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Cuando un centímetro marca el futuro: estos son los magnicidios y atentados a presidentes que marcaron la historia

Publicado: febrero 15, 2025, 5:57 am


ITER CRIMINIS por Carmen Corazzini

Tal día como hoy en 1933 la historia estuvo a punto de cambiar. Aunque a lo largo de este texto veremos múltiples ejemplos de cómo un centímetro o un segundo pueden marcar el futuro. Y lo irónico es resultado. Sus verdugos quieren arrebatarles el poder, pero en muchos casos, con sus actos, terminan obteniendo lo contrario. Les quitan la vida, pero acaban glorificándolos.

Aquel 15 de febrero de 1933 Franklin D. Roosvelt se encontraba en Miami, sentado en su descapotable, repasando el guion entre discurso y discurso. El pequeño Giuseppe Zangara, un inmigrante italiano resentido con el mundo, aguardaba sobre una silla plegable con su calibre 32. Es relevante subrayar su tamaño, porque quizá a ese metro y medio se le deba el presunto fallo.

El tipo no veía bien entre las cabezas de los asistentes. Disparó, pero no le dio a Roosvelt, sino al alcalde de Chicago, Anton Cermak, que murió semanas después. Zangara antes de morir en la silla eléctrica dijo ser asesino de reyes, presidentes y capitalistas y gritó “¡Aprieta el botón!, ¡aprieta el botón!” antes de la ejecución. El escritor Philip K. Dick se imaginó el mundo si Zangara no hubiese fallado, y su novela El hombre en el castillo comienza, precisamente, imaginando el asesinato de Roosvelt como antesala de una serie de catastróficas desdichas.

El otro Roosvelt, Theodor, el republicano de primeros del siglo XX, también escampó la muerte, y lo hizo siendo candidato tras el asesinato de su antecesor, William McKinley, muerto a tiros por un anarquista en septiembre de 1901. Theodor se disponía a dar un discurso ante las masas de Milwaukee en 1912 cuando una bala lo atravesó. “Se necesita mucho más para matar a un alce macho”, dijo, bala en pecho, amortiguada por su estuche de gafas y un guion de 50 páginas perforado. Ni en los mejores guiones norteamericanos.

Intentos de magnicidio ha habido muchos, la historia estadounidense cuenta decenas de intentos y cuatro aciertos: el de Lincoln, Garfield, McKinley y Kennedy. Y este mes también suma otro magnicidio, el del sueco Olof Palme, muerto a tiros el 28 de febrero de 1986 a la salida de un cine de Estocolmo. La investigación se dilató hasta que el principal sospechoso murió en 2020. Nadie fue encarcelado.

Héroe para muchos, villano para otros, Abraham Lincoln tenía el desafío de marcar el fin de la Guerra Civil, pero su objetivo fue truncado por un grupo de extremistas confederados. El 14 de abril de 1865, durante la representación de la obra Our American Cousin en el Teatro Ford de Washington DC, el actor John Wilker Booth entró en el palco presidencial y le disparó en la cabeza. Huyó gritando sic semper tyrannis (así siempre a los tiranos). El asesino fue abatido días después y sus cómplices, arrestados y ejecutados. Lincoln se convirtió así en mártir nacional. El presidente que murió por la patria, salvó la Unión y abolió la esclavitud.

Charles J. Guiteau no mató al presidente ames A. Garfield por resentimiento u oposición política, sino por delirios de grandeza. Abogado y escritor frustrado, estaba convencido de merecer un puesto en el gobierno. Tras varios rechazos, decidió acabar con la vida de James A. Garfield a tiros por la espalda, en la estación de tren de Baltimore y Potomac, en Washington DC. Ocurrió el 2 de julio de 1881, pero Garfield murió meses después, por una presunta mala atención médica. Su muerte impulsó la reforma del sistema de contratación gubernamental para evitar el clientelismo a través de la Ley de Reforma del Servicio Civil Pendleton. No fueran a intentar meterse en el gobierno amiguitos o más trastornados.

Pero el magnicidio más controvertido de la historia de EEUU fue el de Kennedy. Indeleble ya la imagen de su esposa Jackie sobre la parte trasera del automóvil descapotable. Lee Harvey Oswald, un exmarine simpatizante de la URSS, fue arrestado una hora más tarde, pero murió a tiros y en directo, disparado por Jack Ruby, un empresario con vínculos mafiosos, mientras las cámaras mostraban su traslado a la cárcel.

Las teorías de la conspiración siguen alimentando recelos. Desde el segundo tirador, la complicidad de la CIA, la mafia, la conspiración de su sucesor Johnson o, como no, los rusos. En EEUU murieron cuatro presidentes. En España, cinco. Y aquí tampoco vamos escasos de brutalidad o teorías alternativas.

El 27 de diciembre de 1870, mientras se dirigía al Palacio de Buenavista, el carruaje de Juan Prim sufrió una emboscada. Le dispararon, pero no murió en el acto. Falleció días después y los culpables nunca fueron encarcelados. Su asesinato dejó a España en un vacío de poder que aceleró la crisis de la monarquía e impulsó la llegada de la Primera República. Pero la causa de la muerte sigue generando recelos. Algunos historiadores sostuvieron que no murió por los disparos. Habría sido asfixiado en la cama. En 2012 su cadáver fue exhumado. Tenía signos de estrangulamiento.

El 8 de agosto de 1897, Cánovas del Castillo descansaba en el balneario de Santa Águeda, en Guipúzcoa. Estaba leyendo el periódico cuando fue asesinado por el anarquista italiano Michele Angiolillo, que sería ejecutado por garrote vil pocos días después al grito de “¡Germinal!”, en alusión a la novela de Zola sobre la lucha de los trabajadores. El anarquista y simpatizante cubano justificó su crimen como venganza por las torturas a los sospechosos del atentado de la procesión del Corpus de Barcelona en Montjuic.

Canalejas también fue abatido por un anarquista mientras leía. O, al menos, mientras ojeaba libros. Ocurrió el 12 de noviembre de 1912. Miraba tranquilamente el escaparate de la librería San Martín en la Puerta del Sol de Madrid cuando Manuel Pardiñas se acercó y le disparó en la cabeza a quemarropa. Después, se suicidó. Y de anarquistas sigue el reguero de sangre, porque tres fueron los que mataron a Eduardo Dato. Más de 20 disparos en pocos segundos. El 8 de marzo de 1921 volvía a su casa en coche oficial por la madrileña Puerta de Alcalá. Los atacantes le dispararon desde una moto. Murió en el acto, ellos huyeron a Francia, pero terminarían siendo capturados.

Y en España también hubo un magnicidio que marcaría profundamente la historia. El de Carrero Blanco en 1973. Su coche salió volando hasta caer en el patio de un convento cercano. ETA llevaba meses planificando el atentado, por el que usaron 100 kilos de explosivos. Una muerte que aceleraría la transición democrática tras la muerte de Franco en 1975.

Algunos por pocos centímetros, otros cuidadosamente planificados. La ironía reside en la principal motivación de estos asesinatos. Muchos matan para derrocar el poder, pero a veces ocurre lo contario. Basta recordar a Donald Trump el pasado julio en Pensilvania. La imagen de su oreja sangrando se convirtió en emblema de fuerza. A raíz del atentado, su figura cobró un halo mesiánico. Como si el mismísimo Dios lo hubiese salvado. ¿Qué futuro nos hubiese deparado si estos criminales hubiesen o no acertado? Como hizo Philip K. Dick, solo la ciencia ficción puede imaginarlo.

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