Publicado: octubre 26, 2025, 12:07 am
Es torcer en la calle de San Joaquim hacia la de Benlliure y mudársele el rostro. Desde la esquina ya se ve el ramo de rosas rojas artificiales prendido en la reja de la ventana de la tercera casa de la fila de la izquierda, la que lleva el número 20. «No sé si os acordaréis; bueno, claro que os acordáis. Ahí había una montaña enorme de coches, todo esto estaba lleno de barro, las alcantarillas llenas, todo el mundo tirando el barro en ellas…».
Raquel Navarro Muñoz, de 49 años, señala aquí y allá y hace como que carga y tira una palada de lodo mientras camina, aún entera, hacia la vivienda del ramo. «Hay algunas casitas que ya han arreglado; ésta de la esquina, por ejemplo; esta otra está en proceso», dice junto a dos sacos grandes de escombros, cuando está ya frente a la casa de las rosas rojas.
Se acerca a ellas, las acaricia y se derrumba. «Me dijeron: ‘No entres, Raquel, es mejor que no lo veas, no entres’. Pero yo quise entrar para despedirme de él. Y eso no se me va a olvidar en la vida. No tuvo posibilidad de salvarse, ni mi tío ni mucha más gente. Cada vez que vengo se me retuerce el estómago. Desde entonces he venido sólo una vez a ver a mi tía. Debería venir más, pero es que no puedo, no puedo».
A Raquel Navarro la conocimos hace un año, exactamente el jueves 31 de octubre de 2024, dos días después de la dana. Hasta esa mañana, ni los servicios de emergencias, ni el Ejército, ni los medios de comunicación habían entrado en Paiporta, a la que solo se podía acceder a pie. Cuando llegamos, la tragedia estaba prácticamente virgen, casi sin mirar ni contar. Habíamos arrancado a caminar desde una Valencia impoluta -ni un cristal de escaparate roto o manchado de barro- y unos cinco kilómetros después nos asomamos a un escenario dantesco.
Los vecinos -27.750 censados- no tenían agua, ni luz, ni comida, ni cobertura telefónica. La riada los había golpeado con tanta fuerza que había arrancado los cierres metálicos de los negocios o los había retorcido como si fueran de papel albal. Todos los comercios de Paiporta habían sido saqueados. Los de bienes de primera necesidad, como supermercados y farmacias, pero también las joyerías o las tiendas de aparatos de aire acondicionado.
Las familias que habían perdido a un ser querido tenían aún a los muertos en casa. Los equipos forenses, a quienes se autorizó extraordinariamente para que pudieran realizar levantamientos de cadáveres ante la saturación de los jueces de guardia, acababan también de llegar a Paiporta. «Fue una guerra sin bombas», nos dirá después Carmen Romero, quien estuvo nueve días buscando a su hijo Fidel, al que finalmente encontraron muerto. En Paiporta la dana dejó 46 cadáveres de los 237 que se cobró en total.
Un año atrás, exactamente a las 14.30 horas del 31 de octubre de 2024, giramos en la esquina de San Joaquim, como hemos hecho ahora pero arrastrando los pies por el lodo, y encontramos a Raquel, vestida de negro, embarrada, y sentada en una silla frente a la ventana donde ahora están las flores. Dentro de la vivienda, 43 horas después de que el agua anegara la casa de una sola planta, permanecía tumbado en un colchón el cuerpo inerte de su tío, Reyes Gómez, de 78 años.
A la izquierda de Raquel, en otra silla, con unas bolsas de basura negras atadas en las piernas para tratar de proteger los bajos de los pantalones, estaba Nuria, nieta del difunto. La única hija de Reyes, Inma, permanecía de pie, empujando sin parar el agua sucia hacia la boca de la alcantarilla con un cepillo, como una autómata. Así las retrató Carlos García Pozo aquel mediodía, poco después de que los bomberos se marcharan: «Ahora vendrán a por él», dijeron. Fue la impactante imagen de la portada de EL MUNDO el 1 de noviembre de 2024.
La imagen de portada en la que Raquel esperaba que recogieran el cadáver de su tío.
Mientras barría el lodo, la hija contaba por encima el destrozo humano que la dana había hecho en la casa. «Dentro estaban mi madre y mi padre, que vivían aquí solos. Mi madre logró subirse a la uralita del patio -no sé ni cómo lo consiguió la mujer, que ya tiene 80 años-, pero mi padre, que estaba en silla de ruedas, no. Cuando logramos llegar a la casa, a las tres de la madrugada, ya no pudimos hacer nada».
