Publicado: noviembre 5, 2025, 7:07 am
El Rey ha entrado en una zona de alto riesgo en la XV legislatura de la democracia, la actual. La amnistía a los impulsores y ejecutores de la sedicente declaración de independencia de Cataluña en 2017 fue un hito materialmente derogatorio de principios constitucionales -seguridad jurídica, igualdad de los ciudadanos ante la ley, separación de poderes- que impacta desastrosamente sobre el propio jefe del Estado, quien, el 3 de octubre de ese año, de modo asertivo y en ejercicio tanto de su derecho al mensaje como a su reserva de poder en situaciones excepcionales, invirtió todo su capital referencial en la defensa de la unidad de España y de la vigencia del principio de legalidad. Una amnistía a cambio de votos parlamentarios para investir a un presidente del Gobierno con insuficiencia crónica de escaños de su propio partido plantea un desafío a la jefatura del Estado en un ámbito que constitucionalmente le concierne. La impunidad legislada por sus propios beneficiarios constituye un disparate jurídico, aunque no solo. También lo es desde el punto de vista ético y hasta moral, como bien reseñó el Rey tanto en octubre de 2017 como, de forma elíptica pero nítida, en su mensaje de Navidad de 2023, en el que reclamó la defensa de la «dignidad» de España vapuleada por los relatos y previsiones de los pactos firmados en noviembre de ese año para la investidura del actual presidente del Gobierno.
Se están concitando todos los requisitos para que el diagnóstico desemboque en una mutación constitucional que altere la naturaleza de la monarquía española. Es, hasta ahora, si bien precariamente, homologable a otras europeas, pero migrará aceleradamente hacia el modelo decorativo y ornamental sueco si persiste el cortocircuito al Rey en el desarrollo de sus funciones, que se delimitan tanto por la Constitución como por unos deseables usos aún sin consolidar en España tras más de 46 años de vigencia de la Carta Magna.
Apartar al jefe del Estado de todo protagonismo en la política exterior, romper el ritmo de los despachos presenciales desconociendo su derecho constitucional a ser informado de los asuntos de Estado -Sánchez no los mantiene semanalmente y, además, con frecuencia no son presenciales en la Zarzuela-, utilizarle para estratagemas políticas personales -como colofón a su retiro del mes de abril de 2024-, permitir que desde el propio Gobierno de coalición se le descalifique por ministros del partido minoritario o asumir el peaje de que los socios parlamentarios lo hagan de manera constante -ni un reproche público a los portavoces de Junts, ERC o Bildu cuando se refieren al Rey en términos inaceptables-, regatearle presencias -no se le planifican suficientes visitas de Estado ni viajes – y constreñirle a una agenda tantas veces irrelevante desde el punto de vista institucional, además de materializar la deslealtad, es también un despilfarro en la ne cesaria acumulación de esfuerzos para servir a los intereses del Estado y de la nación.
En septiembre de 2022 falleció Isabel II de Inglaterra, seguramente el espejo de todos los monarcas parlamentarios de Europa. En 2014, abdicó Juan Carlos I, en quien la sociedad española depositó su confianza para conseguir la inédita democracia de 1978 que disparó la reputación internacional de España. No hay monarquía parlamentaria que no haya registrado turbulencias familiares nada edificantes. Se han producido otras abdicaciones que marcan una tendencia según la cual los reinados ya no son vitalicios. La siguiente generación real en los países europeos ha adquirido perfiles diferentes en un proceso de adaptación mesocrática, bien visible también en España con el matrimonio del Rey en 2004. Es una apuesta decidida por la sostenibilidad de la monarquía cuando ya está mediada la tercera década del siglo XXI.
El aburguesamiento monárquico no es una apuesta segura, pero es necesaria. Ahora bien, la monarquía como forma de Estado carece de fuerza política autónoma y se sostiene en la urdimbre institucional. Su combustible es la lealtad a la significación histórica, simbólica y representativa del titular de la institución. Sin lealtad la monarquía pierde oxígeno y su permanencia está abocada a dos salidas: a la meramente litúrgica pero inane o, simplemente, a su extinción. En un país como España, con la irresuelta cuestión territorial, en época de populismos enfebrecidos, el Rey es tan necesario como cuando en 1975 el legítimo representante de la dinastía histórica, su padre, sintonizó con la nación como lo ha hecho su hijo desde las primeras emergencias políticas de 2014.
El periodista José Antonio Zarzalejos.
