Publicado: octubre 11, 2025, 6:13 am
Después de dos años de lucha sin cuartel, las bombas han dejado por fin de caer en la arrasada Gaza. Es una gran noticia, incluso para los vencidos. La guerra, que militarmente estaba decidida desde hace más de un año, se venía arrastrando por los líderes de ambos bandos para tratar de cosechar réditos políticos cada vez más pequeños en el erial en que se ha convertido la Franja.
Termina la guerra pero ¿llega la paz? Es probable que la presión de Donald Trump consiga llevar a buen puerto el plan que lleva sui nombre. La liberación de los rehenes desarmará a Hamás más eficazmente que la entrega de las armas y, además, no tiene vuelta atrás. Pero ¿qué puede ocurrir en los días, meses o años posteriores? La historia está ahí para invitarnos al pesimismo. La guerra lleva martirizando Oriente Medio desde hace casi ocho décadas, ¿por qué no ha de volver a hacerlo tan pronto como unos y otros recobren el aliento? De las ruinas de Gaza, de las filas de un movimiento derrotado pero no del todo desacreditado ante sus muchos seguidores, ¿cuánto tardará en crecer un nuevo Hamás?
Hay, sin embargo, otra forma de ver las cosas. La propia historia nos sugiere una puerta de salida que ya se ha empleado con éxito en el mismo escenario. Si acercamos una lupa a lo que ha ocurrido en Oriente Medio desde la creación del Estado de Israel podemos darnos cuenta de que esa guerra que, a vista de pájaro, parece repetirse cada década, en realidad ha mutado decisivamente. Durante los primeros treinta años se sucedieron los enfrentamientos entre Israel y los países árabes que le rodeaban. Sin embargo, a partir de 1979, tras los acuerdos de Camp David y la revolución iraní, se produjo un giro de guion que no todo el mundo parece haber apreciado: nos olvidamos de las interminables guerras árabe-israelíes y empezamos a hablar del conflicto palestino.
¿Cuál es la diferencia? Desde el punto de vista militar —una perspectiva relevante porque después de todo estamos hablando de un conflicto armado— a los enfrentamientos entre ejércitos regulares en los que Israel siempre supo encontrar el camino de la victoria les sucedió la lucha contra la insurgencia, mucho más difícil de resolver. Ni las intifadas ni las dos anteriores guerras de Gaza terminaron con ventajas claras de unos u otros, porque ni la herramienta militar es la más indicada para combatir el terrorismo ni el terrorismo ha logrado jamás una victoria militar.
¿Qué podemos aprender de todo esto? Incluso desde la perspectiva de Israel, la existencia de un Estado Palestino le daría una enorme ventaja: la de volver al escenario de sus éxitos pasados. Si se llegara al conflicto armado —lo que seguramente no ocurriría porque el Ejército palestino, como el egipcio, el jordano o el sirio, sería consciente de su inferioridad y se esforzaría por evitarlo— tendría enfrente a combatientes de uniforme, y no a una milicia terrorista. ¿Por qué entonces Netanyahu se opone frontalmente a lo que todos quieren e Israel parece necesitar? ¿Cálculo político? ¿Temor a ser él quien pase a la historia como el líder cobarde que renunció al Gran Israel? ¿Miedo a correr la suerte de Isaac Rabin? ¿Falta de visión? Quizá un poco de todo eso… y, por supuesto, el gran escollo en el camino hacia una paz definitiva: la Ciudad Vieja de Jerusalén.
Serán los palestinos los que, a su debido tiempo, tengan que decidir si prefieren el pragmatismo de la paz o el engañoso camino de una guerra justa… pero que no pueden ganar. Ojalá no se equivoquen
Ese kilómetro cuadrado de tierra, que el pueblo israelí considera parte inalienable de la capital eterna de su Estado y el palestino, avalado por las resoluciones de la ONU, reconoce como propio, tiene una enorme importancia… pero no debería ser motivo de una guerra eterna. La historia nos recuerda que nuestro Felipe V tuvo que entregar Gibraltar para que se reconocieran sus derechos a la corona de España. No fue una cesión justa. Tampoco fue el fruto legal del derecho de conquista entonces vigente, porque la plaza había sido ocupada en la guerra de Sucesión en nombre del pretendiente austracista. Sin embargo, era eso o seguir desangrándose en una guerra sin claras posibilidades de victoria.
Como ocurrió con Gibraltar, tampoco es justo que el futuro Estado palestino tenga que renunciar —de facto, que no de iure, como seguramente terminará haciendo Ucrania con Crimea— a la soberanía sobre su parte de Jerusalén. Podemos imaginarnos lo que haría en este caso Felipe V, pero sería una referencia caducada. Las tierras ya no son de los reyes, sino de los pueblos. Ahora que la soberanía está en manos de los ciudadanos y no de los monarcas, serán los palestinos los que, a su debido tiempo, tengan que decidir si prefieren el pragmatismo de la paz o el engañoso camino de una guerra justa… pero que no pueden ganar. Ojalá no se equivoquen.