Publicado: octubre 22, 2025, 6:00 am
En su rincón de Nueva Zelanda, Juan Carlos, un argentino de 85 años que jamás imaginó vivir el último tramo de su vida tan lejos de su tierra, suele escuchar la radio. En algunas ocasiones sintoniza diales que transmiten melodías propias del país del Pacífico, disfruta de aquellos compositores e intérpretes, y no deja de sorprenderse por lo diferente que suenan respecto a lo que solía escuchar en Argentina.
Los sonidos de la radio quiebran lo que si no es un silencio casi impoluto en un barrio donde no se escuchan motores rugientes, voces estridentes ni bocinas. A veces se pregunta si un cordobés o rosarino (personas que tan bien conoce) soportaría tanto silencio, un silencio que él supo apreciar desde el comienzo y al que no le costó acostumbrarse, a diferencia de las reglas del tránsito y las formas de conducción.
“Acá el piloto se sienta a la derecha del auto y yo, acostumbrado a conducir, en mis primeros tiempos pensaba que siempre tendríamos un accidente, pues en mi lugar no tenía el volante, ni frenos ni nada. Obviamente al principio me ponía muy nervioso”, cuenta, mientras rememora su historia.
“En una ocasión, transitando por una avenida, de pronto mi hijo disminuyó la velocidad y prácticamente se detiene. Mi sorpresa fue inmensa al ver que solo se trataba de unos patos que estaban cruzando la calle y eran ellos quienes tenían prioridad”, continúa con una sonrisa.
“En mi primer domingo en Auckland, sin conocer casi nada, decidí caminar dos kilómetros hasta la iglesia más próxima para asistir a misa. En un cruce de avenidas, con semáforo, no entendía bien cómo funcionaba todo y en un momento en que no venía ningún vehículo, comencé a cruzar sin reparar que lo estaba haciendo sin la habilitación para peatones; no había alcanzado la mitad del recorrido que aparecieron automóviles por distintos lados y todos ellos debieron frenar para permitirme cruzar sin problema. En ese momento pensé que si estaba en Argentina lo más probable es que me hubieran pasado por encima por ser tan inconsciente”.
Una vida entre Jujuy, Córdoba y Mendoza y la partida de los hijos: “No fue nada agradable ver que cada uno de ellos tomaban rumbos diferentes”
“Tengo más de ocho décadas de vida y en este caminar, dentro de Argentina había cambiado varias veces de residencia. No es que lo haya planeado, sino que la vida misma me fue llevando”, dice Juan Carlos, un nieto de un inmigrante sirio. Su padre, José, nació en San Pedro de Jujuy y su madre, Zulema, nació en San Miguel de Tucumán. Ellos se conocieron en Yuto, un pueblo del ramal jujeño, se casaron en Tucumán e iniciaron una familia que Juan Carlos rememora hermosa, junto a sus padres, dos hermanos varones y dos mujeres: “Y una gran familia extendida entre tíos, primos, nietos, sobrinos y sobrinos nietos, etc. etc. Aún vive una tía en Salta con 102 años de edad”.
Cuando apenas tenía once, ocurrió el primer traslado a San Salvador de Jujuy, donde Juan Carlos cursó sus estudios primarios y secundarios hasta 1958. Para cursar sus estudios universitarios se mudó a Córdoba, donde atravesó una interrupción al cumplir con el servicio militar y varias dificultades asociadas a los movimientos políticos, que implicaba que haya días y hasta semanas sin poder asistir a clases. Las trabas lo llevaron a mudarse a Mendoza para volver a empezar en una universidad privada con buen nivel de enseñanza, donde culminó sus estudios con la más alta calificación en la tesis final.
En Mendoza trabajó los siguientes años, hasta que en 1959 regresó a San Salvador de Jujuy. Allí permaneció por diez años más, luego se trasladó a Libertador, Jujuy, donde vivió hasta 1995 y más tarde regresó a Córdoba, su último lugar de residencia dentro de la Argentina. En 2010, un año antes de que su vida diera un giro drástico, murieron sus padres, ambos a los 95 años: “He tenido la gran bendición de Dios de compartir 70 años de mi vida con ellos”.
