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Ancestras: descubrir nuestro poder reconociendo su fuerza

Publicado: octubre 20, 2024, 8:13 am

“No venimos de mujeres que sólo estaban rotas y llenas de miedo. Venimos de mujeres valientes. Nuestras ancestras son nuestra fuente de poder, no solamente un recordatorio de las heridas”, afirma Vanesa Elías en “Ancestras”, el libro que acaba de publicar.

“¿De dónde vienen mi fortaleza, mi valor, mi capacidad de sostener las situaciones más extremas sin olvidar cómo reír, disfrutar y conectar con lo vital? ¿Cómo me permito llorar, gritar y sentir lo que me está atravesando al mismo tiempo?”, se pregunta.

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Vanesa Elías es psicóloga especializada en género. Ha acompañado a gran cantidad de personas a reparar heridas, a repensarse, a salir de los lugares más oscuros y a resignificar sus historias. Hoy, a través de su libro, de seguro lo hará con muchas más.

De dónde viene nuestra fuerza

“Quizás sea tiempo de animarnos a hacernos esta pregunta y a mirar la historia de quienes nos precedieron de una manera más justa. De seguro seamos muchas quienes estemos oyendo el llamado para enraizar en este presente y a tomar conciencia que hoy somos también esas ancestras, con sus miedos, con sus ganas de desplegar la vida, con la aceptación de lo posible y con la rebeldía necesaria para cuestionar si podemos ser y hacer algo más. Enraizando en este presente, podemos reconocernos ahora como un punto de enlace entre ellas y las que vendrán. Como puentes y protagonistas, estamos resignificando el legado, transmitiendo y creando el propio, nuestro aporte único al clan”.

Escribí estos párrafos en el prólogo Ancestras mientras vivía mi propia historia de resignificación y honra. Las sincronías se siguen manifestando y en este día tan especial me toca compartir mi experiencia, para que otras quizás, también puedan reconocerse en ella, al igual que sucede con las historias que nos llegan a través de Vanesa.

El paso de una es el paso de todas

“El paso de una es el paso de todas. Muchas de nosotras lo sabemos. Mientras Vanesa escribía este libro, a mí me ingresaban al sanatorio de urgencia. Tenía una infección grave en el ovario izquierdo que silenciosamente se había empezado a expandir por el resto del cuerpo. A pesar del dolor imposible, no había perdido la conciencia. Veía cómo los hechos se sucedían con obviedad para que no tuviese ni una duda. Cada detalle me refería a lo mismo. Llegué al sanatorio con el abrigo de mi abuela que pocas semanas atrás me había atrevido a modificar para que se entallara a mi cuerpo. Era el que estaba a mano, en la urgencia de correr a la guardia. Mi hija se había llevado el que solía usar. Protegida por su ropa, sabía que algo de todo esto tenía otro sentido. No me descompuse cualquier día. La mañana del sábado que ya no pude ponerme en pie a causa del dolor, era 4 de noviembre, el día de su cumpleaños. Durante la internación se sucedieron una y mil veces pequeños mensajes que me forzaban a aceptar que algo de lo que estaba pasando también era entre mi abuela y yo.

Necesitamos reconectar con nuestras ancestras y ellas necesitan reconectar con nosotras.  (Foto: Adobe Stock)
Necesitamos reconectar con nuestras ancestras y ellas necesitan reconectar con nosotras. (Foto: Adobe Stock)

Uno de esos días, mientras seguía internada esperando que la infección terminara de desaparecer me puse a hacer unos rezos. Nadie entró a la habitación en toda esa mañana, ni las enfermeras, ni mis visitas habituales. En un estado muy profundo de meditación, empecé a llorar desconsoladamente. Estaba en posición fetal, sin poder detener las lágrimas pesadas que caían sin parar y entonces escuché su voz. Sentí la presencia de mi abuela acercarse a mi cuerpo y su mano tocar mi ovario izquierdo. “¿Viste cuánto nos dolió? Algunos dirán que estaba muy medicada, otros que había entrado en un estado de conciencia alterada y quizás todo sea parte de la verdad. La convergencia de situaciones hizo que escuchara esa pregunta, inesperada, imposible de haber sido creada por mi mente. Me quedé dormida y cuando desperté empecé a sanar mucho más rápidamente. Al día siguiente, me dieron el alta. Cuando llegué a mi casa, mi pareja me abrazó muy fuerte y de la nada empezó a tararear en mi oído la canción de cuna de Brahms. Sostenida en él, las lágrimas empezaron a brotar nuevamente, como cuando el cuerpo nos llora solo. Lo que él cantaba como arrullo era la canción de cuna con la que mi abuela me había hecho dormir durante toda mi infancia. Lo sabía. Algo se había sanado y ella estaba agradecida.