Circuló luego la historia de que Filomena, que así se llama la octogenaria superviviente, había tenido que elegir entre ahogarse con su marido impedido o salvar al menos una vida, la suya. Así nos lo contó unas semanas después un voluntario al que entrevistamos por otro tema y que provenía del pueblo de Filomena, Don Benito (Badajoz). Hasta allí había llegado el relato distorsionado, según aclara ahora Raquel.
«Mi tía estaba en el patio tratando de quitar la trampilla del desagüe, a ver si tragaba agua, pero nada. Y fue a abrir la puerta para entrar de nuevo en la casa y ya no pudo por la presión del agua, que había subido mucho. Mi tío estaba en la habitación de al lado. ‘¡¡¡Reyes, Reyes, Reyes!!!’. Ella lo llamaba, pero él no la oía. Aparte de que había mucho ruido, nos quedamos todos a oscuras. Mi tío estaba acostado en la cama; si el colchón hubiera flotado… Hubo mucha gente que se salvó así».
Los vecinos de las casas cercanas veían a Filomena en peligro en el patio y le gritaban desde las ventanas: «¡¡Sube, sube, sube!!!». «El patio tenía una uralita de plástico duro arriba y gracias a que había unas escaleras plegables logró subirse a la uralita. Pasó allí toda la noche. Los primeros en llegar a la casa fueron mi hermana Mónica, mi sobrina Miriam, una chica de Paiporta que es policía y un vecino. Tuvieron que derribar la puerta con un martillo. A mi tía la encontraron subida en la uralita, temblando de frío. A mi tío…».
Raquel nos contaba esto antes de la dolorosa visita a la casa de su tío Reyes, tomando un café en la plaza Xúquer. Su relato lo interrumpía el megáfono de un vehículo municipal que recorría la población anunciando el fallecimiento de un vecino. «Es algo habitual, suelen hacerlo», aclaraba Raquel ante nuestra extrañeza.
El coche había entrado en la plaza por la esquina donde ahora está Reforhome, uno de los muchos negocios que han surgido ante la enorme necesidad de obrar las viviendas destruidas por la riada. «Ahí antes había como un almacén en el que un señor guardaba sus herramientas de trabajo», explica Raquel. No hay calle en el que no se oigan martillazos o sierras metálicas. Paiporta está aún en fase de reconstrucción.
«Tardaron cinco días en llevarse a mi tío». La seguridad con la que Raquel dice esto nos desconcierta. Le explicamos que eso no es posible, puesto que nosotros las retratamos velando el cuerpo el 31 de octubre -dos días después de la dana- y al día siguiente, 1 de noviembre, regresamos y ya no había nadie en la vivienda. Sólo encontramos la silla de ruedas de Reyes vacía.
La madre de Raquel, María José, con quien nos cruzaremos después, insistirá en lo mismo: «Cinco días estuvo mi cuñado Reyes en el comedor. Había tantos difuntos que tardaron cinco días en llevárselos».
Y tras nuestra visita a Paiporta, ya de vuelta a Madrid, recibimos un audio de Raquel. Sigue dándole vueltas a que fueron cinco días y ha consultado a una nieta de Reyes. «Le he preguntado: ‘¿Al yayo cuantos días tardaron en llevárselo?’. Y me dice que al quinto por la noche. Me acuerdo de que estaba oscuro ya. Vinieron los bomberos, lo pusieron en una camilla, lo taparon y tuvimos que andar hasta donde estaba la pizzería Capri más o menos [300 metros]. Allí había furgonetas, no una, había varias, y tenían como literas. No se me olvida: a mi tío lo pusieron de los últimos abajo; había cuatro o así en cada furgoneta».
No se veía entonces por el barro, pero el suelo de la calle donde vivía Reyes es adoquinado. Frente a las fachadas de las viviendas, donde hace un año apilaban los muebles que el agua había destruido, hay ahora una hilera de macetas con plantas. Una montaña de coches taponaba entonces el paso a mitad de la calle y había otro embotellamiento similar al final de la vía, de modo que los vecinos de en medio quedaron atrapados.
«A una señora mayor de esa casa le ataban la comida a una cuerda y se la subían», dice Raquel señalando a un primer piso. En otra de estas viviendas aisladas una familia custodiaba el cadáver de la abuela. No sabe Raquel cuánto tiempo tardaron en poder sacarla.
