Publicado: octubre 28, 2025, 5:00 am
Hay quienes emprenden hazañas que sólo pueden explicarse por una mezcla de fe, locura y obstinación. Ramón Subercaseaux se inscribe en ese grupo. En 1859, cuando el terreno de Pirque era apenas una extensión seca e inhóspita al sur de Santiago, se propuso lo impensable: desviar el cauce del río Maipo para darle vida a esas tierras. No había tecnología suficiente, ni precedentes. Los ingenieros de la época lo tildaron de insensato. Los lugareños, de temerario. “Si lo logro —dijo con ironía—, le vendo mi alma al diablo”.
Contra toda predicción, lo consiguió. Con palas, canales y una visión adelantada a su tiempo, Subercaseaux transformó el desierto en un vergel. El agua corrió, las parras florecieron y Pirque se convirtió en el corazón de una región vitivinícola que hoy es orgullo de Chile. Fue el origen de una saga familiar que uniría el esfuerzo, la fe y una dosis generosa de destino.

Las tierras de Subercaseaux se dividieron entre sus descendientes, pero el espíritu pionero se mantuvo. Décadas más tarde, sus bisnietos quisieron rendir homenaje a esa historia levantando una residencia que evocara el esplendor europeo. Lo que empezó como un gesto de amor familiar terminó convirtiéndose en un símbolo: un castillo francés de Chile.
El castillo francés de Chile
Encargaron la obra al arquitecto Alberto Cruz Montt, referente del estilo neoclásico francés en el país, quien en 1905 diseñó una construcción de tres niveles, torres simétricas, mansardas de pizarra y escalinatas de roble. El proyecto parecía un delirio romántico importado del Valle del Loira, pero levantado con manos chilenas y piedras locales. Cada detalle, desde los vitrales hasta los herrajes de bronce, hablaba de un refinamiento que no temía a la distancia ni al tiempo.
El castillo pronto se volvió escenario de recepciones diplomáticas, bailes y tertulias. Las lámparas de cristal se reflejaban en los espejos traídos de París, y los ecos del piano resonaban en la galería mientras el aire de Pirque se llenaba de perfume a gardenias. Era la Belle Époque en versión andina, un rincón de Francia bajo el cielo del Maipo.

Pero toda historia de esplendor tiene su punto de quiebre. Con los años, la propiedad cambió de manos, las fiestas cesaron y el silencio comenzó a instalarse entre los muros. Los herederos se dispersaron, y el castillo quedó como un gigante dormido, aguardando su próxima vida.
Entre rosales, espejismos y abandono
Si el edificio era majestuoso, el jardín era una obra de arte viva. Los Subercaseaux confiaron su diseño a Guillermo Renner, discípulo de Édouard André —el gran paisajista francés que inspiró a Carlos Thays en Buenos Aires—. Renner trazó un parque de más de ocho hectáreas donde la geometría europea se fundía con la naturaleza chilena: senderos sinuosos, magnolias, ceibos, palmas y rosaledas que estallaban en color cada primavera.

El jardín no sólo embellecía el entorno: era parte del alma del castillo. Allí se recibían visitas, se organizaban picnics bajo los cedros, y se paseaba a caballo al atardecer. Desde sus terrazas, la cordillera se veía tan próxima que parecía al alcance de la mano. Era un refugio y, a la vez, una escenografía pensada para enmarcar la vida de una familia acostumbrada al arte y la política.
Pero el esplendor no duró para siempre. En la segunda mitad del siglo XX, la propiedad fue vendida a otras familias que, sin el mismo apego histórico, fueron dejando que la vegetación avanzara sin control. Las lluvias y los temblores comenzaron a hacer su trabajo silencioso: grietas, desprendimientos, techos vencidos. El terremoto de 1985 lo hirió gravemente, y el de 2010 terminó por ponerlo al borde del colapso.

Las leyendas comenzaron a multiplicarse. Algunos vecinos aseguraban ver luces encendidas en la torre principal, otros hablaban de un piano que sonaba por las noches. Nadie sabía si era el eco de las fiestas pasadas o la deuda pendiente de aquel pacto con el diablo. El castillo, cubierto de hiedra, parecía debatirse entre el mito y el olvido.
Hacia los años noventa, los herederos, incapaces de sostener su mantenimiento, lo abandonaron. El jardín se convirtió en una selva romántica, los vitrales se fracturaron, y los pisos de madera crujían bajo el paso del tiempo. Aun así, algo en su estructura se resistía a desaparecer. Pese a las grietas y los derrumbes, las fachadas se mantenían en pie, como si la piedra hubiera asumido la obstinación de su fundador.

El castillo de Pirque, ya sin dueños, comenzó a despertar la curiosidad de arquitectos, historiadores y viajeros que lo descubrían casi por accidente. Su aura melancólica, envuelta en la bruma de los viñedos, lo convertía en un escenario perfecto para imaginar otras épocas. Aunque nadie lo sabía entonces, esa belleza en ruinas sería el punto de partida para su renacimiento.
Una estructura noble
A comienzos del siglo XXI, el empresario argentino Wenceslao Casares, fascinado por la historia del lugar y por la posibilidad de salvarlo del derrumbe definitivo, decidió comprar el predio junto a un socio chileno, Pablo Bosch. Lo que hallaron fue un desafío monumental: muros fracturados, techos caídos, pisos podridos y una vegetación que había devorado el parque. Sin embargo, bajo ese manto de abandono aún latía una estructura noble, digna de ser rescatada.
Encargaron la restauración al estudio Teodoro Fernández, cuyos trabajos previos en patrimonio les valieron prestigio internacional. El proceso fue tan complejo como minucioso: se consolidaron cimientos, se reconstruyeron techumbres, y se emplearon técnicas antisísmicas que permitieron preservar la autenticidad sin renunciar a la seguridad. Cada pieza recuperada —desde los vitrales hasta los balaustres de hierro forjado— se restauró con la misma devoción con la que un restaurador limpia un lienzo centenario.

El jardín también revivió. Se replantaron especies originales siguiendo los planos de Renner, se rescataron estanques, fuentes y senderos. El parque volvió a respirar con su equilibrio de orden y naturaleza. Hoy, caminar por él es como recorrer una pintura impresionista: el rumor del agua, el perfume de los rosales, la sombra de los álamos moviéndose al compás del viento.
El castillo, inmerso ahora en el predio del Hotel Las Majadas, se ha transformado en un espacio abierto a quienes buscan conocer su historia. Pero su esencia no está en el turismo ni en la comodidad, sino en la persistencia de la belleza. Es una obra que desafió terremotos, olvidos y épocas.
Cada visitante que cruza su portón siente que entra en un paréntesis del tiempo. Las escaleras aún conservan el brillo de la madera antigua; la torre, su aire de fortaleza romántica; el parque, su calma hipnótica. Tal vez porque en cada piedra todavía resuena aquel pacto fundador: la promesa de que, mientras exista voluntad para crear lo imposible, ninguna alma —ni siquiera la vendida al diablo— se pierde del todo.
