Cuando comenzó la carrera de veterinaria, pensaba inocentemente que si estudiaba todos los libros, podría ser capaz de curar cualquier enfermedad. Pronto descubrió que hay mucho que se ignora y que precisamente eso era lo que le fascinaba. Quería dedicarse a encontrar la respuesta a esas preguntas. Guadalupe Sabio (Badajoz, 1977) optó por la bioquímica para entender por qué la obesidad contribuye al desarrollo de enfermedades como la diabetes o el cáncer. Primero en el Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares (CNIC), y desde hace un año en el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO), su trabajo arroja luz sobre el funcionamiento de las enfermedades metabólicas y supone una promesa para poder anticipar su aparición en los pacientes. En su despacho, junto a dibujos y fotografías de sus tres hijos, luce el premio de ABC Salud a la Investigadora del Año. —Una de cada ocho personas en el mundo es obesa y más del 40% tiene sobrepeso. ¿Estamos ante la epidemia del siglo XXI? —Sí, por el hecho de que la obesidad y el sobrepeso van a hacer que aumenten muchísimas patologías, especialmente en la vejez. De hecho, ya están apareciendo, hasta el punto de que estamos viendo cómo la esperanza de vida, que hasta ahora siempre había aumentado, se está reduciendo en algunos países. Realmente es una epidemia, pero una menos ruidosa que el covid. —¿Quién tiene la culpa: nuestro estilo de vida, la industria alimentaria? —No creo que haya un culpable. Durante toda nuestra evolución como especie, hemos tenido que hacer ejercicio para conseguir alimento. Y pasábamos por periodos en los que teníamos déficit de alimentación. Por eso, genéticamente estamos diseñados para intentar transformar en energía todo lo que comemos sin desperdiciarlo. ¿Qué ha pasado? Que desde la revolución industrial ya no necesitamos movernos para obtener alimentos, y todo lo que genéticamente nos había beneficiado ahora nos perjudica. No estamos hechos para comer todo lo que queramos. —¿Hay diferentes tipos de obesidad con diferentes consecuencias? —Sí. Y es una de las cosas que estamos intentando entender. Hay muchos subtipos de obesos y, de hecho, no todos van a desarrollar la misma enfermedad. El médico, cuando le llega una persona con obesidad, sabe que tiene muchas más probabilidades de que acabe con diabetes, una enfermedad cardiovascular, un hígado graso o un cáncer hepático , pero a priori no sabe cuál de estas patologías va a ser la que aparezca. Uno de los intereses de nuestro laboratorio es intentar estratificar la población de obesos utilizando marcadores que van en nuestra sangre y que están asociados a una patología. Obtener una asociación clara entre causa y consecuencia, como pasa con el tabaco y el cáncer de pulmón. —¿Supondría anticiparnos a la enfermedad y encontrar nuevas dianas terapéuticas? —Si somos capaces de identificar cada uno de esos biomarcadores, podríamos saber cuál le indica al hígado que va a desarrollar un cáncer, cuál le dice al corazón que tiene un fallo cardíaco… Pero es que además esas proteínas que van en la sangre también tienen una función. Y si entendemos cuál es, también podríamos encontrar nuevas dianas terapéuticas. Por ejemplo, hace unos años vimos que los hombres tienen cuatro veces más probabilidades de tener cáncer hepático porque su grasa está más estresada por la testosterona. Esas señales, la secreción de unas proteínas, podrían ser biomarcadores de diagnóstico temprano. Es importante, porque hoy en día el cáncer hepático se detecta muy tarde y provoca muchas muertes. Si con un análisis de sangre se pudiera detectar que alguien tiene ya el hígado fibrótico y, por tanto, el riesgo de desarrollar un cáncer en el futuro, puedes intentar combatirlo cuanto antes. —Se sabe que hay una relación clara entre obesidad y cáncer, ¿qué hay detrás? —Pues hay varios factores. Primero, la obesidad produce una inflamación crónica, lo que hace que haya más probabilidades de que las células se estimulen y empiecen