25 años de la muerte de Miguel Gil en una emboscada en Sierra Leona - Argentina
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25 años de la muerte de Miguel Gil en una emboscada en Sierra Leona

Publicado: mayo 24, 2025, 6:01 am

«El cuerpo de Miguel Gil duerme para siempre en una fría losa de mármol en el depósito de cadáveres de Freetown (Sierra Leona). Durante unos minutos siento un nudo en la garganta y un escalofrío se apodera de mí». Así empecé mi crónica tras identificar el cadáver de un compañero con el que me hubiera ido al fin del mundo a trabajar. La crónica del peor momento de mi vida profesional, hace justo 25 años.

Sentí ganas de llorar, gritar, de irme, pero estaba obligado a memorizarlo todo como si fuera el familiar más cercano ya que sabía que tendría que contestar a muchas preguntas cuando me encontrase con su madre Pato, sus dos hermanas Yuyi y Amelia y su hermano Pisko. Les habían convencido de la inutilidad de abrir su ataúd antes de enterrarlo en Vimbodí (Tarragona), donde descansa eternamente en una bonita tumba.

«Esa carretera a Masiaka es una locura. Habrá una desgracia», me dijo Miguel unos días antes cuando le expliqué que habíamos intentado avanzar por ella para conocer el paradero exacto de la guerrilla.

Dos días antes de su muerte le convencí de que se viniese a cenar junto a Ramón Lobo y Javier Espinosa. Su obsesión por el trabajo y su búsqueda de la perfección periodística imposibilitaba que se tomase un pequeño descanso. Pero aquella noche hizo una excepción y posiblemente haya sido una de las cenas más divertidas y relajantes que recuerdo.

La última vez que lo vi vivo fue la misma mañana de la emboscada. Quería saber qué había pasado con unos cascos azules guineanos desaparecidos en tierra de nadie. Recuerdo que estaba un poco malhumorado porque se le habían pegado las sábanas. Me invitó a acompañarle, pero yo tenía otros planes.

Miguel medía cada paso que daba, conocía los riesgos de un trabajo muy especializado en el que sobra vanidad y falta pasión y jamás hacía locuras. Porque siempre elegía la ruta más segura para llegar a un lugar aunque fuese la más larga. Porque llegaba el primero a un lugar conflictivo y se quedaba hasta que ya nadie le prestaba atención. Porque podía trabajar semanas y meses seguidos sin descansar un solo día.

Miguel llegó a Mostar (Bosnia-Herzegovina) en 1993 después de dejar su trabajo como abogado en Barcelona. En pocos meses aprendió a escribir y se peleó con los medios de comunicación españoles que siempre han tratado muy mal a los colaboradores, en aquellos tiempos boyantes cuando ganaban millones de euros y ahora en plena crisis. Se convirtió en el mejor productor de televisión y empezó a manejar una cámara en sus tiempos libres. En apenas siete años se convirtió en un mito del periodismo con coberturas impresionantes en Balcanes, el Cáucaso o África.

¿Quién no recuerda aquellos trenes repletos de albanokosovares listos para ser deportados en la estación de Pristina cuyo impacto provocó el declive del criminal de guerra Slobodan Milosevic? ¿Quién no recuerda sus exclusivas imágenes de Chechenia que hizo rompiendo el bloqueo ejercido por el criminal de guerra Vladimir Putin? ¿Quién no lo recuerda abrazando los cuerpos de niños al borde de la muerte por una gran hambruna en Sudán?

Seguro que hoy hubiera sido el primero en romper el bloqueo ejercido en Gaza por el criminal de guerra y pronto genocida Benjamín Netanyahu.

Miguel metía las piernas en el barro de la noticia, buscaba las historias debajo de las piedras, narraba los acontecimientos desde diferentes ángulos. Siempre era partidario de salir muy temprano, antes de que los soldados y policías se despejasen de sus borracheras nocturnas, para engañarlos y colarse en las zonas más peligrosas de los desastres bélicos.

Sabía que el periodismo no es una voz radiofónica dinámica, un rostro televisivo retractilado por la guillotina de la cirugía estética que impide ver las verdaderas marcas de la vida, no es una metáfora brillante que el autor busca durante horas y escribe en su crónica celestial para que los amantes del periodismo casero y sus amiguetes hablen al día siguiente de lo imaginativo que es.

El periodismo es todo aquello que te salpica y retuerce por dentro, que se agarra a los entresijos de tu conciencia sin dejarte respirar, que se fosiliza a tu cuerpo como una mochila invisible de dolor que nadie ve, pero cuyo peso solo conoce quien la soporta.

Como si se pudiera cubrir una guerra o una catástrofe desde centenares de kilómetros o diciendo que estás en una ciudad castigada por las bombas cuando, en realidad, estás muy lejos de la línea de frente. Todavía lo recuerdo muy enfadado cuando muchos periodistas cubrían la guerra de Kosovo de 1998 desde las terrazas de los hoteles.

Él, que tuvo que luchar por dignificar a las víctimas de tantas guerras atroces, que gritaba para conseguir que los protagonistas de sus reportajes, casi siempre personas varadas en las esquinas olvidadas de la Historia, aparecieran en los medios de comunicación en tiempos de seudo-debates protagonizados por supuestos analistas, tertulianos, columnistas o todólogos, esa verdadera plaga, que jamás han visto con sus ojos lo que ocurre en el mundo.

Miguel Gil, de cuya muerte se cumple 25 años este sábado, hubiera ganado el Premio Cirilo Rodríguez con total seguridad. Igual que Juantxu Rodríguez, asesinado por balas estadounidenses en Panamá en diciembre de 1989, Jordi Pujol (no me refiero al gran corrupto catalán, claro), muerto en mayo de 1992 en Sarajevo, Luis Valtueña, asesinado en enero de 1997 en la República Democrática del Congo.

Igual que Julio Fuentes, asesinado en noviembre de 2001 en Afganistán, Julio Anguita Parrado o José Couso, muertos en abril de 2003 en Irak. Igual que Ricardo Ortega, muerto en marzo de 2002 en Haití, David Beriain y Roberto Fraile, asesinados en abril de 2021 en Burkina Faso.

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