Publicado: agosto 3, 2025, 6:07 pm
Las guerras de Gaza y Ucrania suelen llevarse todos los titulares, pero, del otro lado del mundo, la reciente escalada limítrofe entre dos vecinos del sudeste asiático demostró la fragilidad de una zona caliente, a menudo ajena a la atención mediática pero proclive al estallido.
Tailandia y Camboya, dos destinos preciados por los turistas, con Bangkok, la isla de Phuket y el templo de Angkor Wat entre sus sitios más frecuentados, mostraron su peor cara en la frontera común de 800 kilómetros, una disputada zona de colinas frondosas y punteadas de templos hinduistas. La tensión fronteriza se trasformó en fuego abierto que llevó a la muerte a 43 personas y dejó 300.000 desplazados.
Quién hubiera dicho que ahí, en esos lejanos contornos, Donald Trump haría gala de sus promocionadas dotes de peacemaker, ayudando a frenar el conflicto. Trump añadió este logro al del fin de la “guerra de 12 días” entre Irán e Israel, como él mismo la definió, aunque se mantienen con persistencia los conflictos de Gaza y Ucrania, que había prometido detener en dos días y que por ahora no tienen final a la vista.
Si bien no fue ni mucho menos el único artífice de la paz, Trump amenazó eficazmente a las autoridades tailandesas y camboyanas con su arma favorita, los aranceles, y los gobiernos ordenaron a sus tropas que bajaran los fusiles. A su manera, el comercio, como sugiere con optimismo la doctrina clásica liberal, reemplazaba a la guerra.
Trump les advirtió que suspendería las negociaciones que estaban en curso para tratar de bajar el 36% que pretendía imponerle a cada uno. Era el número que les había tocado dentro del esquema tarifario del presidente, cuando en abril pasado hizo el anuncio global en el llamado “Día de la liberación”.
“Me complace anunciar que, tras la implicación del presidente Donald J. Trump, ambos países alcanzaron un alto el fuego y la paz. ¡Felicitaciones a todos! (…) Estoy orgulloso de ser el presidente de la paz”, escribió en su red Truth Social, luego de anunciarse la tregua el lunes pasado. Habían pasado solo cinco días del comienzo de los choques, y la directiva se abrió camino a la frontera para que la cosa no pasara a mayores y evitar una guerra.
También China intervino con decisión en su “patio trasero”, ejerciendo a su manera presión diplomática sobre sus alterados vecinos.
Estados Unidos y China estaban interesadas en mantener su influencia y conservar la paz en la región, y no podían permitirse que dos naciones con las que tenían vínculos resbalaran en el caos. Pero, ¿qué condujo a estos vecinos a enfrentarse, en primer lugar, y por qué sus fronteras irresueltas, sus entredichos y escaramuzas, sus cohetes y bombardeos, inquietan a Washington y Pekín?
La herencia colonial
“La razón fundamental de este conflicto es la ambigüedad que desde hace tiempo rodea la demarcación de la frontera, un legado de la cartografía colonial francesa que dejó sin definir ciertas zonas, especialmente alrededor del templo de Preah Vihear. Ambos países consideran que estas zonas están profundamente ligadas a su identidad nacional y soberanía, lo que alimenta fuertes sentimientos nacionalistas”, dijo a LA NACION el analista político tailandés Pavin Chachavalpongpun, del Centro de Estudios del Sudeste Asiático de la Universidad de Kioto.
El problema señalado data de 1907, cuando los franceses, entonces dueños de Indochina (que incluía la actual Camboya), delimitaron de manera no demasiado precisa los límites con Tailandia, un reino independiente. Eso derivó en que la frontera se volviera un foco de litigio permanente. El último de los arranques fue el de la semana pasada, cuando luego de meses de tensión, los camboyanos abrieron fuego con cohetes y artillería y los tailandeses lanzaron sus aviones F-16 sobre cielo enemigo.
Pavin Chachavalpongpun dijo que las dinámicas internas de cada bando echaron leña al fuego y pueden armar un incendio si no se sella una paz duradera. Cada gobierno tiene sus propios problemas en el ámbito doméstico, sus intereses, necesidades, aliados y rivales. “Las presiones políticas internas en ambos países pueden llevar a los líderes a adoptar posturas duras, utilizando el conflicto para consolidar el poder o conseguir el apoyo público”, señaló el analista tailandés, que reside exiliado en Japón por sus críticas a la monarquía de su país.
Para Angela Suriyasenee y Nathan Ruser, del Australian Strategic Policy Institute (ASPI), el conflicto se alimenta por las tensiones económicas, las transiciones políticas de cada país y los temores arraigados a la pérdida de territorio. “Estas dinámicas han creado un entorno volátil en el que la confianza es escasa, el compromiso es difícil de alcanzar y la escalada es más probable”, dijeron cuando el desenlace estaba en el aire, antes del alto el fuego. Y si bien volvió la calma, los problemas de fondo persisten. Tanto es así que solo horas después del compromiso de tregua, se lanzaron denuncias cruzadas de supuestas rupturas del acuerdo.
Pasiones sin control
“Hay cuestiones técnicas que complican el problema fronterizo entre Camboya y Tailandia (…) Sin embargo, cualquier intento racional de resolver la crisis, como la elaboración de nuevos mapas que satisfagan a ambas partes, se ha visto complicado por el alcance de los temores y las pasiones nacionalistas que rodean las fronteras de ambos países”, señaló el periodista Sebastián Strangio, editor para el sudeste asiático del medio especializado The Diplomat, en una columna sobre la crisis.
El nacionalismo mal entendido, las luchas de poder y los intereses varios parecían ganar la partida, según los analistas. Pero una luz se filtró en las mentes de las autoridades y sus generales, y los hizo retroceder. O más bien, como queda dicho, fue la presión externa.
Tras la celebración de Trump por su papel en la paz, y el acuerdo formal pactado en Malasia, los chinos mostraron lo suyo organizando una reunión en Shangai con los primeros ministros de Tailandia y Camboya y funcionarios locales, entre ellos el vicecanciller chino, Sun Weidong, donde reafirmaron el compromiso de no entrometerse.
No fue menos determinante la presión de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (Asean), el bloque de cooperación regional al que pertenecen los dos rivales. Y en particular el gobierno de Malasia, que ejerce la presidencia temporal del organismo.
Entre todos fueron neutralizando el conflicto ante una posible escalada hacia una guerra que ninguna de las partes realmente quería. Algunos bombardeos para asustar al enemigo y mostrarse fuerte ante rivales políticos y la opinión pública es una cosa. Entrar en guerra es otra.
“Todavía quedan muchos retos para garantizar que se alcance una solución negociada a largo plazo. La Asean y su presidencia han desempeñado un papel crucial en la consecución del acuerdo de alto el fuego. Quizás ahora sea el momento de que ambos países otorguen a la Asean, y en especial a Malasia, un mandato ampliado para mediar en las negociaciones con vistas a alcanzar un acuerdo a largo plazo”, dijo a LA NACION Adib Zalkapli, director de Viewfinder Global Affairs, una consultora geopolítica con sede en el sudeste asiático.
Para Zalkapli, “el trabajo real para garantizar la paz en la región fronteriza seguirá recayendo en Camboya y Tailandia, con Malasia y la Asean como mediadores”. Otra forma de decir a los dos rivales que maduren, asuman su responsabilidad, abracen el diálogo y resuelvan sus problemas por otros medios.