Publicado: mayo 21, 2025, 6:00 am
El camino enlaza antiguas construcciones coloniales de adobe puestas en valor en diferentes localidades. Algunas aparecen abandonadas a un lado del camino. Llevan cuatro generaciones así. En la década del 30 y en la del 40, los jóvenes partieron atraídos por la explotación del petróleo y nunca volvieron. Cuando los viejos murieron, las casas quedaron deshabitadas para siempre. Todas tienen esa extraña belleza que trae el olvido.
Estamos en el oeste de Catamarca y hacemos un alto en la iglesia de Nuestra Señora de Andacollo, en La Falda. El edificio es de fines del siglo XVIII y está impecable; las dos torres abrazan el atrio y la fachada presenta cuatro columnas que flanquean el arco que oficia de entrada.
Más adelante, en Anillaco, recorremos el mayorazgo y la iglesia. Ya es tarde; dos señoras baldean el piso de tierra de la capilla y nuestras pisadas quedan marcadas en el atrio. Dentro, el altar es también de barro y permanece inalterado a pesar del agua, que lo limpia todo.
El circuito finaliza con la iglesia de San Pedro y la Comandancia de Armas, que está a un lado, en Fiambalá. La iglesia, de 1770, conserva dos pinturas cuzqueñas originales, antiquísimas. Una vez adentro, nos enteramos de un curioso rito: San Pedro, un santo caminador, tiene una colección de 500 pares de zapatos –todos, número 22– para que los pueda calzar. Los fieles traen el calzado a modo de ofrenda para solicitar o agradecer un milagro. Luego, una persona de la congregación se ocupa de cambiarlos de tanto en tanto.
Fiambalá, el reino del viento
En lengua cacán, fiambalá significa ‘casa’ o ‘lugar del viento’; no hay nombre más acertado para este pueblo ventoso. Al atardecer comienzan las ráfagas. A lo lejos aparecen los remolinos de arena que se forman en las dunas de los alrededores y convierten el horizonte en un paisaje fantasmal. Es el Zonda, un viento cálido y seco que, en ocasiones, alcanza los 80 km por hora; viento temido, porque según los lugareños puede provocar desde un persistente dolor de cabeza hasta alteraciones mentales, incluso locura. “El peor mes es agosto”, nos cuentan.
En Fiambalá nos alojamos en Las Cañas, donde reciben Sol Ceballos y Gastón del Pino. Se trata de una casona de unos 130 años, que fue reciclada conservando la estructura original. Cuentan con tres cuartos y dos cabañas, y acaban de estrenar tres suites recién construidas con la centenaria técnica del adobe. Junto a la casa está la viña, una hectárea de tierra donde crecen también olivos y nogales.
Uno de los cuartos más lindos es el antiguo oratorio, convertido en desayunador, que conserva parte de las pinturas murales realizadas por un artista de Chuquisaca y el altar original.
Al día siguiente nos encontramos con Hugo Carrizo, nuestro guía por el “Sahara” catamarqueño, una serie de dunas que se extienden hacia el este y el norte de Fiambalá. Para recorrerlas, es preciso salir muy temprano para evitar las altas temperaturas del mediodía. Al atardecer el calor se atenúa, pero aparece el viento y resulta imposible adentrarse en esa geografía de pura arena.
Salimos en camioneta hacia el norte por la RP 34. A los 12 km hacemos un primer alto en la duna Mágica, muy cerca de Saujil. El sitio permite la práctica de sandboard: si bien la duna tiene la altura adecuada para este deporte, hay que tener en cuenta que es una pista natural y presenta algún que otro afloramiento rocoso. La arena es ligera y a esta hora está fresca, por eso caminar sin calzado es un placer total.
Seguimos hasta el pueblo de Medanitos para acceder a la duna Federico Kirbus, la más alta del mundo con 1.230 metros; esta duna nace en una cota de 1.615 msnm y culmina en la sierra de Zapata, a 2.845 msnm. Pero nosotros elegimos ir hasta el desierto de Tatón, un extenso arenal de dunas bajas que se extienden casi hasta las estribaciones del cordón San Buenaventura.
Cruzamos el río Abaucán y dejamos la camioneta para seguir en cuatriciclo. Las ruedas del cuatri dibujan sus huellas sobre la arena sin estrenar; parece un sacrilegio, pero por la tarde el viento barrerá nuestros rastros y todo volverá a quedar como estaba.
De regreso a Fiambalá, tomamos el camino que lleva a las termas. Están abiertas todo el año. Los piletones de piedra, diseñados al aire libre entre los murallones de la montaña, ofrecen un entorno lindísimo. El agua de vertiente es beneficiosa para diversas afecciones, pero sobre todo promete baños relajantes. Los piletones son 14 y las temperaturas oscilan entre los 45 y 32 grados.
De vuelta al pueblo visitamos el Museo del Hombre. Una de las exhibiciones más interesantes es la de dos cuerpos momificados por proceso natural, pertenecientes a la cultura Belén. La muestra de minerales y la colección de alta montaña se vinculan a Fiambalá por ser el inicio de la ruta de los Seismiles, y en el museo se hace un recorrido histórico de las diferentes expediciones; la primera, en 1958.