Publicado: marzo 6, 2025, 5:00 am
Vamos hacia el delta de la laguna, un mundo verde y voluminoso que se llena de sombras húmedas y rayos penetrantes. Allí se transforma en una maraña de arroyos, bañados y esteros, enlazando pequeñas islas y grandes porciones de tierra, playas de barro y piedra, y pedacitos de arena sin nombre que las crecidas hacen desaparecer aquí y aparecer allá como fantasmas. Sobre ese mundo acuático flotamos, impactados por la riqueza natural. “Perderse acá es mágico”, dice el guía Carlos David Busaniche sobre la laguna Setúbal, parte de un ecosistema donde lo único constante es el cambio.
“La extraordinaria”
Los santafecinos saben poner seudónimos. “Es que fue asombrosa, de esas cosas que ocurren cada tanto. Y coincidió con la pandemia, que generó una quietud estremecedora”, relata Busaniche sobre el kayak, al que domina como un avezado jinete. Lleva varios años desde que fundó Setúbal Kayak, la empresa que dirige junto a su mujer y sus hijos, y que ofrece salidas cortas y de varios días. Esa cotidianeidad sobre el agua, asegura, lo ha hermanado con esta naturaleza.
Con él emprendemos la remada al Delta Superior, cuando la laguna se disgrega en cientos de cauces y arroyos menores, y sobrevienen zanjones con fuertes correntadas. Pero hay recompensa: de a poco, aparecen las alfombras de irupé formando su flor, y diminutas islas con todos los tonos del verde. “Si bien acá nada es estable, las alturas promedio van de los dos metros y medio a los tres y medio, pero del 2019 al 2021 estuvimos en -20 centímetros. Es decir, había pozos de agua bajo el nivel del lecho, corriendo apenas por cauces principales. Ahí se desbandó el tema de los alisos, se formaron nuevas islas de camalotes y apareció una cascada en medio de la laguna, producto de un viejo dragado”, cuenta.
Las imágenes de algunos cruces a pie, y de una barrera de vegetación que cortó la laguna en dos, inmortalizaron aquel hecho. “Parecía broma. Tuvo que venir la gendarmería para sacar ese muro que la cortaba al medio, justo en el cumpleaños 450 de la ciudad”. No sólo fueron los camalotes, sino también canutillos y catays, que se engancharon en los pilares del ex ferrocarril, y tras semanas de sequía e intenso calor, formaron una pared infranqueable. Después de varias reuniones entre diferentes organismos nacionales, provinciales y municipales, con el asesoramiento de la Universidad Nacional del Litoral (UNL), se resolvió remover el embalsado de a poco, tarea encomendada al Ejército. Ya nada de eso queda hoy, pero cada tanto suelen flotar río abajo pequeños embalsados que se amuchan y recuerdan aquello.
“Eso es parte de una dinámica natural, y que al kayak no le estorba. Pese a su humildad, esta embarcación te ofrece experiencias exclusivas. Con estos niveles aún bajos, poquitas lanchas llegan al delta, y con estos kayaks te metés en todos lados. Es más, si está tan bajo que se traban, los levantamos, improvisamos una caminata, y tomamos otro canal donde el agua permita seguir”, dice. Mientras remamos, el monte se agiganta, a contramano de cauces que se angostan, escondiendo fauna cercana y salvaje. Las aves empiezan a ser protagonistas de cada escena, poblando árboles altos, pasando rasantes sobre el lomo del agua. Se ven también caballos y vacas de puesteros, y cada tanto, algún animal característico como el carpincho, pese a la casi desaparición tras la gran sequía.
Ser costero
“Al naciente, paz y penumbra bajo árboles hermosos, juego de luces en sus ramazones, palpitar de vida por agua, suelo y aire. Recuerdo de tribus indias libres como el viento. Niños de pies desnudos, jugando con risas que saltan aguas abajo sin apagarse nunca. Y una sola raza: la del costero. Esos que nunca abandonarán su pago. No obstante, son nómades para ganarse la vida en un medio mutante”, describe el poeta litoraleño Juan Carlos Roteta. Y así parece ser, cuando llegamos a la orilla de Jorge Alejandro Picovsky o “Yara”. “Somos los humanos los que intervenimos en un ecosistema previo. Por eso hay que saber convivir con las otras especies, agradecer lo que da, y no maltratarlo. Acá la vida es cambiante: un día toca buena pesca; otro, te inundás”.
Herrero, mecánico y rudo pescador, Yara nació en la lejana Jerusalén, y llegó a la Argentina con sólo dos años, junto a su padre y su hermana. “Estuvimos en Bahía Blanca, y de ahí nos trajeron a Santa Fe. Es una historia larga”, dice sin intención de contar más. Su vida transcurre hoy a orillas del agua, literalmente, donde la laguna comienza su explosión de esteros y albardones. Gallinas, perros, gatos, y hasta algún pato que llega de visita, deambulan por un patio de tierra donde el quemador a leña siembre está encendido para ofrecer mate al visitante. Busaniche viene seguido, a comer pescado frito y a que sus remeros conozcan a un “pescador de veras”. Reflexivo, observador, acaso por tantas madrugadas frías y ardientes veranos, por la guapeza que el trabajo físico demanda, o simplemente, por ser un espectador de las maravillas y las inclemencias de la naturaleza, Yara calla mejor de lo que habla. Mira a un lado, suspira, y devuelve la vista al río. A unos 800 metros, algunos van instalando carpas familiares y otros descargan lanchas en la bajada.