El día en que el dolor se había hecho imposible de sostener, estaba con mi hija, ella y otra de las mujeres cuidadoras de mi familia me acompañaron en la urgencia. Después del sanatorio, la médica me citó al primer control ¿Qué día fue? El día del cumpleaños de mi hija. El día que me empecé a convertir en madre.. La historia siguió. Al cabo de unas semanas, mi mamá me dijo que necesitaba decirme algo importante. Mii abuela, en realidad, había fallecido de una infección que nunca supieron detectar, pero sus síntomas habían sido iguales a los míos. Doy fe que así podría haber sido. Si no hubiese llegado a la guardia a tiempo, quizás hubiese tenido también yo ese final”.

El paso de una es el paso de todas. Mientras Vanesa escribía su libro, yo me disponía a vivir esa experiencia física de dolor para ayudar a sanar al clan. Si pudiese ver en paralelo las vidas de todas nosotras, seguramente en ese momento estaríamos siendo muchas las que de alguna forma mas o menos consciente, hacíamos un movimiento de reconocimiento y sanación.

¿Quién cuida a las que cuidan?

Los meses pasaron. Abrí el manuscrito de “Ancestras” una noche cálida de febrero en un sillón que transformé en cama para quedarme a cuidar a mi otra abuela en el sanatorio. Las sincronías se siguieron manifestando. Estaba leyendo la historia de Vanesa, mientras vivía la propia. Esa tarde mi tía, su hija, había soportado con hidalguía y amorosidad una descompensación de su madre, mi abuela. Otra de las mujeres de la familia, a la que ella había cuidado como hija, me llamó para contarme lo que sucedía. Habían pasado una escena difícil de procesar, otra infección silenciosa le había provocado un brote.

Yo estaba lejos. Armé un bolso y sin pensarlo dos veces llegué al lugar en el momento en que se subían a la ambulancia. No fui solo por mi abuela. Había ido a acompañar a su hija, a mi tía, la que también había estado en mi internación, Fui a sostenerla, a ayudarla a descansar. Esa noche, yo me quedé a cuidarla y en un sólo movimiento nos sanamos las tres generaciones. Mi abuela estaba siendo cuidada por su nieta a quien ella había maternado en una etapa fundamental de su vida. Mi tía se había permitido soltar la exigencia que le imponía su rol, y los mandatos de todas las que la precedieron: “mujeres cuidadoras que se descuidan a sí mismas”. Yo ahí, ya adulta, devolviéndole a mi abuela algo de lo que me dio con su sola presencia, con mi sola presencia. Yo también, sintiéndome aliviada porque la otra mujer que ahora tenía la potestad del cuidado absoluto, me la había cedido en una confianza ciega. Nos sanamos entre todas.

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Termino de escribir este prólogo el día que mi abuela cumple 94 años. Es la única sobreviviente de su generación y de una enorme familia que nos dio amparo y nos permitió vivir experiencias inolvidables, infancias relativamente felices en medio de tragedias inimaginadas.

“No venimos de mujeres que sólo estaban rotas y llenas de miedo. Venimos de mujeres valientes. Nuestras ancestras son nuestra fuente de poder, no sólo de nuestra herida”, repite Vanesa. Yo me sumo a su amorosa y contundente afirmación y espero que seamos más quienes logremos darles un nuevo significado a las historias contadas y las no dichas.

Somos muchas quienes necesitamos reconectar con nuestras ancestras y ellas también necesitan de nosotras. Es momento de honrarlas y honrarnos en ellas.

Que así sea.

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