Publicado: junio 8, 2025, 6:07 pm
El ciudadano sale de su portal en el madrileño barrio de Argüelles con el cabreo bajo la gorra y la rojigualda sobre los hombros, y comienza a ascender la cuesta de San Vicente hacia la plaza de España. Allí ha convocado el PP una manifestación para antisanchistas de todos los partidos, y nuestro ciudadano está decidido a desafiar el calor, el polen y el atávico recelo de la derecha a la disputa de la calle con la izquierda. Como ese hombre habrá otros 100.000 según los organizadores y 50.000 según el delegado imputado del Gobierno, así que dejémoslo en 75.000. No está mal para un domingo de junio y está mal para un país secuestrado por la mafia si tomamos al pie de la letra a la oposición. En resumen, la mani constituye un éxito orgánico para Feijóo al tiempo que blinda la impavidez de Pedro.
En nuestras sociedades atomizadas por el algoritmo a las manifestaciones se les está poniendo cara de miriñaque o de cabina telefónica. Son reliquias de un tiempo analógico y presencial, cuando la conversación pública compartía tema y la gente carecía de perfil en redes donde desgañitarse. Esa comunidad de sentido cada vez está más fragmentada, circunstancia tecnológica que explotan muy bien los autócratas. De modo que hace tiempo que las manifas dejaron de ser masivas y transversales: no se convocan para provocar cambios reales o para congregar a los distintos sino para mantener movilizados a los propios. Pero el éxito paradójico de esta concentración se mide por el fracaso de su principal objetivo: el adelanto electoral. Que Pedro se resista a poner las urnas demuestra justamente que el PP está en disposición demoscópica de gobernar desde ya mismo. Por eso esta legislatura podrida durará, explorando su propio estado de descomposición, cronificada en los minutos de la basura. O de la cloaca.
El escenario de la plaza de España no parece el idóneo para exhibir músculo numérico. Como manifestódromo deja mucho que desear, por fortuna, porque su hermosa reforma privilegia la experiencia individual del paseante, no la indignación anónima de la masa. En las esquinas se aburrían los policías junto a sus lecheras, puro atrezo en las manifestaciones de derecha y diana rabiosa en los aquelarres de la izquierda. Misa, manifa y Morante a las siete en Las Ventas: las tres emes del domingo perfecto para la grey liberal-conservadora. Es posible que el aspecto de la plaza luciera más limpio tras disolverse la concentración, si acaso con algún parterre pisoteado en el afán por acercarse al bafle del que salía la voz de Ayuso. A las terrazas del hotel Riu se asomaban guiris curiosos, quizá preguntándose cuánto les iban a cobrar por la performance typical spanish a la hora del brunch. Lástima que en el balcón de su lujoso picadero de la Torre de Madrid no se recortara de pronto la silueta de Jésica abriéndose de bata en homenaje a su papichulo, el ciclón de Teruel, el tornado de Sigüenza, nuestro tigre devorador de catálogos lenceros: don José Luis Ábalos Meco.
Las pancartas reflejaban la motivación política y la aptitud prosódica de cada cual. «Mafia o democracia». «La amnistía es una felonía». «Sánchez y Puigdemont deben estar en prisión». Un ayusista irredento pedía el cambio de Feijóo por la presidenta madrileña. Y el cartelón de un patriota entrañable rezaba así: «Despierta, España: este país no merece un Gobierno tan ruin». El problema, estimado compatriota, es que igual sí se lo merece. Bien lo sabía Cervantes, que contemplaba al gentío desde el trono de su monumento, flanqueado por sus criaturas. ¿No miraba Maritornes al piso de Jésica? ¿No temían Rinconete y Cortadillo que les confundieran con Koldo y Santos Cerdán?
Carlos Moreno el Pulpo entretenía al personal alternando en megafonía las consignas con las canciones, consciente de que ya no se lleva la protesta adusta, a capela. En este Madrid enemigo jurado del aburrimiento hasta el cabreo más sordo debe adoptar formas festivas. Cuando el alcalde Almeida cedió la palabra a Ayuso, la marea rojigualda rugió. Era una forma de retribuirle la cobra a Mónica García en Barcelona o la espantada del pinganillo. La presidenta se reafirmó en su liberalismo de combate, clamando contra «la dictadura de las minorías, los resentidos, los vividores de lo público, los que normalizan el crimen pero criminalizan la vida normal». Y por si hubieran quedado dudas el viernes, repitió que España no es plurinacional, que los que sobran son los que quieren hacernos extranjeros en nuestra propia patria y pidió menos besos y más respeto por la igualdad y la libertad. La plaza alcanzó entonces su punto de ebullición para recibir a Feijóo, con quien Ayuso se esfuerza siempre por evidenciar sintonía para deshacer los equívocos envenenados de los rivales y aún más de los partidarios. «Gracias por unirnos a todos, presidente».
El líder gallego va adquiriendo una imprevista comodidad en el género caliente del mitin. No renuncia a su identidad templada: «Hay en mi partido distintas intensidades, pero nos une el mismo objetivo. Derribaremos el muro y sobre sus escombros construiremos puentes. Nadie me va a mover de la centralidad». Pero junto con este llamamiento a la España de la idea y no de la rabia, por la senda de la grandeza y no por el atajo de la furia, también ensaya ahora una conexión más directa con la muchedumbre. Para arrancar una ovación solo tiene que invocar la dignidad de España y nombrar al Innombrable, interpelarlo para que «se rinda a la democracia» y corear con el público la alternativa a los últimos escándalos, pronto superados por los venideros. Definitivamente esta iniciativa callejera le habrá servido para reforzar la comunión con el ala más impaciente del centroderecha. Y no olvidó mandar un recado a Vox: «Nosotros no vamos a equivocarnos jamás de adversario».
Ya metido en el papel de restaurador de la moral pública, Alberto Núñez Feijóo se despidió con un encargo de resonancias evangélicas: «Españoles: vuestros derechos están en juego. Os convocamos a defenderlos. Volved y contad lo que habéis visto». O sea, un Pentecostés civil y sin pinganillos.