Pero a pesar del movimiento constante al que Juan Carlos y su familia estaban acostumbrados, él no estaba preparado para las alas que sus tres hijos desplegarían. Uno de ellos partió a España, y de los dos que quedaban, otro optó por un destino demasiado remoto: Nueva Zelanda.
“No fue nada agradable ver que cada uno de ellos tomaban rumbos diferentes alejándose de la casa paterna”, confiesa. “Cuando mi hijo mayor, Juan Pablo, trabajaba en Buenos Aires, cambió de rumbo y emigró a Australia. A poco de llegar decidió continuar hacia Nueva Zelanda, donde finalmente consiguió un trabajo acorde a su profesión. No fueron tiempos fáciles pero finalmente pudo tener un trabajo estable. Tiempo después se vinculó con empresas de automatización de puertas y portones que le permitió tener mayores ingresos hasta lograr comprar su vivienda con crédito hipotecario. A partir de allí se independizó y formó su propia empresa que comenzó a prosperar de tal modo que invitó a mi segundo hijo a emigrar a Nueva Zelanda para unirse a su proyecto”.
Reunir a la familia en un destino impensado y en una etapa inesperada de la vida: Nueva Zelanda
Con los tres hijos lejos y dos de ellos en Nueva Zelanda, ¿para qué permanecer en Argentina? Luego llegaron los casamientos y los nietos, y la idea de dejar las raíces atrás para reunir a la mayor parte de la familia nuclear cobró más fuerza. Juan Carlos, por otro lado, sabía qué es lo que aguardaba del otro lado de los océanos. Jamás olvidará cuando Betty, su mujer, llegó de su primer viaje a Auckland, tras visitar a su hijo Juan Pablo, en tiempos donde era el único en suelo kiwi. Durante los siguientes días se dedicó a contar maravillas de Nueva Zelanda y Juan Carlos pensó que se trataba de puras exageraciones.
Pero entonces, cuando su hijo les anunció que se casaba, le tocó también a él viajar por primera vez y mirar con sus propios ojos un mundo nuevo: “Lo primero que me llamó la atención, entre tantas impresiones, fue que en el barrio donde vivía nuestro hijo se veía muy poca gente en la calle, era todo demasiado tranquilo. Al poco andar me di cuenta de que eso era normal prácticamente en toda la ciudad”, cuenta.
Finalmente, con ambos hijos casados en el mismo punto lejano del mundo y con nietos, Juan Carlos y Betty decidieron acceder al plan de reunificación familiar que auspicia el gobierno neozelandés, dejar su país atrás y emigrar a una tierra a la que nunca imaginaron que podían siquiera viajar.
Sorpresas constantes y el primer deseo de que lleguen más argentinos: “No, es mejor que no vengan pues a lo mejor lo embarramos todo”
Aventurarse en el 2011 a tierras extrañas y con 71 años, definitivamente les brindó innumerables sorpresas. Junto a su mujer, Juan Carlos arribó a Auckland inmerso en una mezcla de emociones y pensamientos, sin saber lo que el futuro les tenía preparado.
Durante los primeros tiempos los días eran siempre intensos, cargados de novedades, situaciones increíbles: “Cada día una sorpresa. En fin, creo que lo que pasaba en nuestra alma, en nuestros corazones, fue más importante que un simple relato cronológico”, observa Juan Carlos.
En un comienzo, aparte de la forma de conducir y el silencio, al argentino le asombraba ver las casas con sus puertas abiertas. Su hijo, por ejemplo, tenía siempre su garaje abierto, con los artefactos y muebles al alcance de cualquiera. Juan Carlos comprendía que no había robos, pero ver el comportamiento en torno a ese hecho, le resultaba sorprendente.
