El valor de Andy Warhol como artista puede ser discutible, pero como adivino es incontestable. Su frase más conocida —En el futuro todo el mundo tendrá quince minutos de fama— nos muestra que, ahora sí, el futuro lo tenemos cerquísima. Nadie piensa en quince minutos de fama negativa, de pérdida de reputación, de deterioro de la imagen personal o de fracaso. Se piensa, más bien, en esa clase de fama que hace que te cuelen en la discoteca, te inviten en los restaurantes o te persigan los paparazzi (paparazzos, para los más audaces). Pero en cualquier rincón y en cualquier momento un móvil puede retratarte de la mejor manera o de la peor y lanzarte al estrellato o al horror del ciberespacio. Lo hemos visto con la DANA: unos han logrado sus quince minutos con acciones heroicas de auxilio; otros, con declaraciones lamentables.
Los quince minutos son el motor consciente o inconsciente de los millones de usuarios de las redes sociales. Un buen tuit en X o un buen reel en Instagram pueden hacerte célebre no ya quince minutos, sino incluso media hora. Solo hay que acertar con los enigmáticos designios del algoritmo.
La reciente fuga de celebridades de la red social X nos sirve para considerar el misterio actual de la fama. En X nos movemos en un terreno de juego claro y cristalino solo para Elon Musk, denuncian, pero se obvia que tampoco conocemos qué pretende de nosotros el algoritmo de TikTok, el de Instagram o el de Facebook. Una mañana lanzas en tu red social favorita una bobada del tamaño de un cohete como los de Musk y descubres por la noche que se ha difundido entre miles de seguidores. El algoritmo nos quiere bobos, dicen los conspiranoicos, y su bobada la difunde masivamente, cómo no, el mismo algoritmo al que señalan.
Pero los medios tradicionales, televisiones, radios y periódicos, también tienen su fórmula secreta, ojo. La telaraña de intereses políticos, empresariales y comerciales que hay detrás de cada medio conforma un algoritmo, o sea, un método con sus sombras. No todas las cartas al director se publican, no todas las columnas de opinión encuentran su lugar, no todas las viñetas pueden reproducirse. Un cambio de la propiedad en el medio de comunicación produce un nuevo algoritmo, por así decir.
Andy Warhol aseguraba que «comprar es mucho más americano que pensar». Elon Musk compró Twitter y ahora el algoritmo está al servicio de su pensamiento, como lo estaría el New York Times si hubiera adquirido la cabecera. Sus tuits aparecen los primeros y su ideología se retuitea por doquier (es la inquietante escuela de Chicago: privatización de todo salvo de la policía, que alguien tiene que defender a los multimillonarios). Pero ya hasta los chinos actúan como los norteamericanos, otra prueba de la capacidad visionaria de Warhol. El joven magnate de origen asiático Justin Sun, por ejemplo, acaba de pagar seis millones de euros en Sotheby’s para hacerse con un plátano pegado a una pared con cinta adhesiva. Una obra de arte, a su juicio. «Ser bueno en los negocios es el tipo de arte más fascinante», afirmaba Warhol, para quien el vendedor del plátano sería sin duda el artista total.
Trump, aunque líder de los republicanos, también responde por biografía a la ética de Warhol, a su sistema de valores. Pensemos en su estética, su cabellera amarilla —¡como la de Andy!—, en su buena relación con los realities, en su obsesión y éxito con el dinero. Es otro artista warholiano. Me lo podría imaginar, incluso, participando en alguna de sus películas grotescas. Y, dejándome llevar por un optimismo tan irracional como cualquier otro, no me extrañaría que el nuevo presidente norteamericano, en su relación con el peligroso Putin, diseñara una solución tan frívola, tan pop art, que —de puro imprevisible— hasta fuera efectiva y benéfica. ¿No convirtió acaso Warhol a Mao Zedong en un producto del arte pop? Pues eso.