Del número 20 de la calle Benlliure a la rambla del Poyo, el barranco que se desbordó con una fiereza nunca antes vista en Paiporta, hay unos 300 metros sembrados de casas con fallecidos. «Aquí falta la madre de mi amiga Eva», dice Raquel señalando a un solar del Carrer de la Font en el que antes de la dana había dos casas bajas. «Estuvo con el yerno aguantando, aguantando, pero tragó tanta agua… Pasó 30 días en el hospital y falleció».
A su izquierda está la fuente en la que grabamos a los vecinos haciendo cola para llenar botellas y garrafas porque no tenían agua. «En esas dos casas también había coronas de flores», continúa Raquel sin moverse del sitio, apuntando ahora con el dedo a dos viviendas a su derecha: a la que tiene pintada una «x» en la fachada junto a la leyenda «no entrar, peligro», y a la de al lado.
Carmen Romero y su hijo David, con el retrato de Fidel, gemelo de David fallecido.
Por estas mismas calles avanzábamos siguiendo a David Montero Romero el 1 de noviembre de 2024, tres días después de la dana. Era viernes, inicio del Puente de Todos los Santos, y Paiporta había sido tomada por un ejército de voluntarios. Entre aquella marabunta encontramos a David, desesperado porque les faltaba su hermano gemelo, Fidel, de 49 años.
Había salido de casa para poner a resguardo su coche y, sorprendido por la repentina riada, había aguantado agarrado durante horas a una farola o un árbol de la plaza Xúquer. Desde una ventanita del trastero lo vieron su mujer y su hijo cuando, ya bajando el nivel del agua, regresaba a casa. «¡Fidel, sube ya!», le pidió ella. «¡Voy!», respondió él.
Esto fue lo último que supieron de él, nos contaba David sentado en el patio de la casa del desaparecido. De ella entraban y salían los voluntarios que estaban ayudándole a limpiar y a tirar lo inservible, que era prácticamente todo. Entre lo poco rescatable estaban las fotografías familiares de su hermano. David les quitó un poco el barro con las manos y las mostró a la cámara. Así apareció en la portada de EL MUNDO el 2 de noviembre.
La búsqueda de Fidel, en la portada de EL MUNDO.
Un año después, cuando bajamos por la calle Primero de Mayo hacia el barranco del Poyo, nos cruzamos de casualidad con la madre del fallecido Fidel, Carmen Romero, a quien acompaña la madre de Raquel. Las familias se conocen mucho: «Fidel era amigo de mi hermana y yo iba a clase con su hermano Raúl», nos sitúa Raquel. Así, para nuestra sorpresa, se conectan los dos primeros reportajes sobre la dana que hicimos en Paiporta. Y aún nos falta por descubrir el nexo, mucho más impactante, con una tercera historia.
Nos lo revela Carmen Romero, la madre de Fidel. La mujer camina ayudada por un andador y tira de un carrito de la compra de color marrón. Es menuda pero muy corajuda. No hace falta casi preguntarle para que suelte del tirón el dolor y el rencor que lleva dentro. «Sigo sin quitarme a mi hijo de la cabeza. Quién se iba a imaginar que hacía media hora que había hablado con él y… No avisaron a tiempo, porque ellos lo sabían, lo sabían. Conozco a gente a la que sus hijos les avisaron desde Utiel [el primer punto de la comunidad valenciana embestido por la dana; allí llegó a las 14.00 horas -cinco antes que a Paiporta-; seis muertos], les dijeron que se subieran a los balcones. Y le echan la culpa a los que fueron a por los coches. Pero, desgraciados, si no llovía, si lo que vino fue un tsunami», se desahoga Carmen antes de señalar a la intersección de las calles Florida y Lepanto, lo que en Paiporta llaman «las cuatro esquinas».
«Por esa calle murió mi hijo. Al cruzar para su casa le pilló un coche o una nevera y le dio un golpe. Trece días desaparecido y estaba en una tienda de aire acondicionado al lado del [supermercado] Dia. ¿Y sabe lo que pone en el certificado de defunción? Muerte por accidente el día 30. Pero, ¿seréis sinvergüenzas? ¿Por accidente de qué?, ¿qué accidente? Fuerte, atleta, trabajador, familiar… y que se fuera en media hora. Esto ha sido una guerra sin bombas», dice de carrerilla y muy encendida.