El respaldo social a la figura del Rey, la simpatía y empatía que despierta la Princesa de Asturias y la progresiva valoración que adquiere la Reina en su papel simbólico, no constitucional pero sí contributivo a la imagen de la Corona española, no han merecido el tratamiento demoscópico específico del CIS que dirige José Félix Tezanos. En la Moncloa, quizá, no desean testimonios de sesgo oficial que consagren lo que se percibe: que el Rey se ha convertido en una referencia de todos los valores que no se atribuyen a otros cargos institucionales. Metroscopia se ha ocupado de elaborar un barómetro continuo para medir la sintonía entre «los españoles y la Corona». Los resultados acumulados entre 2014 y 2024 -que no son públicos, pero de los que se dispone para la redacción de este texto- resultan expresivos.
El Rey, en la primera década de su reinado, se sitúa en torno al 65% de media de aprobación, por igual entre hombres y mujeres, con mejor porcentaje entre los mayores, 66%, y menor entre los jóvenes, 48%. La derecha, con el 72%, apoya más a don Felipe que la izquierda, aunque es mayoritario el respaldo en el PSOE, con el 60%, y reducido entre los votantes de Sumar, 28%. Desde la perspectiva territorial, los porcentajes de aprobación son más bajos en Cataluña, País Vasco y Navarra, 41%, que en el resto de España, 60%. Pero ¿hay republicanismo enraizado en nuestro país? La respuesta es negativa: el 78% de los consultados por Metroscopia -insisto en que los porcentajes son acumulados- se declara «nada republicano», indiferente un 55% y «totalmente republicano» un 17%. También las evaluaciones de Leonor de Borbón, 61%, y de la Reina Letizia, 53%, superan con holgura el examen demoscópico. En el barómetro del Real Instituto Elcano del mes de diciembre de 2024 el Rey de España fue reconocido como el líder europeo mejor valorado, por delante de Carlos III, el fallecido papa Francisco, Olaf Scholz, Ursula von der Leyen y Emmanuel Macron, entre otros.
Pero con ser interesantes estas mediciones quizá lo sea más la verosimilitud que los ciudadanos atribuyen a la continuidad de la Corona como institución-vértice del Estado constitucional. Y en ese aspecto los porcentajes tienden a estar igualados entre aquellos que observan un horizonte despejado para la monarquía parlamentaria y los que, en cambio, avizoran dificultades e incertidumbres. La Corona en España carece, a diferencia de otras monarquías parlamentarias, de una adecuada divulgación sobre los beneficios funcionales que reporta al sistema político y a la convivencia. Es verdad que las Reales Academias se han empleado en la tarea, unas más que otras, en el 10º aniversario de la proclamación de don Felipe en 2024; que se han revitalizado asociaciones como la Red de Estudios de las Monarquías Contemporáneas (REMCO); que ya están adquiriendo más frecuencia artículos de análisis y opinión que siguen la agenda del Rey y de la familia real, pero no se ha llegado todavía a la plena normalización de la institución, en buena medida porque es más dependiente de unos intangibles de los que carece el entero sistema nacional: escasea la lealtad constitucional y no hay suficiente sentido de la responsabilidad; no se presta fidelidad a la significación constituyente con que se dotó a la Corona y menudean las crónicas impunes repletas de maledicencias que se amparan en la voluntaria indefensión judicial que es característica del Rey y su familia.
El factor Sánchez incide en esta situación de la Corona de manera definitiva. El presidente del Gobierno toma las decisiones sin la más mínima consideración de cómo afectan, o pueden hacerlo, al Rey. La propia amnistía es una medida que revoca las palabras del monarca el 3 de octubre de 2017. No obstante -y como no podía ser de manera distinta-, don Felipe sancionó y promulgó la ley orgánica que la aprobaba con la incomprensión de sectores radicales de la derecha, que desconocen el estrecho margen de maniobra de que dispone un monarca parlamentario. La sanción y promulgación de las leyes es un acto debido para el Rey, como los nombramientos que le propone el Gobierno y que constitucionalmente le corresponden, si bien formalmente, así como determinadas presencias -o ausencias- en las que la Casa del Rey ha de tener en cuenta el criterio de la Moncloa. Son las reglas del juego y don Felipe se atiene a ellas. Media el refrendo por mandato constitucional que corresponde, según los casos, al presidente del Gobierno, a las Cortes Generales y a los ministros.