Y cuando dejaron la casa de uno de sus hijos para alquilar la propia, la amueblaron con lo que recolectaron de las calles: camas, roperos, cajoneras, sillones, escritorios, todo ello en buen estado.
“Cuando las personas o familias cambian sus muebles dejan los viejos en las calles para que sean recogidos por quienes lo puedan necesitar. Prácticamente amoblamos nuestra primera casa alquilada y la siguiente sin comprar nada, todo nos venía gratis”, asegura.
“Hubo mucho que asimilar, en el supermercado, en la calle, en la dinámica social, los paisajes”, continúa Juan Carlos. “Hay cráteres de volcanes apagados o dormidos, algunos parques y en todos ellos habían lugares sanitarios (baños públicos) con expendedores de jabón, papel higiénico, secadores automáticos, y lo extraordinario: todo limpio y sin ninguna leyenda escrita por ningún lado. Cuando pensaba que ya no habría más sorpresas, llegamos a un lugar de asadores. Algunos eran eléctricos y otros a leña o carbón pero con la provisión gratuita de los mismos en el lugar. Cada semana siempre encontraba algo nuevo, y aún hoy, después de catorce años viviendo en estas tierras seguimos sorprendiéndonos”.
“Debo mencionar al `Señor del Bosque´: se trata del árbol más antiguo que podemos ver y disfrutar. Tiene un diámetro aproximado de ocho metros y una altura de 40 metros. Se trata del Kauri, una madera excepcional para muebles, que en muchos casos son tallados en una sola pieza”, continúa. “Tal vez lo más sorprendente es que no existen las víboras o serpientes”.
“Hubo un instante en que me hice la siguiente pregunta: `¿Cómo es que los argentinos no conocíamos nada de Nueva Zelanda?´. Luego me imaginaba a un porteño, a un rosarino o a un cordobés, que se moriría de angustia ante tanta tranquilidad… `Qué bueno sería que vinieran más argentinos a conocer estas islas…´. seguían mis pensamientos, pero luego pensaba: no, es mejor que no vengan pues a lo mejor lo embarramos todo”.
Los claroscuros de Nueva Zelanda, un leve deterioro y reconciliarse con el inglés: “Yo no quería saber nada con los ingleses”
Con el paso del tiempo, Juan Carlos comenzó a distinguir los claroscuros. A pesar del silencio, la cantidad de vehículos por familia quedaba plasmada en las autopistas, muchas veces colapsadas y con demoras.
La inflación inexistente había sido una gran sorpresa y significó un cambio de mentalidad, ni una cifra se modificó desde el 2011 hasta el 2020, hasta que la pandemia lo cambió todo y los valores se llegaron casi a duplicar.
La ausencia de corrupción, tal como Juan Carlos la conocía, significó otro gran impacto en la calidad de vida, y la asistencia a los más vulnerables por parte del gobierno le resultó llamativa, pero algo comenzó a cambiar en los últimos tiempos: “Es extraño ver mendigos en las calles, aunque hoy no me explico bien qué pasa cuando veo mendicidad o a jóvenes limpiando los parabrisas de los autos, estas cosas no se veían antes. Existen tantas instituciones, como iglesias, que cubren estas falencias, por lo que es muy raro ver personas en situación de calle, es anormal”.
“Hay, sin dudas, gran calidad de vida aunque parece que la misma se va deteriorando. Cada tanto leo en el diario algún intento de robo o de maltrato, pero no es habitual”, afirma Juan Carlos. “La calidad humana existe, como creo que existe en cualquier país, incluso obviamente en Argentina. Quizás en Nueva Zelanda sea más visible porque la gente no está angustiada por problemas que deban resolver. Normalmente el salario de cualquier trabajador es suficiente para cubrir todas las necesidades básicas personales y/o familiares, incluso el estudio de los hijos y las vacaciones familiares. Lo único preocupante es, desde mi punto de vista, la inmigración china, ya que normalmente (aunque son buenas personas) vienen con recursos que terminan distorsionando los precios particularmente en el valor de los alquileres y sobre todo en la especulación inmobiliaria”.
