Publicado: junio 28, 2025, 6:01 pm
Como se sabe, y esto no es spoiler, la trama central de La sirenita transcurre bajo del mar. Así la escribió Hans Christian Andersen hace casi 200 años y así fue revisitada por la versión fílmica de Disney, de 1989, que reconvirtió a este texto clásico en un éxito de taquilla a nivel global. Desde hace unas semanas, ahora esa misma trama no para de batir récords de público en el circuito comercial porteño (primera en recaudaciones, primera en cantidad de espectadores y hasta tres funciones por día). Se presenta en el Teatro Gran Rex, la sala privada más grande, impactante y monumental de nuestro país. En esta nueva versión, Ariel es la joven sirena que desea abandonar la vida en las profundidades del mar para convertirse en humana y vivir a nivel del mar (o del escenario) su amor por el príncipe Eric.
Pero entre tanto mundo subacuático en esta producción a gran escala dirigida por Ariel Del Mastro, el trabajo aéreo muy por arriba de la Avenida Corrientes es un elemento troncal. A lo largo de los 90 minutos de esta historia tres de los personajes centrales descienden al escenario por una puertita cuadrada ubicada en el centro del techo de la sala, a la altura de las filas 10 a 12 de la platea. De esa puerta mágica y misteriosa a las butacas hay unos 27 metros (o algo más de 8 pisos, como se quiera). De allí se sostiene una estructura colgante que fue supervisada por ingenieros. La base, de apenas tres metros cuadrados, oficia de gran trampolín desde donde saltan los actores venciendo miedos de todo tipo y color. Los valientes seres alados son Ariel, la sirenita que encara Albana Fuentes; la malvada Úrsula, a cargo de Evelyn Botto, la que debió lidiar con sus propias fobias y con el propio voluminoso vestuario que pesa unos cinco kilos; y la gaviota Scuttle, el personaje optimista que encara Nahuel Adhami, el actor que de joven vio volar en ese mismo Gran Rex a otros intérpretes, en un recuerdo que le ronda ahora la cabeza.
Creer o reventar, los tres se pasean por arriba de las butacas de platea sostenidos por dos cables de tres milímetros de diámetro. No son tanzas comunes para colgar simples cuadros, son unos cables que se usan para la náutica que soportan unos 250 kilos y que resultan ser los que menos visibles para el espectador.
Como el resto del elenco, la joven Albana Fuentes nunca había realizado trabajo escénico en altura. El período de ensayo para aclimatarse no le fue fácil. “Le tengo pánico a la altura y, de golpe, estaba ahí subiendo metros y metros por encima de las butacas del Gran Rex. De terror. Por suerte estaba todo el equipo de especialistas en trabajo aéreo haciendo el aguante con suma paciencia”, cuenta a este cronista la joven, que llegó a todo este mundo tan subacuático como de altura mediante un casting.
Luego de horas de ensayo, la cara de pánico y el vértigo que tenía inicialmente fue mutando. El cantar mientras volaba le sirvió para pensar en otra cosa que no sea la altura o en su propio miedo. “Hoy, con varias funciones realizadas, me encanta y me divierten esas escenas. Ariel [Meijone] y Toti [por Tobías Heredia], del equipo de vuelo, son quienes me acompañan todos los días. Se convirtieron en vestuaristas, calmadores, contadores de chistes y demás etcéteras para ayudarme a vencer los nervios que me provocaba estar allí“, se sincera quien se eleva o desciende de las alturas con la misma fluidez de una sirena en medio de un mar de aguas calmas y felices.
El equipo que está detrás de estos seres alados es clave en todo esto. Cristian Aguilera es una especie de DT de este engranaje y Germán Cabanas es uno de los que se encarga del diseño de vuelos y del coaching de los performers junto a Andrés Heredia, Patricio Keity y Tobías Heredia. Son, de paso, los que guían a LA NACION por las alturas de esta gran estructura arquitectónica en su lado menos conocido, menos transitado.
Cabanas tiene mucho millaje en esto. Trabajó con Cris Morena en la televisión y, luego, en teatro cuando se montó acá mismo Casi ángeles. Fue integrante de la compañía de Brenda Angiel, la coreógrafa que tiene su compañía de danza aérea; y fue parte de Villa Villa, montaje de Fuerza Bruta. De paso, arma sus obras como intérprete con la productora UOW en el circuito alternativo. Fue él uno de los que se encargó del entrenamiento de los actores para ver las cualidades del movimiento teniendo en cuenta que ninguno había hecho teatro aéreo anteriormente.
La charla con ambos tiene lugar en uno de los puentes laterales del escenario, al que se llega luego de haber subido distintos tramos de escaleras metálicas y pasillos laterales de donde se sujetan cables y perchas escenográficas de esta gran caja de medidas desproporcionadas. Mientras hablan, algunos covers ajustan movimiento en altura cuando todavía faltan algunas horas para la función del jueves y mientras parte del elenco ya está en camarines de los subsuelos de la sala.
Acá, en las alturas, la sensación de vértigo está al alcance de la mano. Por estas escaleras sostenidas a grandes paredes, Albana Fuentes, la protagonista, sube varias veces durante la función, acompañada siempre por un asistente que, entre otras cuestiones, le lleva la cola de su personaje -que pesa unos tres kilos-.
Todo este recorrido laberíntico sucede entre estos pasillos y escaleras de un ancho mínimo. También Evelyn Botto debe subir por acá con su gran falda que pesa unos cinco kilos. También la gaviota, papel a cargo de Nahuel Adhami. Eso sí: su paso por el lugar deja sus secuelas ya que, a lo largo de estos pasillos y escalones, quedan desparramadas plumas blancas de sus traje. Gajes del oficio.