a proliferar. Pero también porque la obesidad en sí misma provoca un cambio metabólico y los tumores lo utilizan en su beneficio. En el cáncer hepático, le afecta la inflamación crónica, pero además la grasa daña los hepatocitos, que empiezan a morir y eso lanza una señal al hígado que le dice que tiene que activar la proliferación de células, lo que aumenta la probabilidad de producir mutaciones azarosas. La obesidad genera un ambiente propicio para que el tumor crezca y además haga metástasis. Muchas investigaciones intentan averiguar por qué. —¿Ocurre en muchos tipos de cáncer? —Sí, hay varios cánceres que están muy asociados con la obesidad. El de hígado, el de mama , el de colon , el de ovario… —¿Deberíamos considerar la obesidad como una enfermedad en sí misma? ¿Tendrían más apoyo económico para investigar? —Sí, pero sobre todo porque los pacientes lo pasarían mejor. Hay que dejar de culparles. Se les dice que están obesos porque comen mucho, porque no hacen deporte, porque son vagos… Y llevan una culpa intrínseca toda su vida. A ver, se esconden para comer… Con el resto de enfermedades somos muy empáticos, pero no con la obesidad. Pero lo cierto es que no todos tenemos el mismo metabolismo basal. Lo que comes, absorbes y gastas es distinto de una persona a otra, y a algunas les cuesta mucho perder peso. Además, nuestro organismo tiene un sistema de compensación, de tal manera que una vez que hemos adquirido un peso, no quiere perderlo. Está diseñado para que reservemos todo lo que a él tanto le ha costado obtener. A una persona obesa le cuesta mucho salir de ese círculo vicioso. Su grasa ha aumentado tanto que le manda un montón de señales al cerebro diciéndole ‘tengo hambre, tengo hambre’. Llega un momento en el que el cerebro no es capaz de soportarlo más y quita los receptores de saciedad, ninguna señal le dice que debe parar de comer. —Si el cuerpo tiende a reservar lo máximo posible, ¿las dietas de ayuno intermitente tienen algún sentido? —Todavía no está muy claro si el ayuno intermitente tiene beneficios, pero creo que nunca le va a funcionar a una persona obesa. Para que te funcione una dieta así tienes que controlar muy bien tu cabeza para que cuando vuelvas a comer, no te hinches. Porque tras un largo ayuno, tu cuerpo te va a pedir comer algo muy energético. Por otro lado, si hay problemas de hígado, diabetes u otras patologías, tampoco viene bien el estrés que ejerce en el organismo ayunar mucho tiempo. —¿Es Ozempic el milagro que va a acabar con la obesidad? —Está ayudando a muchas personas con unos niveles de obesidad muy altos. Creo que es muy importante que cuando se tome se haga a la vez ejercicio físico, porque este medicamento no solo disminuye la grasa, sino también un poco la masa muscular. Cuando los pacientes se ven mejor y dejan de pincharse, suelen recuperar el peso que han perdido, pero en grasa, no en músculo. De hecho, ahora hay un interés especial en intentar entender por qué sucede esto y remediarlo. —Da la sensación de que es un medicamento que vale para casi todo. Han visto beneficios incluso en psiquiatría. —Lo que ocurre es que la obesidad produce un montón de efectos que, cuando se elimina, mejoran. El primer medicamento que salió contra la obesidad actuaba en los receptores del cerebro y quitaba la satisfacción por comer. Se tuvo que retirar del mercado porque provocada depresiones e incluso hubo gente que se suicidó. Y es que para las personas con obesidad, la comida es el momento culmen del día. Ozempic , en cambio, elimina la ansiedad por comer, esas ganas horribles que muchas veces producen también problemas mentales. —¿Qué consecuencias va a tener el uso de este fármaco a largo plazo? —Todavía es un poco prematuro para llegar a alguna conclusión, pero creo que va a ser beneficioso . Como decía, hay que acompañarlo de ejercicio y de hábitos de alimentación adecuados para que cuando se quite el tratamiento no haya una recuperación de peso o sea la más pequeña posible. Es similar