Publicado: octubre 4, 2025, 6:44 am
En cada conferencia con público adulto, en cada charla con estudiantes de la ESO, bachillerato o universidad, en cada taller con fotógrafos o periodistas profesionales suelo hacer la misma pregunta desde hace muchos años: ¿Cuántos conflictos armados activos hay en el mundo?
Nadie es capaz de responderla y muy pocos se acercan a la respuesta verdadera cuando dan un número a boleo. Rara es la vez que una persona es capaz de nombrar cinco conflictos armados. Muchos empiezan recordando Ucrania, Gaza, alguno se arriesga a nombrar a Afganistán, Siria e Irak y punto final.
¿Cómo es posible la existencia de tal nivel de horrible analfabetismo en un mundo tan interconectado y alfabetizado como el nuestro? ¿Cómo es posible que no sepamos que hay 56 guerras activas con la implicación de 92 países que afecta a más de 1.100 millones de habitantes, de los que cerca de 120 millones son refugiados o desplazados, la cifra más alta desde la Segunda Guerra Mundial?
¿Para qué sirve tener un teléfono en cada bolsillo si luego no somos capaces de contestar a preguntas cuyas respuestas aparecen a las milésimas de segundo de hacérselas a nuestros dispositivos? ¿Los teléfonos sirven para algo más que para mandar mensajes con faltas de ortografías?
A lo largo de mis más de cuarenta años de carrera profesional he tenido que lidiar con situaciones asombrosas. Me han preguntado sobre lo que pasaba en tal o cual conflicto con la idea de conseguir en un minuto la información suficiente para darse por satisfecho. Hablamos de conflictos que aparecen cada día en los medios de comunicación. Conflictos mediáticos que acababan ensombreciendo el sufrimiento de las víctimas de los olvidados.
Lo primero que he sentido es mi fracaso como periodista. Si ni quiera puedo influir en las personas que me rodean (que son las que preguntan), ¿qué hago intentándolo con personas a las que no conozco y que viven a decenas o centenares de kilómetros? ¿Vale la pena viajar a lugares inhóspitos para informar de temas que no interesan a quiénes te rodean o que solo se interesan cuando el tema se pone de moda?
En 2019 me peleé con algunos medios de comunicación para que se interesasen por lo que ocurría en Afganistán. Ya era claro que los talibanes actuaban como el poder en la sombra en muchas regiones y que se acercaba tiempos horribles. Me sentía como un mendigo del espacio literario, radiofónico y televisivo. Llegué a rogar porque era fundamental hablar del deterioro de una situación que acabó con el regreso de los talibanes al poder dos años después.
En agosto de 2021, las mismas personas que se mostraron insensibles al dolor de las víctimas, especialmente mujeres cuyos derechos han sido conculcados desde entonces, aparecieron firmando manifiestos, mostrando un gran dolor público y hablando ex cátedra con un desconocimiento asombroso sobre la tragedia afgana. Los especialistas en el país asiático aparecieron debajo de las piedras y se multiplicaron hasta que los focos se apagaron y la causa afgana regresó al ostracismo.
Tenemos que ser sinceros: en muchos casos la agenda mediática ya no es decidida por los responsables de los medios de comunicación sino por poderes ajenos a nuestro oficio y, muchas veces siento que se actúa como correas de transmisión de intereses ajenos al sagrado deber de informar.
Aquellos días de agosto de 2021 me indigné cuando escuché en palabras del presidente Pedro Sánchez un «Misión cumplida» cuando se estaba excavando una profunda tumba para la población afgana. Pero apenas hubo críticas sobre el comportamiento de las potencias mundiales, incluida España, que abandonaban a Afganistán a su suerte.
Evidentemente, los talibanes eran los principales responsables del desastre que se avecinaba, pero las potencias occidentales habían sido incapaces, en dos décadas de presencia permanente, de impedir la corrupción generalizada entre los señores de la guerra, que se habían apropiado de los puestos más suculentos de la administración afgana. Fue, sin duda, una «Misión Incumplida» y un sobresaliente en perpetuar la barbarie.
