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Una Corona alumbrada por la Constitución: Don Juan no logró el Trono, su hijo Juan Carlos asumió su proyecto y su nieto Felipe lo defiende

Publicado: noviembre 21, 2025, 3:07 pm

Al todavía Príncipe de España -no pudo ostentar nunca el título de Príncipe de Asturias-, le martilleó durante semanas una admonición repetida por sus más estrechos colaboradores -pocos, podían contarse con los dedos de la mano-: «Todo dependerá de vuestro primer discurso».

Resulta creíble lo que se cuenta de que Juan Carlos de Borbón, en la madrugada del 20 de noviembre de 1975, tras la llamada intempestiva del doctor Vicente Pozuelo para comunicarle que Franco había muerto, ya sin poder pegar ojo volvió a repasar el texto «del que dependía todo».

Quien en ese momento, a las tres de la madrugada, antes de la hora oficial a la que se registró el deceso del dictador, ya era rey de España de hecho, no fue avisado por el presidente del Gobierno, a quien Don Juan Carlos y Doña Sofía verían horas después por televisión, como el resto de los españoles, anunciar que «Franco ha muerto». El desdén de Arias Navarro, así como que Zarzuela apenas fuera tenida en cuenta en los preparativos del funeral de Estado y de la proclamación, lo dicen todo sobre la gélida acogida del búnker -los franquistas pata negra- a quien se colocaba al frente de la nación en calidad de Rey, 44 años después de la marcha hacia el exilio del último Borbón que había ocupado el Trono, su abuelo Alfonso XIII.

Sobre el papel, Don Juan Carlos recibía de golpe todos los poderes que había ostentado el Caudillo. La realidad era mucho más cruda y compleja. Como él mismo relató a José Luis de Vilallonga, mientras aguardaba acontecimientos en aquellas horas críticas junto a su inseparable preceptor, Torcuato Fernández-Miranda, asumía con resignación que «lo mismo podemos ver a gente que viene a ofrecerme la corona sobre un cojín, que a la Guardia Civil con orden de arrestarme».

El discurso del que «dependía todo» lo pronunció el 22 de noviembre, ante un Palacio de las Cortes con 1.300 invitados, de ellos 533 sombríos procuradores. Con palabras medidas a modo de orfebre, Don Juan Carlos, proclamado Rey en aquel acto, esbozó las líneas maestras de lo que ya se antojaba un plan para el desmontaje del franquismo, hilvanadas para mantener embridados a los más duros del régimen, pero suficientemente claro como para que resultara esperanzador a la sociedad. Y lo fue. Oírle decir que la Corona «integra a todos los españoles», que abogaba por el «efectivo ejercicio de todas sus libertades» y que reconocía «las peculiaridades regionales como expresión de la diversidad de pueblos», en un guiño a vascos y catalanes, fue, con Franco aún sin enterrar, casi revolucionario.

Motor decisivo hacia la democracia

Que Don Juan Carlos fue un motor decisivo en la sinuosa Transición hacia la democracia y la consecución de las libertades plenas sólo puede cuestionarse hoy desde un revisionismo cegado de sectarismo y nada respetuoso con la Historia. La realidad de aquellos años, tan desmenuzada por los doctores en la materia, no la puede desvirtuar ni siquiera su protagonista con el ejercicio de desmemoria que representa su libro. «De la ley a la ley» se fueron desarmando, una tras otra, todas las piezas del franquismo. Y, por más que, en sentido estricto, Juan Carlos I encabezara entre noviembre de 1975 y diciembre de 1978 una Monarquía absoluta, lo cierto es que su margen de maniobra siempre fue limitado y cada uno de sus pasos constituía una mezcla de audacia y de prueba y error, que requería el acompañamiento de muchas voluntades, pero siempre en una dirección que Don Juan Carlos expresó ya sí sin ambages en su histórico viaje a Estados Unidos en junio de 1976 cuando reclamó confianza para «llevar a España a la democracia».

Fue la primera vez que expresó la palabra tabú. En sólo unos meses, el edificio del viejo régimen veía modificado parte de su revestimiento. Pero con exasperante lentitud para casi todos. El Rey se sintió obligado a pisar el acelerador, ante el temor de que el objetivo final, que no era otro que abrazar una democracia liberal homologable a cualquiera de las de nuestro entorno, pudiera descarrilar. El tiempo de Arias Navarro, un freno incompatible, había acabado. Y el equipo de Zarzuela y sus más estrechos colaboradores maniobraron con habilidad, no sin obstáculos y riesgos permanentes. La dimisión llegaría en julio del 76 y le sucedería Suárez tras una jugada de trileros a la postre maestra. Eso ya es otra historia.

En el momento de su proclamación aquella mañana del 22 de noviembre de 1975 antes mencionada, Juan Carlos I sólo contaba con la legitimidad de la legalidad franquista. Tuvo que esforzarse -y lo hizo- en ganarse la legitimidad de ejercicio y la legitimidad popular, tan importantes para una institución como la Corona. Aunque en una España de nuevo monárquica, pero sin monárquicos como era aquélla -antes al contrario, no despertaba Juanito el Breve, como se le apodó, simpatías en casi ningún flanco, ni resultaba sencillo enfrentar décadas de feroz propaganda antimonárquica auspiciada por el propio régimen-, la legitimidad histórica y dinástica sólo importaba en sectores muy reducidos, como es lógico para el nuevo Rey resultaba indigerible la anomalía que suponía la cohabitación no resuelta en la titularidad de la dinastía.

