Publicado: diciembre 10, 2025, 3:02 am
Con la caída de Paco Salazar, famoso por ser la bragueta más rápida de Moncloa, Pedro Sánchez pierde algo más que una buena pieza de recambio, pierde a su hombre idóneo para el necesario relevo tras la otra caída en desgracia por la supuesta corrupción de sus dos ex protegidos: Ábalos y Cerdán. La verdad es que ya son muchas las caídas que afectan al presidente, esto va camino de ser un desplome o un derrumbe, mas que un tropezón de sus principales consejeros y asesores, sin olvidar a un Koldo menospreciado e ignorado por el propio jefe.
El presidente del Gobierno nos vende ahora la nueva versión de que apenas conocía a los afectados -o apestados, mas bien-, y que solo tenía un ligero conocimiento profesional de sus personas. Vamos, unos auténticos desconocidos para el líder del PSOE. Algo creíble si no fuera porque el Peugeot y su pasado político les delatan, se recorrieron juntos media España afinando e hinchando las urnas de las elecciones primarias socialistas. Luego, el poder los crío y ellos se juntaron para dar pelotazos a diestro y siniestro, con la presunta corrupción como escenario de sus andanzas.
Algunos nos quieren vender que Paco Salazar también es un gran desconocido para el presidente, aunque trabajaba en el Edificio Semillas de Moncloa (sede del Gabinete de la Presidencia del Gobierno) y ha sido un hombre clave desde hace años para Sánchez, como principal asesor demoscópico y como alegre animador de los momentos amargos del presidente. Ahora, en lugar de mandarle al destierro eterno le permitieron poner a Salazar un despacho extramuros para que siguiera escrutando los intereses de la “casa”, la Moncloa, y cobrando desde fuera. Menos mal que algún periodista se dio cuenta del atropello y frenó este nuevo abuso político.
Pero Pedro Sánchez, al igual que los tres monos, no sabía nada, no veía nada, no oía nada. Un presidente del Gobierno que lo controla todo, al que no se le escapa ni una mosca ni un rosca, y de repente todo lo feo que bulle a su alrededor se convierte en algo invisible. Extraña paradoja. No será que el presidente nos está ocultando la verdad. Si lo ha hecho en otras ocasiones, porqué no hacerlo ahora. Su divorcio con los hechos veraces es legendario. Lo que parece claro, es que tanta ignorancia alrededor de su persona no resulta lo habitual en un señor que presume de ir de listo por la vida.
La estrategia de distanciamiento y desmarque de Sánchez respecto a sus manzanas podridas se parece a la famosa “teoría sueca del amor”, cuya filosofía propone que todas las relaciones humanas auténticas, incluido el amor, deben basarse en la independencia absoluta y fundamental entre las personas, un rotundo si te he visto no me acuerdo, siempre y cuando tu presencia no me interese o no me beneficie. En España lo llamamos de una manera menos sofisticada: ‘hacerse el sueco’, una forma escurridiza de fingir que no se entiende algo o de desentenderse de una situación para evitar responsabilidades.
La “teoría sueca del amor” es la manera fría y neurótica de mantenerse a salvo sin cargar con la responsabilidad de los demás; no solo responde a un socorrido sálvese quien pueda y tonto el último, también conlleva otras consecuencias más profundas y menos deseadas. Por ejemplo, mentir constantemente provoca una gran desconfianza en los ciudadanos y es difícil de cambiar esa pésima imagen. Sin olvidar, el aislamiento y la soledad que conlleva, y que conduce a un irremediable vacío existencial.
Sin embargo, para el presidente del Ejecutivo quedarte solo porque los demás te temen y no aguantan tus desprecios, antes que un acto indeseable quizá sea un castigo soportable. En pocas palabras, puede ser una oportunidad para reunirte con la persona que más admiras y quieres, la más interesante, la más atractiva, la más maravillosa que hayas conocido jamás y a la que deseas cuidar por encima de todas las demás.
Casualmente, las iniciales de esta especial persona son P.S., pero no son las de Paco Salazar, sino las del propio Pedro Sánchez, un ser superior que se ama tanto a sí mismo y lo controla todo menos a sus colaboradores más directos, que se han convertido en furtivos y delictivos, presuntamente, sin que el jefe principal pudiera darse cuenta de nada. Como diría el conde de Romanones: «¡Joder, qué tropa!”.