Siempre que hablo de Afganistán recuerdo qué hacía cuando los soviéticos invadieron el país en diciembre de 1979: estudiaba el segundo mes de primero de periodismo con 20 años. Afganistán sigue en guerra desde entonces y yo he podido realizar una larguísima carrera profesional. Ellos nacían, crecían, maduraban, envejecían y morían en guerra mientras yo publicaba libros y ganaba premios. Sólo los afganos que han superado los 55 o 60 años pueden entender y describir lo que significa la palabra paz.
Mi generación vivió un momento revolucionario en las transmisiones. Nunca tuve que usar el télex que agotaba la paciencia de mis compañeros más veteranos. Mis inicios coincidieron con el descubrimiento del fax. Escribías en un papel, lo introducías por una ranura en una maquina extraña, marcabas un número y veías como el engendro se iba comiendo tu escrito durante un minuto o menos. La transmisión se acababa con un Ok que garantizaba que el envío había llegado a miles de kilómetros.
En noviembre de 1984 no pude dictar una crónica a un diario provincial desde El Salvador porque la conferencia telefónica a cobro revertido valía una fortuna. Mis compañeros me encontraron llorando en una esquina y me consolaron. En las guerras balcánicas de la primera mitad de los noventa empezaron a usarse teléfonos satélites con un coste de 25 a 40 dólares el minuto. Casi siempre lo difícil no era conseguir la información si no transmitirla por los cortes de las líneas telefónicas convencionales.
En 2003, en Irak, había que comprimir las imágenes al máximo y armarte de paciencia para conseguir que llegasen a la redacción. La mejor solución era levantarte de madrugada y aprovechar el menor tráfico telefónico para enviarlas con más seguridad y rapidez.
En 2023 y 2024, en Ucrania, transmitir era sencillamente fácil en casi todo el país. En los meses de estancia que pase en ese conflicto nunca tuve un solo problema para enviar mis crónicas o fotografías de varios megas aunque la ciudad donde me encontraba estuviese sufriendo un severo bombardeo.
En marzo de 2025 conseguí enviar fotografías de centenares de megas desde Armero, el pueblo destruido por la erupción del volcán Nevado del Ruiz, o de San Pablo en el conflictivo Magdalena Medio, lugares de Colombia donde las conexiones telefónicas eran muy limitadas o inexistentes hace dos décadas.
Pero los conflictos actuales vuelven a estar envueltos por la censura y la prohibición del acceso como ha ocurrido en Gaza desde octubre de 2023. El estado de Israel ha impedido el paso a los periodistas extranjeros mientras masacraba a los palestinos y ha convertido a los periodistas locales en objetivos de sus ataques militares deliberados.
Con cobardes acusaciones de que estos periodistas gazatíes son propagandistas del grupo armado Hamás, han asesinado a dos centenares de ellos y han atacado también a sus familias. Pero les ha salido el tiro por la culata: los ganadores del Worl Press Photo, la mejor imagen de año de prensa, han sido palestinos en las dos últimas convocatorias.
El conflicto de Ucrania y Rusia es el más censurado que he cubierto en más de 40 años de experiencia. Los rusos impiden trabajar en las zonas bajo su control y los ucranianos dificultan la libertad de prensa. Sí entregan una acreditación de prensa, pero hay que pedir permisos diarios para informar desde las zonas más conflictivas y es casi imposible acceder a coberturas de primera línea de combate, algo que era sorprendentemente fácil en la guerra de Bosnia-Herzegovina, por ejemplo.
