Publicado: abril 13, 2025, 9:26 am
La otra noche tuve un sueño maravilloso: caía desde un edificio de catorce plantas y rebotaba; reboté hasta siete veces, y cada vez que me elevaba en el aire, me daba por reír. Mi pareja me despertó: «Creo que estabas teniendo una pesadilla». Qué paradoja: en vez de rescatarme del horror, me rescataron del bienestar.
Estuve preguntándome qué sentido tenía ese sueño tan divertido como extraño. Recordé a un paracaidista que me dijo una vez: «El vértigo también puede ser divertido». Quizá el sueño me estaba comunicando una verdad profunda, crucial, que iba más allá de lo que expresó aquel aventurero: «Sólo el vértigo es divertido». Y cuando digo vértigo me refiero al peligro, al conflicto, a la aventura, es decir, a la vida. Fuera del peligro no hay más que la nada (por no decir la muerte). Por eso tantos jubilados disfrutan de sus vacaciones sólo los primeros días; luego descubren el aburrimiento y se sientan a recordar el peligro de los días laborales, la vida real.
Los sueños se parecen mucho a las parábolas bíblicas, en el sentido de que nunca son literales, sino simbólicos. No te dicen: «Vas por mal camino, amigo». En su lugar, te meten en un pozo oscuro, y eres tú quien debe ponerle palabras al mensaje. Por eso encierran tantas posibilidades y también tanto peligro: una interpretación disparatada de un sueño puede hacer tanto daño como una interpretación exagerada del Génesis o del Apocalipsis.
El gran problema de nuestros dirigentes más ambiciosos es que no creen en los sueños del dormir, tan pacíficos y enigmáticos, sino que prefieren soñar despiertos… y meternos a los demás en sus fantasías. Sus sueños suelen ser nuestras pesadillas. Abraham Lincoln, al menos, sí creía en los sueños; tanto, que llegó a predecir, con los ojos cerrados y roncando, su propia muerte. Y acertó.
Para arropar su sueño imperial, el mediocre y pertinaz Putin cuenta con un gurú, un filósofo de cabecera, un fascista para las tardes de los domingos. Ese hombre es Alexander Duguin: barbado, políglota, inteligente, y entregado a aportar teoría grandilocuente a la actividad venenosa de Putin. Su papel no ha podido salirle más caro: hace unos meses perdió a su única hija en un atentado con coche bomba que iba destinado a él.
Tucker Carlson, el periodista favorito del trumpismo, lo entrevistó hace poco. Frente a sus interlocutores, Carlson —que tiene vis dramática— compone rostros muy expresivos y siempre reduce a sus entrevistados a la caricatura que necesita su público norteamericano. Incluso aunque el entrevistado sea cómplice o aliado de su causa. A Santiago Abascal, por ejemplo, lo convirtió en una especie de guerrillero de la Contra nicaragüense del siglo pasado. A Duguin también lo caricaturizó, pero Duguin, al menos, tiene un discurso sólido, personal. Dice cosas. Cosas fascistas, pero cosas.
Para el ruso, las ficciones de Hollywood se parecen a los sueños: avisan, señalan, prescriben. Le contó a Carlson que el mundo anglosajón había tomado la senda peligrosa de la emancipación del individuo frente a cualquier valor colectivo, y que la meta es la deshumanización, la conversión del humano en un ciborg. Y eso, dijo, se reflejaba en los sueños de las pantallas: Terminator, Matrix. Aseguró que casi toda la ciencia ficción del siglo XIX se había hecho realidad en el XX, y que, por tanto, no había nada más realista que ese género.
Eso me hizo pensar en Trump y su guerra económica. Occidente, por lo general, sueña como dicta Hollywood. Y Hollywood carece de aranceles. ¿Cuánto vale, en términos económicos, su influencia en el mundo? Son sueños que nos hacen creer que nuestros iguales se parecen a Brad Pitt o Angelina Jolie…, pero luego bajas a la calle y ves a Paco, a Luisa o a Armando. Imaginemos que uno soñara por las noches no sus propios sueños, sino los del vecino con casa más grande y coche más caro. No digo que haya que restringir la entrada de Hollywood en nuestras vidas —sólo faltaba nacionalismo también en el cine—, pero sí señalar el poder que proporciona a Norteamérica el control de los sueños de Occidente (y que Trump no valora en sus tramposos gráficos). Eso sí es poder, y no la OTAN. También dijo Duguin que si la ficción dibuja un futuro negro, el futuro no puede ser de otra forma: «No conozco ninguna película occidental que propugne el regreso a la vida tradicional».
¡La vida tradicional! ¡Acabáramos! ¿De qué hablan cuando la mencionan? ¿De las cruzadas? ¿De los juicios por ordalía? ¿De la Santa Inquisición? ¿Del derecho de pernada? ¿De retirar el voto a las mujeres? ¿De aquellos aristócratas normandos que castigaban a los campesinos cortándoles pies y manos?
Prefiero Matrix, me dije. Y soñar con el vértigo, aunque sea el vértigo de mi vecino.