Melania Trump ha decidido no someterse estos días a una visita ritual tan tradicional como en su caso innecesaria. Es costumbre que la Primera Dama saliente enseñe a su sucesora las dependencias y entresijos domésticos de la Casa Blanca que pasará a ser su residencia a partir de enero con el cambio de Presidente, pero los Trump repiten cargo y su esposa conoce perfectamente los pasillos, despachos y cocinas del que ya fue su domicilio durante años y no vio la necesidad de acudir a la cortés invitación de Jill Biden para tomar el té en sus salones.
Melania no tiene mucho en común con Jill Biden, tampoco con Michelle Obama, ni con otras esposas de presidentes que le anteceden en el cargo.
En su anterior etapa en la mansión presidencial tuvo un mínimo protagonismo y salvo su participación en una campaña frente al ciberacoso escolar, apenas se involucró en las causas sociales que habitualmente ocupaban un lugar destacado en la agenda de sus antecesoras.
Su discreción, que raya el absentismo es su seña de identidad. La reciente publicación de sus Memorias, que despertaron gran interés entre sus conciudadanos, apenas aportaron algo de luz sobre sus opiniones, si exceptuamos su posición frente al aborto en clara discrepancia con su marido.
A sus 54 años, 1,80 de estatura, que habitualmente realza con altísimos tacones, conserva el porte y las medidas de modelo de cuando, 20 años atrás, conoció a Donald Trump, el hombre que cambió su vida.
Cuida al máximo su estilismo y cuenta con buenos asesores de moda. No habla, pero atrae todas las miradas, decora el cargo.