En el proceso de montaje de La sirenita, un día entero los integrantes del equipo aéreo lo dedicaron a mostrarles a los tres actores el recorrido interno, para que se vayan familiarizando. Inicialmente el trabajo se centró en lo artístico. Después de todo, había que lograr que esa actriz o ese actor bajara al escenario con cara distendida mientras canta un tema feliz. Para lograr eso fueron necesarias horas y horas de prueba y de errores. De vencer miedos, de superar desafíos técnicos, de llevar como si nada el peso del vestuario y procesar las fantasías más oscuras.
Evelyn Botto, la bruja de la historia subacuática que está preparándose para la función en uno de los camarines, cuenta que en uno de los ensayos Ariel Del Mastro le preguntó con cierta liviandad si se animaba a hacer una vuelo. No lo dudó. Aceptó. Inicialmente, probó colgada de los arneses a 20 centímetros del piso para entender el desplazamiento con el propio peso del cuerpo sostenido por una soga. Todo bien. Dos semanas antes de estrenar el equipo completo se trasladó al Gran Rex. Ahí la cosa tomó otro color y otra altura. “Sudé frío, tuve taquicardia, lloré, temblé y estuve a punto de decir que no iba a poder”, cuenta. Ese día llegó a su casa y, al asomarse al balcón del quinto piso, le dio una sensación espantosa. “Ahora es todo diversión, aunque llegar a esa caja suspendida del techo es realmente muy agotador. Al salir de espaldas al vacío siempre hay un microsegundo de puro vértigo, hasta que me balanceo. Ahí veo a la gente de frente y me olvido de todo”, cuenta.
La recorrida por las alturas del icónico teatro continúa. Mas escaleras. Más pasillos. A varios pisos de la Avenida Corrientes entre lo que es el escenario y la sala propiamente dicha, hay un hueco que atraviesa una pared de más de medio metro de espesor. Al dar algunos pasos se ingresa a un espacio mágico del ancho del terreno, 46 metros, que es donde está el techo de la sala, dividido en arcos, cuyos espacios intermedios sirven para resolver la iluminación, la acústica y los conductos de ventilación. Arriba de esa gran estructura está el mismo techo del teatro, con vigas de hierro y sus maderas. Apenas esa gran volumetría está iluminada por algunos focos que generan la sensación de estar recorriendo un túnel en una mina. Toda esta otra realidad tiene lugar en este espacio menos desconocido de esta sala que cuenta con varios subsuelos y que fue construida por el famoso arquitecto Alberto Prebisch (el mismo del Obelisco) y el ingeniero civil Adolfo T. Moret.
Antes de llegar al último tramo, en un rincón hay un cesto de plástico para imprevistas necesidades y urgencias en medio de este banquete visual de escaleras y laberintos. El último tramo conduce a esa ventana o puerta central de un metro por un metro que da a la platea. De ahí se colgó una estructura metálica de 1,50 x 1,50 y 12 metros de profundidad (la llaman “el rulero”) que se observa con claridad desde el pullman y el super pullman. Los actores descienden por allí acompañados por alguien del equipo de altura que, claro, también oficia de vestuarista (hay que ponerle la cola a la sirenita o acomodar el vestuario de la bruja, por ejemplo). En el proceso se cambian sistemas de ajustes y de ahí a volar, sostenidos por esos cables de no más de 3 milímetros. El desplazamiento está guiado por un riel automatizado de 15 metros de largo que deposita a los performers en el escenario.
¿Quién tuvo la delirante idea de usar esa puerta para que desciendan desde allí actores con cara de contentos? Según cuentan los entendidos, a Cris Morena, cuando montó acá las distintas versiones de Casi ángeles. Cristian Aguilera y Germán Cabana formaron parte de aquel equipo creativo. Recuerdan que tanto Emilia Attias como Nicolás Vázquez se mandaban a las escenas aéreas y a las acrobacias sin ningún problema. Lo mismo sucedía con Lali Espósito. Hasta recuerdan que si alguna secuencia aérea no salía como lo previsto, la misma Cris Morena subía hasta acá para poner la casa en orden.
En 2009, tiempos de Casi ángeles, los desplazamientos aéreos eran manuales. En la actualidad, está todo automatizado. Está todo tan ajustado que del armado de la estructura suspendida del techo participaron ingenieros.
Cuando a Nahuel Adhami lo convocaron y le contaron que su personaje iba a aparecer volando por arriba de la platea, recordó las veces que acá mismo vio espectáculos con dispositivos de vuelo. A diferencias de sus dos compañeras de escena, no tiene vértigo. O, en verdad, nunca se había expuesto a un desafío de esto tipo. “Igual, me dio un poco de miedo porque es como tirarse al vacío. Ahora ya me acostumbré y me resulta increíble crear esa fantasía de vuelo y escuchar las reacciones del público cuando te van descubriendo. Es impagable”, reconoce mientras se prepara para la función.
Desde esa plataforma, una sirena, una bruja y un pájaro se dan el gusto de volar por la sala en medio de este engranaje en el cual todo está milimetrado. En el escenario también se elevan otros cuatro personajes y hay que sumar a los dobles de los protagonistas, que hacen escenas de vuelo durante la función porque de otro manera no se llegaría a la escena siguiente. Todo está tan regulado, pautado y medido que hay hasta un reemplazo del reemplazo.
Así son las cosas en esta megapuesta que el equipo de productores venía soñando hace 15 años y que hoy es una realidad. Y es puro asombro que queda reflejado en las caras de los miles espectadores que se sorprenden al ver a una sirena, a una bruja y un pájaro volando por el Gran Rex en esta historia que transcurre debajo del mar.