Y también hay que recordar el comportamiento de las autoridades españolas y autonómicas durante la pandemia de la Covid-19 en 2020 y la obsesión por impedir el trabajo de los periodistas para evitar que se vieran como se desmoronaba la fortaleza de un estado ante el impacto mortífero del virus. Aunque no estábamos en una guerra convencional, las cifras de víctimas superaron cualquier conflicto armado de las últimas décadas. Lo peor: nunca en mi vida he visto morir con tanta soledad por la incapacidad de nuestros gobernantes de organizar un acompañamiento de los familiares de las víctimas.
Las transmisiones han mejorado nuestras vidas como enviados especiales, pero han convencido a los contrincantes en las guerras actuales que ya no es necesario depender de los enviados especiales y sólo están interesados en los periodistas que aceptan sus relatos oficialistas o propagandistas y, evidentemente, siempre que las coberturas sean positivas. Si intentas sobrepasar las líneas establecidas y vas a determinadas zonas prohibidas o cuentas lo que no les gusta oír, te arriesgas a quedarte sin acreditación. ,
El periodismo de conflicto ha creado una aureola de heroísmo muchas veces injusta entre los que lo practican. Un periodista especializado en guerras es aquel que comienza su carrera con veinte años y la acaba con sesenta o más. Es decir, pasa una gran parte de su vida profesional en lugares donde ocurren hechos muy desagradables. Me ha sorprendido leer currículos totalmente hinchados. Algunos periodistas aseguraban que habían cubierto las guerras de los Balcanes cuando nunca habían puesto un pie en una zona conflictiva.
En 1994, el director de un medio me llamó para preguntarme por qué me era tan fácil entrar en Sarajevo bombardeado por las tropas serbias o pasearme por el centro de Bosnia donde se mataban en cada pueblo croatas y musulmanes. Su pregunta no era capciosa. «Es que mi periodista siempre me dice que es imposible llegar a esos escenarios», me dijo. Le respondí que era muy peligroso con altas posibilidades de sufrir un serio incidente mortal. Pero cuando se cubre una guerra lo lógico es estar donde las víctimas sufren, son heridas o muertas.
Su periodista, en realidad, vivía muy cómodo en Zagreb en el magnífico hotel Explanade y comía caliente todas las noches después de mandar una crónica de corta y pega a la redacción de lo que escribían periodistas que jugaban la vida para las grandes agencias internacionales. Años después me lo encontré en Kosovo despotricando sobre la enésima crisis de refugiados que tenía que cubrir. Le aconsejé que hablase con sus superiores y les pidiese que mandase un sustituto con más ganas de trabajar, algo que no le gustó.
Durante mis años universitarios leí todo lo que cayó en mis manos sobre los conflictos centroamericanos. Tenía una selección de periodistas preferidos que conocí años después cuando empecé a trabajar en esa zona del mundo en 1984. El más tramposo de aquellos periodistas tenía un sistema infalible que le dio muy buen resultado porque nunca lo castigaron.
A las 19 horas, la televisión salvadoreña daba diariamente un excelente informativo con imágenes tomadas por sus periodistas sobre los combates encarnizados que se producían en diferentes departamentos del país. Nuestro corresponsal de guerra se sentaba delante del televisor e iba trasladando lo que veía en las imágenes y la información a su cuaderno de notas que luego trufaba con buena literatura y un buen pulido profesional. Parecía que había sido testigo de todo aquello cuando, en realidad, el tiro más cercano que había escuchado en su vida había salido del monitor.
La peor experiencia en una guerra es tener que identificar a un compañero muerto. Pero lo más ingrato que te puede pasar es tener que denunciar a una persona por hacer trampas con un descaro escandaloso. Imagínense ustedes que te encuentras con los dos protagonistas infantiles de un reportaje reconvertidos en victimas de minas antipersonas cuando han sufrido sus amputaciones por problemas vasculares o por el atropello de un camión al dar marcha atrás.