Comienza el fin de semana en Paraje La Costa, el balneario de Monte Vera que aglutina a los amantes del esquí acuático, la pesca deportiva y la caza, supuestamente prohibida. “Soy feliz acá, y me siento rico por la compañera que tengo, por los amigos que he hecho. El río siempre me da de comer, por eso soy un defensor de estas aguas”, dice al estrechar la mano. Es el justo momento en que se suma Francisco Fernández, compañero de aventura a Busaniche, conocedor de los intrincados rumbos que vendrán. Queda el tramo final.
Principio y fin
Desde aquí, todo es delta. Si bien otros pueblos a la vera de la laguna, como San José del Rincón y Sauce Viejo, ofrecen salidas interesantes, es Monte Vera el mejor para llegar, y alejarse. “Una vez que sorteamos la muchedumbre playera viene lo mejor, empieza el delta más natural, el de la aventura”, invita Fernández. Junto a Busaniche, suelen armar otros recorridos y paseos cortos para iniciantes, pero reservan esta travesía extensa a grupos sólidos, por incluir caminatas y cierto esfuerzo físico, al que gratifican con su clásica bondiola isleña desmechada.
Sea corta o larga, cada salida se inicia con una charla orientativa sobre el lugar a visitar, medidas de seguridad y elementos indispensables. “Luego es todo disfrute, desde que nos colocamos los chalecos y bajamos al agua”, dice Busaniche. En las remadas breves, cercanas al puente colgante y la ciudad, se ejercita la técnica y se saborea la flotada. En las largas se pone en juego la resistencia, y no sólo de los brazos.
Hay corrientes leves y otras más severas, que aparecen al tomar ríos internos de importancia. Otras veces, los arroyitos se cortan por camalotes trabados en alguna rama, y hay que regresar, o caminar sobre barrancas por suelos barrosos, el hábitat de chajás, garzas, espátulas rosadas, patos, gallinetas y algún animal de mayor tamaño. “Muchas familias se suman porque a los pibes les encanta esto. Es mentira que no se los puede sacar del teléfono”, advierte el guía. El premio final, lo da el atardecer. Es la foto más buscada, cuando las embarcaciones regresan en fila con la imagen del sol recostado sobre el agua, encendiendo los brillos del lejano puente.
Una laguna única
Llamada Quiloazas por las tribus que vivían en sus inmediaciones en la etapa pre colonial; luego Lencinas y finalmente Setúbal -en honor a sendos estancieros-, la laguna atesora tantos mitos como singularidades. No hay santafecino que no tenga una historia con ella, sea relacionada al antiguo puente ferroviario, a las aerosillas que la surcaban por el aire en la década de 1980, o a la danza anual de sus flamencos rosados, una verdadera atracción turística. Desde que se tiene registro, esa interacción es constante, no sólo por el desarrollo de su flora y su fauna, sino también del ser santafecino, amante de la navegación, las playas, la pesca y la vida costera.
Parte del Sistema Paraná, del que, a la vez, entra y sale, este espejo de agua varía con las lluvias y bajantes que llegan del norte, en especial de arroyos y riachuelos de Brasil. Pero debe su color rojizo al Bermejo, y la salitre a los curiosos Saladillo Dulce y Saladillo Amargo. “Su importancia es vital. Basta recordar que las tomas de agua que abastecen actualmente a la capital dependen aún en un 40% de la Setúbal, y el resto del río Colastiné”, contextualiza Gustavo Villa Uría, ex Subsecretario de Obras Hidráulicas de la Nación durante el período de bajante más crítico. Realizadas en el 1800 a pala y con bueyes, las obras que menciona sentaron las bases de futuras ampliaciones, con períodos de bajante e inundaciones cíclicas. “Desde 1970 ha predominado una fase más húmeda, con valores altos hasta el gran descenso iniciado en 2018, y notable en 2019″, completa el experto. Si bien hoy se ha recuperado bastate, la laguna sigue dos metros por debajo del nivel normal, ocasionando la mortalidad y retiro de muchos peces icónicos, la irrupción de vegetación colonizadora como los alisos, y coyunturas desafiantes como la aparición de palometas, lo que se convirtió en un verdadero problema: las mordidas a más de 30 personas generaron la prohibición de bañarse para proteger a los visitantes de las playas céntricas.
Hierro que habla
De regreso, chivatos, sauces, Ibirá-pitás, aromitos, chañares, timbóes, jacarandás, ceibos, lapachos, ñanga-pirís y mistoles decoran con sus hojas, flores y frutos, las riberas de las dos costaneras. A una orilla, espejados en la boca de la laguna, el puerto y los edificios céntricos se despegan del cemento como una maqueta gris. Hacia la otra, las sede de la UNL y el nuevo camino de la Costanera Este se va cargando de estudiantes, y deportistas que ante el ocaso, ahora sí, se animan a lo suyo. En el centro, la figura solemne del puente se alza con sus hierros ocres. No se trata sólo de una referencia para las juntadas, el punto de encuentro de los enamorados o la línea de salida para remar. El puente es una suerte de emblema local que enorgullece al santafecino. Y su relación con la laguna incluye un derrumbe importante en 1983, producto de una crecida sin registro, similar a la vendría en 1998 y que ocasionó daños en los barrios y las costaneras, reparadas a nuevo gracias a un préstamo del Banco Mundial.
A diferencia de sus predecesores (unos derrumbados, otros llevados directamente por la fuerza del agua), esta estructura cobriza, reconstruida en el 2000, acumula más victorias que derrotas. Apiñados a su sombra, boliches modernos y paradores náuticos; playas públicas y restaurantes; vendedores ambulantes y kiosquitos con insumos de pesca, llenan de color el espejo de agua.
Es el final de un largo día, y el tumulto de los que se van con los que llegan a tomar algo o cenar, forma un embudo. A lo lejos, si se mira bien, aparecen algunos barquitos que no son turísticos. La laguna, de día y de noche, se brinda entera.