a lo que hasta ahora se hacía con el bypass de estómago. Claro que puedes volver a tomar el medicamento, pero no se sabe hasta qué punto puede crear resistencia a largo plazo, después de muchos años, y dejar de tener efecto. Eso lo tendremos que ver en el futuro. La clave está en mantener los buenos hábitos. Yo siempre digo que un régimen de dos meses no es lo ideal, lo ideal es intentar darle al paciente hábitos y una dieta que pueda mantener el resto de su vida. —Han descubierto un interruptor que enciende el deseo de hacer deporte. ¿Cómo funciona? —Cuando hacemos ejercicio, una proteína en nuestros músculos controla la secreción de otra, la Interleucina-15, que se envía al cerebro a través de la sangre y nos anima a hacer más ejercicio. Pero además existe otra proteína que bloquea a la primera, actúa como un pedal de freno para que el músculo no se resienta. Hemos visto en ratones que la activación de las dos cambia con la obesidad. Cuando los ratones son delgados, la que anima al ejercicio se activa mucho más. Cuando son obesos, se impone la que frena. Esto nos dice que la obesidad afecta al interés por hacer ejercicio. La obesidad genera mecanismos para intentar seguir siendo obeso. En el fondo es un mecanismo de defensa, porque cuanto más obeso eres, más peligroso es hacer mucho ejercicio. —¿Y cómo podemos pisar más ese acelerador en vez del freno? —Haciendo ejercicio diario, unos 30 o 40 minutos. La Interleucina-15 no tiene efecto continuo. Tiene un pico de acción y después baja. O sea, que si tú haces ejercicio una vez a la semana, ni siquiera estás llegando a los niveles de estimulación para la siguiente vez. Cuando inyectábamos esta proteína a los ratones, el efecto duraba como máximo 48 horas, tiempo en el que corrían y se movían más por sus jaulas. Como el ratón tiene un metabolismo mucho más rápido, en las personas podría llegar a tres días, no creo que más. Ahora estamos intentando llevar a cabo un proyecto para poder decirle al paciente cuánto tendría que ser la intensidad y la periodicidad de sus entrenamientos, de forma que vea resultados y esté más animado. —¿Se podría hacer una pastilla que estimulara las ganas de hacer ejercicio? —Se podría hacer un péptido, una molécula compleja inyectable. Pero no es fácil, porque es química sintética de última generación. Habría que ver posibles efectos secundarios, pero no se prevén muchos. Es una de las ideas que más me apetece hacer, no solo porque serviría para aumentar el ejercicio voluntario sino, porque, de hecho, la Interleucina-15 también tiene efectos beneficiosos en la lucha contra varios tumores. Ayuda al sistema inmune. —Dirige un grupo de 14 personas, ¿han empezado las mujeres a ocupar puestos de influencia en la ciencia? —Hay muchas más mujeres en el inicio de su carrera, hasta que somos jefas de grupo. Pero a partir de ahí, subir en el escalafón y estar en los puestos de liderazgo y toma de decisiones es más difícil. Hay que ver por qué sucede y las medidas a tomar para evitarlo. Creo que es un problema estructural. Debemos admitir y ser conscientes de que todos, hombres y mujeres, tenemos sesgos que, por ejemplo, nos hacen elegir a un hombre en puestos de dirección frente a una mujer, porque a nuestro cerebro, que tiene que tomar muchas otras decisiones, le da tranquilidad, es a lo que está acostumbrado. Por eso tiene que haber cuotas, para intentar frenar el sesgo. —¿Si fuera ministra de Ciencia, cuál sería su primera decisión? —Más inversión. Los laboratorios españoles estiran el dinero de una forma increíble. Otros países van en un Ferrari y nosotros en un Twingo. Así no podemos competir. Además, pasamos mucho tiempo pidiendo dinero, lo que nos impide hacer nuestro trabajo. También haría una carrera científica estructurada, que no dependa de si gana un partido político u otro. Perdemos a muchísimos científicos brillantes en el camino porque no ven una salida. No podemos permitirnos que no tengan estabilidad hasta los 40 años. Es realmente frustrante.