo.

–¿Cuando era chica la llevabas con vos?

–En un momento, cuando tenía 15 años, intenté llevarla a Francia, pero ella no quiso saber nada. Así que la tuve que dejar mucho con mis padres durante temporadas enteras. Incluso varias veces estuve meses sin verla. Cuando volvía a Buenos Aires, le contaba las cosas que hacía, y a ella le parecía fascinante, y con los años se convirtió en una mujer que viaja mucho. No fui una mamá tradicional, porque tenía que trabajar, me gustaba lo que hacía y me iba muy bien, pero le daba a mi hija otras cosas que la enriquecieron, cosas más ligadas a la cultura, a las experiencias.

Un retrato de espaldas al espejo. “No fui una mamá tradicional, porque tenía que trabajar, me gustaba lo que hacía y me iba muy bien, pero le daba a mi hija otras cosas que la enriquecieron”, dice.

–¿Cómo sos como abuela?

–Mi nieto es maravilloso, es superespecial. Está por terminar su carrera de Psicología y ya quiere empezar a estudiar Literatura. Y también hace altos estudios japoneses y quiere ir a Japón. Hemos viajado juntos y, cuando lo hacemos, la pasamos bárbaro. Yo lo consiento, le cocino y como a él le encanta que salgamos a comer los dos solos, lo hacemos seguido. Ese es un momento muy íntimo entre los dos, muy interesante, donde yo me entero de cosas que por ahí la mamá no se entera.

–Tenés una casa en Tigre. ¿Vas seguido?

–Me encanta ese lugar, en verano vamos mucho con mi marido, y hace dos años saqué el carnet de timonel, porque tenemos una lancha. Es una casa que era de mi padre y, cuando él murió, yo estaba en París, y mis hermanas querían venderla. Así que desde Francia les pedí que no la vendieran, que cuando volviera les compraba su parte, porque quería quedármela. Mi padre, que era muy buenmozo, se refugió ahí cuando se volvió viejo. No sé por qué, pero no quería que lo vieran. Con Jean François la reconstruimos y quedó preciosa: es la típica casa isleña de madera, tiene el número 18 y se llama “La Indiana”.

–¿Dónde conociste a tu marido?

–En París, a través de un amigo mío. Cuando nos conocimos, los dos estábamos casados. Tiempo después, ya separados, empezó nuestra historia. Llevamos juntos casi veinticinco años y nos casamos en el País Vasco en 2014.

–¿Fuiste una mujer enamoradiza?

–Creo que me enamoré terriblemente del padre de mi hija. Yo era estudiante y él era mi profesor: lo vi entrar y me enamoré. Y fue un amor que me marcó mucho, porque cuando comencé a estudiar en La Plata arranqué con Ciencias Naturales y después, ya enamorada de Saulo, dejé la carrera y me metí en Bellas Artes. Haberme enamorado de mi profesor fue lo que me inclinó a cambiar de carrera. Él era alguien que no tenía nada que ver con todo lo que yo conocía, pertenecía a otro mundo totalmente. Siempre me enamoro de otro mundo. Lo mismo me pasó con Jean François, que es de un universo totalmente distinto al mío.

“Recibí muchísimos premios y cada uno es una alegría. Pero este último que me entregó la Embajada Británica me emocionó mucho, porque es un reconocimiento a toda mi trayectoria”, cuenta.

–Contame de tu interés por las ranas.

–Yo conozco bastante el mundo, incluso conozco lugares rarísimos, como las islas Andamán y Nicobar, en el golfo de Bengala, o el reino de Bután, por ejemplo. Pero hay un país que me parece muy interesante y que conozco bien: Bolivia. La cultura boliviana es increíble, todo lo que pasa en ese país me interesa. Y allí, en Bolivia, ponen a las ranas –las famosas ranas toro– en los techos de las casas, con el objetivo de ahuyentar los malos espíritus y que traigan buenas energías. Por eso, desde la primera vez que fui a Bolivia, en mis años de estudiante, me interesan las ranas.

–¿Tienen algún valor simbólico o mitológico?

–En la mitología latinoamericana son las diosas de la fertilidad. Y a mí me gusta lo fértil, en todos los sentidos posibles, porque tiene que ver con el origen de la vida. Por eso también me gustan las ranas.

–Me contaron que tuviste un ranario. ¿Todavía lo tenés?

–Tuve, pero ya no lo tengo más. Durante treinta años tuve ranas, unas ranas preciosas que me alegraban la vida. Traje tres de Australia de contrabando, unos ejemplares divinos: tenían el vientre rojo y el resto del cuerpo turquesa, celeste, verde esmeralda… ¡y cantaban que era una maravilla! Pero en la pandemia me quedé varada en Francia y no pude volver a tiempo para cuidarlas. Yo siempre volvía de París en septiembre para darles de comer, porque las ranas duermen en invierno y despiertan cuando se acerca la primavera, y ese año llegué dos meses después y las habían atacado las babosas. Me metía adentro del ranario y las ranas se me subían por los brazos… Eran como joyas. Lamenté mucho perderlas.

Con su hija María Saula en Miami. El día de su boda, celebrada en el País Vasco en 2014, junto a su flamante marido, Jean François Guelamur, y su nieto, Baldomero. Junto a Marcello Mastroianni durante la filmación de De eso no se habla, película de María Luisa Bemberg estrenada en 1993.

Maquillaje y peinado: Luana Clemente para Sebastián Correa Estudio.

La tapa de revista ¡Hola! de esta semana.

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