Don Juan de Borbón y Battenberg fue el tercer hijo varón del último rey antes de la llegada de la II República, Alfonso XIII. No nació predestinado a ocupar el Trono. Pero las renuncias de sus dos hermanos mayores le convirtieron en heredero de derecho. Y, a la muerte en 1941 de su padre, en jefe de la Casa.

La proclamación del Manifiesto de Lausana, en 1945, condenó a Don Juan a perder para siempre el Trono. Fue aquél un claro compromiso de asociar la Monarquía tradicional con un paraguas «para todos los españoles» y con las libertades. Cómo se parece la música y la letra de aquel Manifiesto con el primer discurso de Don Juan Carlos del 75. Lo que Don Juan prometía era una Monarquía parlamentaria, en un régimen democrático y liberal a imagen y semejanza de todas las Monarquías que sobrevivirían en Europa al tsunami republicano del siglo XX. Naturalmente, todo incompatible con quien detentaba todo el poder en España, Francisco Franco, y con el franquismo, que le convirtieron en bestia negra.

La España constituida en Reino con la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, en 1947, ni qué decir tiene que no contemplaba a Don Juan. Y si en lo humano es comprensible que éste se doliera de la traición que supuso la aceptación de Don Juan Carlos como sucesor de Franco, en 1969, lo que convirtió al dictador en «un hacedor de reyes», en expresión del constitucionalista Javier Tajadura, no es menos cierto que ningún sentido habría tenido el esfuerzo familiar de enviar al Príncipe a España con 10 años si éste hubiese rechazado la única oportunidad que se le presentaba a la dinastía de recuperar algún día el Trono.

A la postre, Don Juan lo comprendió. Y mostró grandeza histórica y responsabilidad de Estado con la renuncia a sus derechos dinásticos, en mayo de 1977, una vez convocadas las primeras elecciones democráticas, gesto que, si bien carecía de todo efecto jurídico-institucional, sí tenía peso simbólico y allanaba el camino a su hijo.

Un monarca sin poderes efectivos

Pero, siendo notable la ejecutoria de Don Juan Carlos en aquellos años de la Transición, más destacable es si cabe el hito que supuso que, por primera vez en nuestra Historia, él encarnara a partir de 1978 una Monarquía parlamentaria y constitucional, en la que como Jefe de Estado se veía despojado de todos los poderes efectivos. El sistema culminaba su transmutación a una democracia completa, con el pueblo español como único receptor de la soberanía nacional. No sólo quedaba atrás una larga dictadura. También era ya un lejano pasado la Monarquía en la que su titular era soberano, en solitario o junto a las Cortes, como había sucedido durante la Restauración. Se instauraba, pues, una Corona ex novo.

A aquellas alturas, Juan Carlos I se había ganado ser percibido, en palabras de José María de Areilza, «como la clave del arco de la operación que se iba definiendo en el horizonte; afianzado como definitiva referencia arbitral y suprema en cuya persona se anudaban las diversas posibilidades que se ofrecían para lograr un consenso lo más amplio posible que hiciera viable el entendimiento constitucional».

No fue la forma política del Estado asunto que ocupara demasiado al constituyente. El Grupo Parlamentario Socialista presentó inicialmente su enmienda al Título II con el fin de que España se definiera como República. Pero basta ir a los diarios de sesiones de las Cortes para constatar que aquello apenas fue una escenificación. Desde UCD se defendió que la Monarquía «ha sido el motor que ha permitido la pacífica instauración de la democracia». Y el PSOE garantizó enseguida su aceptación si el pueblo español la respaldaba con la aprobación de la Constitución, como así ocurrió en 1978. El monarca se convertía en lo que Benjamín Constant definió como un poder neutro.

Desde ese momento, la legitimidad de cualquier Rey, empezando por el propio Juan Carlos I hasta su abdicación en 2014, es constitucional y democrática. El hoy monarca, Felipe VI, es el eslabón de una dinastía secular, sí, pero su legitimidad es legal-racional, a lo que une su esfuerzo para cultivar la tradicional y carismática -ésta fruto del mérito en el desempeño, en el ejercicio, en el plebiscito diario que decía Renan-, siguiendo la terminología clásica de Weber.

No puede extrañar así la firmeza y casi obsesión de Don Felipe para guardar y hacer guardar la Constitución, como está obligado, sino también la constante ligazón de su reinado con el espíritu de la Transición del que emanó esa «Monarquía para todos» plenamente vigente, y con la que ya estuvieron comprometidos su abuelo y su padre.

Encarna el Rey la más alta magistratura del Estado, despliega todo el carácter simbólico de la unidad y ejerce las funciones de representación, integración y arbitraje recogidas en el Título II de la Constitución. Pero, además, bajo el reinado de Felipe VI la Monarquía parlamentaria hace de la necesidad virtud, comprometida con los más altos estándares de ejemplaridad, preocupada, a la vista está, por dignificar la vida pública.

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