Se viene abajo, y acongoja más tarde, cuando le preguntamos si nos acompañaría al cementerio. La negativa es rotunda. No ha ido nunca a ver la tumba de su hijo. No ha sido capaz de enfrentarse a ello. «Ni el día del entierro pude entrar; me quedé en la puerta», cuenta.
La mención que antes ha hecho Carmen sobre que su hijo fue hallado dentro de una tienda de aparatos de climatización nos deja pensativos. Resulta que, tras aquella primera incursión en Paiporta, regresamos diez días después para entrevistar a quienes se habían quedado sin negocio y sin casa. Era el caso de Mariloli Fernández, a quien la tromba sorprendió en el establecimiento de aire acondicionado que regenta en un bajo de la calle Santa Ana. Se había salvado escalando a los pisos de arriba con la ayuda de los vecinos. «Desde allí vi a la gente ahogarse, vi cómo una persona entraba en mi tienda ahogada. Dije desde el primer día que allí había un fallecido y han tardado ocho días en sacarlo», contaba entonces.
La primera mañana de Mariloli y su familia de regreso a su casa.
«Sí, Fidel estaba en mi tienda», nos responde ahora», cuando le escribimos para transmitirle lo que nos ha contado Carmen. No podemos visitarla en persona porque se encuentra de viaje fuera de España. «Yo sabía que había alguien pero no me querían ayudar. Es que fue todo impresionante. Si echo la vista atrás, ni me creo lo que hemos pasado«, dice.
Le preguntamos si ha recuperado ya la casa y el negocio y nos envía una imagen en la que se la ve junto a su marido, sus dos hijas y el perro, en el sofá, todos en pijama: «La foto de la primera mañana que despertamos juntos otra vez en casa. Uf, ver esa foto… se me saltan las lágrimas». Hasta entonces -1 de julio de 2025, ocho meses después de la dana- estuvieron viviendo separados: las hijas con unos abuelos; el matrimonio con los otros. El negocio lo abrieron en marzo.
Mariloli nos dijo que habían tardado ocho días en ir a recoger el cuerpo de su tienda. La madre de Fidel pensaba que habían sido 13. David, el gemelo, nos escribió esto el 7 de noviembre, nueve días después de la riada: «Hola, Ana. Hoy me ha llamado la Guardia Civil. Me han confirmado que han identificado a mi hermano. Ya se ha acabado nuestra angustia«.
Mariloli en su casa, destrozada, unos días después de la riada.
La dana les distorsionó el paso del tiempo, les desordenó el calendario y les paró la vida. Cuántas cosas previstas para el día siguiente nunca sucedieron. La cita que tenía Raquel, por ejemplo, para que le dieran los resultados de una biopsia de mama. «No fui hasta un mes después porque era imposible salir de aquí. Fue sentarme en la consulta y me dice la médica: ‘Es un carcicoma, hay que intervenir urgente'».
Durante la entrevista se acerca a saludarla otra mujer operada de cáncer de mama.
-A mí me duele más ahora, ¿eh?
-A mí me lo quitaron todo y la oncóloga me dijo: «El dolor no se te va a ir, sobre todo con los cambios de tiempo».
-Hay que asimilar que va a ser así.
El 30 de octubre también se inauguraba el negocio de frutas y verduras que hay en un esquinazo de la plaza Xúquer y que regenta una familia india. Fueron muy grabados y fotografiados en los días posteriores a la dana porque repartían víveres en el local que había arrasado el agua ataviados con coloridos turbantes. Hasta hace un mes no pudieron abrir la tienda, cuenta Manik, el dueño.
Al lado está la iglesia de San Ramón, a cuya poyata, de no menos de dos metros de altura, lograron subirse la hermana y la sobrina de Raquel cuando el agua ya las arrastraba. «Nunca vimos la muerte tan cerca», se escucha decir a las sobrina en una entrevista en televisión.
Raquel sobrevivió agarrada a una tubería unos 50 metros más arriba, en la misma calle San Antonio. Cuando la encontramos sentada en la puerta de la casa de su tío, tenía los brazos morados y agarrotados de la fuerza que tuvo que hacer -«durante cuatro o cinco horas»- para que no se la llevara la corriente.
Justo donde está la tubería, en la esquina con la calle Luis Martí, han puesto un baldosín que a unos dos metros y medio de altura. «20.10.2024. Fins ací va a arribar la riuà. Sols el poble salva al poble«, está grabado en la loseta. «Hasta aquí llegó la riada. Sólo el pueblo salva al pueblo».