Voy a un centro de amputados con la intención de hacer una historia sobre una temática y al encontrarme que no hay protagonistas, me los invento. Cuando me pillan primero lo niego, cuando se investiga se le echa la culpa a un traductor por hablar mal inglés (cuando era el mejor traductor de español que había en la ciudad) y cuando se critica su candidatura en un prestigioso premio se utiliza la excusa de los celos profesionales. Lo fácil que hubiera sido aceptar el error (de bulto) y haber pedido perdón: «No lo volveré a hacer más».
Cuando me preguntan cómo es de peligroso trabajar en zonas de conflicto tras cuatro décadas siempre digo que es más peligroso trabajar en la sección local de un periódico y te dedicas a hacer periodismo de investigación sobre lo que ocurre en tu ciudad. Nadie te va a censurar por llamar criminal a personajes infectos de la historia, pero es más complicado conseguir publicar el nombre de un poderoso empresario o banquero implicado en corrupción.
No se pueden permitir las mentiras en el periodismo principalmente porque hay compañeros que han perdido la vida ejerciendo este gran oficio en la delgada línea entre la vida y la muerte. Juantxu Rodríguez murió hace 35 años, en diciembre de 1989, alcanzado por balas de soldados estadounidenses cuando estaba haciendo la gran historia de su vida: un reportaje sobre los jesuitas tras el asesinato de varios de ellos en noviembre de 1989 en El Salvador. Jordi Pujol vivía su primera gran experiencia profesional como colaborador del diario Avui cuando fue alcanzado por una esquirla de un proyectil de un mortero en Sarajevo en mayo de 1992.
Luis Valtueña, que colaboraba con la agencia Cover, fue asesinado en enero de 1997 en Ruanda junto a dos cooperantes por paramilitares cuando trabajaba como voluntario de la ONG Médicos del Mundo. Miguel Gil Moreno, un abogado que había abandonado una buena carrera profesional para viajar a los Balcanes, murió en Sierra Leona cuando trabajaba como cámara de televisión para APTN (Associated Press Television News) alcanzado por disparos de guerrilleros en una emboscada. Julio Fuentes llevaba más de quince años trabajando en zonas de conflicto cuando el 19 de noviembre de 2001 fue asesinado junto a otros tres compañeros en la ruta entre Jalalabad y Kabul en Afganistán.
Julio Anguita Parrado murió en abril de 2003 cuando empezaba a madurar como periodista. Estaba llamado a convertirse en un gran corresponsal. Su muerte fue una gran desgracia. Ese día había tomado una decisión muy sensata: no empotrarse en una unidad de combate que se iba a enfrentar a una situación de guerra total. Los más jóvenes creen que los valientes son aquellos que se enfundan el casco y el chaleco antibalas y se van al combate. Para mí los más valientes son aquellos que meditan las decisiones y las toman en función de sus limitaciones. Lamentablemente, una decisión sensata le costó la vida.
El 8 de abril de 2003, José Couso murió como consecuencia de las gravísimas heridas recibidas por un proyectil disparado desde un carro de combate estadounidense contra el Hotel Palestine de Bagdad durante la invasión de Irak. Menos de un año después en marzo de 2004, Ricardo Ortega, que fue despedido de Antena 3 Televisión por sus crónicas críticas con Estados Unidos desde Nueva York durante la preparación de aquella invasión, murió alcanzado por dos disparos realizados por manifestantes o, quizá, por soldados estadounidenses. Y el 27 de abril de 2021 fueron asesinados David Beriain y Roberto Fraile cuando realizaba un documental sobre la caza furtiva en Burkina Faso.
El gran periodista colombiano Javier Darío Restrepo, fallecido en 2019 y que escribió treinta libros de ética periodística, decía que «el periodismo que dignifica la profesión es aquel que sirve a la parte más noble del ser humano, impulsa cambios y hace mejores a las personas» y recordaba que «la naturaleza de la ética periodística está centrada en los valores del compromiso con la verdad, la independencia y la responsabilidad social, que son los altos niveles del mejor periodismo».