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Las redes sociales, la plaza pública que nos creímos

Publicado: enero 8, 2025, 10:27 pm

Inocentes. Hubo un tiempo en el que celebrábamos las redes sociales como una plaza pública en la que compartir ilusiones, descubrir conocimiento, empatizar con personas e intercambiar likes. Un lugar en el que entrábamos todos y nos hacía creer que nos podíamos comunicar más democráticamente que nunca.

Europa -tan vieja y, a veces, tan ingenua Europa- se dejó conquistar por el simpático marketing de esas empresas que nacen con jóvenes cambiando el mundo desde un garaje. Les dejó el camino abierto. De Google a TikTok. Y, de repente, ahora nos percatamos de que las nuevas «plazas públicas» surgidas en un Internet que estaba por hacer son negocios de poder privado. Podemos seguir jugando a la pelota en ellas, pero necesitamos aprender que su adictivo algoritmo está diseñado para atraparnos en los intereses de sus propietarios, que marcan qué vemos mucho y qué vemos menos.

Elon Musk compró Twitter por 44.000 millones de dólares para dirigir el tráfico de la información a nivel mundial. Como nunca antes se había controlado. Twitter ya era una gran puerta a las noticias y, también, un estupendo altavoz de unos bulos que, desde que se llama X, cogen impulso. Al mismo tiempo que se esconden las publicaciones con enlaces a medios de comunicación tradicionales, a los que se intenta desacreditar. Con el calculado objetivo de desactivar al periodismo que contrasta y criba fake news. Él mismo, Musk, calienta cabezas con encuestas incendiarias que van directas a la emoción que pisa la razón. Porque en eso consiste: en azuzar debates sociales desde un personalismo épico, que logra que aquellos a los que les provoca rechazo el mandamás de X inviertan demasiadas horas de sus vidas a criticar sus actos. Y, por tanto, a entrar en los debates que propone. Estos días, hasta pretendiendo desestabilizar la política europea. Empezando por Alemania e Inglaterra. ¿Qué será lo siguiente?

Mark Zuckerberg, alma de Meta, también se arrodilla a esta tendencia. Tal vez porque observa la fuerza con la que regresa Donald Trump a la Casa Blanca y quiere tomar posiciones en las esferas del poder norteamericano que se avecina. En un vídeo, el propietario de Instagram, WhatsApp y Facebook, el hombre al que regalamos tanta información privada sobre nosotros, ha venido a decir que eliminará a los verificadores de información de sus plataformas porque no eran equidistantes. Como si un árbitro pudiera ser equidistante. Si un equipo de fútbol juega con más faltas, ese equipo tendrá más tarjetas amarillas o rojas. Evidentemente. Pero se está comprando el discurso de que todas las opiniones son igual de respetables (aunque no tengan conocimiento). El uso torticero de «es mi libertad de expresión» es la excusa perfecta para que mentir no tenga ningún coste.

Y, como la «plaza pública» viral se ha ido dejando al albedrío de las empresas tecnológicas, sus accionistas han interiorizado que pueden poner las reglas sin que nadie externo ose en moderar sus ambiciones. A pesar del peligro democrático que suponen los lugares que devalúan la verdad y fomentan la desmotivadora percepción social de que el engaño ni siquiera se castiga. Para poner freno a esta y otras situaciones y crear espacios digitales más seguros, Europa publicó en 2022 su Digital Services Act (Ley de Servicios Digitales), que puede sancionar. El dilema está en si las multas frenan la bulla de la conspiración que es una fábrica de convencidos que, encima, cuando son rebatidos con argumentos rigurosos se sienten censurados.

Así estamos entrando en la sociedad que legitima la mentira como forma de crecer, mientras nos sentimos libres porque podemos dar like a un tuit, a un reel, a una pic. Pero las redes sociales que nos dieron voz no pueden convertirnos ahora en unos voceros desde la plaza que parece pública pero es privada y donde naturalizamos que todo se puede comprar y vender. Incluso los derechos humanos. Incluso Groenlandia. Incluso la libertad, que, por cierto, no es tener vía libre para gritar. La libertad es el arte de la convivencia en equilibrio. O así debería ser. Es la ingenuidad que no nos podemos permitir perder.

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