Publicado: septiembre 14, 2025, 6:22 am
De todas las informaciones que nos han venido llegando estos días atrás en torno al asesinato de Charlie Kirk, hay algo que me ha sacudido fuertemente por dentro: el hecho de que haya sido el propio padre de Tyler Robinson, el joven que ha sido identificado como el responsable del crimen, el que lo ha entregado a la Justicia al reconocerlo en las imágenes que reveló el FBI.
Uno no quiere ni pensar en la terrible lucha que habrá mantenido ese hombre consigo mismo hasta llegar a esa durísima decisión de delatar a su propio hijo. Uno lo piensa y se imagina que la primera reacción, el impulso espontáneo sería el de proteger a ese chico que es sangre de su sangre. Pero, en la balanza ética que se debió de dibujar en su conciencia, esa circunstancia incontrovertible y dramática de la paternidad, con todo lo que conlleva (haberle visto nacer, jugar de niño, crecer, desviarse en el fanatismo…) constituía un peso que se enfrentaba a otro: el del hombre al que había matado.
Matar a sangre fría a una persona no es cualquier cosa. Es arrebatarle en un instante todo lo que tiene: su existencia y el derecho a vivirla plenamente. Es un salto contra el Universo donde esa persona insustituible tenía un insustituible lugar. Es violentar un orden del que no somos dueños. Y es un acto que no tiene vuelta atrás. Quien decide darlo lo hace asumiendo su irreversibilidad. Del peso de ese acto ha sido consciente ese desgarrado padre: en un plato de esa balanza moral estaba el ser al que le había dado la vida.
En el otro plato estaba el cadáver, el hombre al que ese mismo ser se la quitó. La muerte de Charlie Kirk es irreversible, como lo es la responsabilidad de quien la ha producido. Si entregar un hijo a la Justicia se nos presenta como un acto monstruoso, más monstruoso lo es el hecho de haber eliminado físicamente a un semejante. Una acción tan grave, que niega la humanidad a la víctima, reclama la otra: que sea perseguida y juzgada y castigada para devolverle a la víctima la negada humanidad.
La decisión, el gesto del padre de Tyler Robinson se produce en un país en el que su actual presidente ha demostrado que no cree en la Justicia hasta el punto de desafiarla librando a los suyos de comparecer ante ella. Se produce en un país en el que su antecesor, del partido rival, indultó a su propio hijo acusado de graves delitos. No hay que tener una gran imaginación para suponer que ese contexto de culto oficial a la impunidad que rige en el presente norteamericano habrá pesado en la mente y en el corazón del señor Robinson: «¿Por qué voy a entregar a mi hijo a una Justicia de la que se burlan los dos grandes partidos de la nación?».
Pero es precisamente por ese inmoral y desmoralizador contexto; por ese laxo, arbitrario, injusto marco que lo rodea, por lo que tiene aún más valor la determinación de ese justo y desolado progenitor. Mr. Robinson viene a decirnos en estos días con su doloroso paso al frente que hay otra América que conserva unos valores y que no es la de Biden ni la de Trump; que hay otro mundo que no es el del desafío populista a la legalidad y a los jueces, al que tampoco nosotros somos ajenos ni mucho menos. Hablo naturalmente de esta España de hoy en la que rige la consigna de «la Ley no está hecha para los míos».
Bienvenido, Mr. Robinson y la América que él encarna. De ambos puede aprender mucho la España de hoy.