Publicado: octubre 9, 2025, 6:00 am
Este mostrador de madera guarda cicatrices. Vasos apoyados en noches largas, la marca de cuchillas que cortaron salamines, papeles de diario que alguna vez protegieron la barra. La tarde en que Francisco Barbé empujó la puerta como dueño por primera vez, el aire lo devolvió a su adolescencia: el olor a fiambre recién cortado, a madera húmeda, a botellas que sonaban apenas. Recordó la coreografía de siempre: “Beco” cortando mortadela y salamín, él y su primo cruzando a la panadería de enfrente por el pan, la picada improvisada antes de volver a casa. Más atrás todavía, la rutina de los caramelos del frasco y las horas de juego en una mesa del fondo. Ahora, a sus 36, con esa memoria en la piel, Francisco reabrió Los Principios. Otra vez. Porque si hay un lugar en Areco que sabe de finales que no son finales, es éste.
El primer fin de semana de la reapertura, en el inicio de esta primavera, fue un rito compartido. Gente del pueblo llegando con fotos viejas en la mano —cumpleaños, guitarreadas, madrugadas— para señalarse en el pasado y reconocerse en el presente. “Muchos vinieron con imágenes de hace veinte años, como diciendo: acá estábamos y acá volvimos”, cuenta Francisco. En un momento, en plena celebración, un cantor detuvo la música y dijo lo que todos pensaban: “Qué alegría que alguien de Areco lo tenga. Mirá si lo agarraba un gil, lo pintaba de verde y le ponía luces de neón”. Hubo risas, un aplauso largo, esa manera tan propia de agradecer sin solemnidad. Todos entendieron que esto se trataba de recuperar un punto de encuentro.
La esquina de Mitre y Moreno lleva más de un siglo organizando vida a su alrededor. Los Principios nació en 1918 como almacén de ramos generales de los hermanos Antonio y Francisco Fernández y, en 1922, se mudó a esta ochava donde se volvió hábito. Acá se vendían alimentos, herramientas, ropa gaucha y combustibles; por una puerta lateral se despachaban bebidas y —cosas de otra época— las mujeres entraban por otra. Por esta barra pasaron peones y patrones, viajeros y vecinos, y también el paisano Segundo Ramírez, el hombre real que inspiró a Ricardo Güiraldes para Don Segundo Sombra. En una de las paredes aún puede leerse la sentencia que lo explica todo: “Los principios no se negocian”.
Durante décadas, esa ética cotidiana tuvo un guardián: Américo “Beco” Fernández, hijo de uno de los fundadores. Su imagen detrás del mostrador parecía inmortalizada; envolvía la barra con papel de diario para que no se manchara, servía copas sin apuro e imponía reglas sencillas: respeto, calma, palabra cumplida. El cierre del lugar en 2018 y la muerte de Beco en 2019 dejaron esa nostalgia pesada de los sitios que parecen terminarse. Pero en Areco hay costumbres tercas: cuando algo forma parte del tejido, siempre encuentra quién lo vuelva a encender.
Este regreso de hoy no es el primero. En 2023, Mariana López Rabuini y Roberto Fernández habían reabierto la esquina con la idea de sostener el legado de “Beco”. Durante un tiempo, Los Principios volvió a recibir a vecinos y turistas, hasta que volvió a cerrarse. Esa alternancia —apertura, pausa, reapertura— forma parte también de la mística del lugar. Como si la esquina misma se negara a desaparecer y siempre encontrara a alguien dispuesto a volver a encenderla.
La nueva apertura no fue un gesto decorativo ni una puesta en escena: implicó trabajo de fondo. La casa —una construcción de 1890— no tenía agua, gas ni cloacas; mucho menos baños o cocina. “Tuvimos que hacer todo eso de cero —dice Barbé—. Lo indispensable para que el lugar pudiera funcionar hoy”. El resto quedó como estaba. Las estanterías altas, los almanaques de Alpargatas, los barriles, las fotos, las cajas antiguas que sobreviven cerca del techo como una pequeña arqueología de marcas, nombres y tipografías. “Nuestro mayor desafío fue adaptar sin tocar el alma. La gente entra y dice: ‘Está tal como lo recordaba’. Ese era el objetivo”.
Esa fidelidad también se ve en la propuesta. “Queríamos que volviera a ser lo que fue: un lugar de encuentro de paso, donde uno se escapa del trajín, charla, toma algo, pica y sigue”, dice Esteban Cittadini, socio de Francisco. La carta no busca inventar nada: picadas generosas (como las de siempre), empanadas fritas, tortilla de papas, pinchos de pollo, provoletas y un especial del día. “Comida de campo, directa, lo que encontrarías en cualquier casa de la zona”, resume Esteban. No es un restaurante de moda ni un bodegón aggiornado: es un bar que convoca por reconocimiento, no por novedad.
La reacción del pueblo confirmó que el camino era ése. “Me pone la piel de gallina cómo lo aceptó la gente”, admite Francisco. Llegaron mayores con historias de infancia, chicos a quienes los padres les contaban quién era Beco, vecinos a los que se les humedecían los ojos porque una parte de su vida volvía a abrirse. También llegaron turistas, curiosos de esa cápsula de tiempo viva.
Todo empezó, dicen, en un asado entre tres amigos, como empiezan las cosas que después resultan importantes. Hoy el bar tiene agua, gas, cocina y baños; lo que no tiene es maquillaje. Quedó la madera con sus marcas, el suelo que cruje, la luz que entra oblicua por la tarde, la barra que invita a apoyar el codo y conversar.
Quedó, sobre todo, la mística de una esquina que aprendió a empezar de nuevo sin perder el carácter. En Los Principios, la cronología es una obstinación: los finales abren principios y los principios vuelven a enganchar el hilo de la historia. Bastaba con abrir la puerta y dejar que el pueblo entrara otra vez. Lo demás se acomoda solo, como esos vasos que buscan su lugar exacto sobre el mostrador, ahí donde las cicatrices cuentan —sin necesidad de explicarlo— por qué esta esquina le pertenece a todos.