“Como buen argentino, yo no quería saber nada con los ingleses. Tanto en el colegio secundario como en la universidad debíamos elegir otro idioma para aprender; yo siempre elegía el francés, nunca el inglés. De alguna manera creo que Dios me trajo a estas tierras para reconciliarme con los ingleses que colonizaron estas islas, aprecio su reconocimiento a la población propia de estas islas (los maoríes), sus costumbres, sus tradiciones, sus creencias, incluso su lengua que es también oficial en Nueva Zelanda junto con el idioma inglés”.
“Conclusión, tenía que tratar de aprender inglés. Estuve yendo a clases gratuitas de inglés para inmigrantes durante un par de meses. Algo aprendí, no mucho, pero al menos lo mínimo para intentar dialogar con las personas que iba conociendo. Obviamente hice amigos, especialmente en mi parroquia, muy acogido entre mis hermanos católicos que me ayudaron poco a poco a dialogar en esta lengua que yo había desechado siempre”.
La capacidad de asombro y el desarraigo que no pesa: “Es la vida que continúa su caminar”
A Juan Carlos le gusta dejarse sorprender, tal vez por ello escucha la radio kiwi y encuentra aun hoy algo nuevo que lo asombra de la tierra neozelandesa. En todos sus años de andanzas argentinas, nunca imaginó que su rumbo podría cambiar tanto y a esa altura de su vida. Sin embargo, su experiencia le ha demostrado una y otra vez que nunca es tarde para vivir primeras veces y que si uno camina con asombro, tener al país de nacimiento lejos no pesa tanto.
Y los años pasan, la familia en el país adoptivo crece y las nuevas raíces se asientan. En un principio eran seis argentinos: Betty y Juan Carlos, sus dos hijos y dos nietos; luego nació el primer nieto varón neozelandés, luego siguieron tres mujeres.
“Sin contar a nuestro tercer hijo que vive en Madrid con su esposa y dos nietas españolas. Otra historia digna de ser contada. Es la vida que continúa su caminar”, dice Juan Carlos pensativo. “Y así, el desarraigo no fue un problema… pero sí se extraña muchísimo al resto de mi familia, a esa gran familia argentina, que reside en Jujuy, Salta y Córdoba, sí, la tenemos siempre presente”.
«Nuestra experiencia en estas tierras tan lejanas a nuestra patria argentina creo que es similar a todos aquellos que alguna vez han salido de nuestro país. El conocer otros países, otras culturas, otras voces, otra música, no solo nos sorprende sino que cambia absolutamente la visión que teníamos, aun en el caso de nuestra familia argentina que fue producto también de la inmigración de nuestros abuelos de Medio Oriente y Europa”.
“Nueva Zelanda es un país de oportunidades. Y lo es especialmente para los jóvenes, y también para quienes ya desarrollaron su experiencias en sus países de origen. Obviamente los tiempos cambian y no es lo mismo en el 2025 como lo fue en el 2011. Y muy diferente a cuando vino mi hijo mayor por primera vez a comenzar esta aventura”.
“En mi caso, no son mis caminos ni mis propósitos, creo que hay una ruta trazada por Dios para nuestro peregrinar por esta vida. Demás esta decir que soy un católico que intenta hacer todo lo que sea de bendición para nuestros seres queridos, es la fe que recibí de mis generosos padres”, concluye.
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Destinos Inesperados es una sección que invita a explorar diversos rincones del planeta para ampliar nuestra mirada sobre las culturas en el mundo. Propone ahondar en los motivos, sentimientos y las emociones de aquellos que deciden elegir un nuevo camino. Si querés compartir tu experiencia viviendo en tierras lejanas podés escribir a destinos.inesperados2019@gmail.com . Este correo NO brinda información turística, laboral, ni consular; lo recibe la autora de la nota, no los protagonistas. Los testimonios narrados para esta sección son crónicas de vida que reflejan percepciones personales.