Publicado: agosto 14, 2025, 2:07 am
Las únicas islas de piel que el traje ignÃfugo y los guantes dejan al descubierto llegan teñidas de negro. No es sólo hollÃn, es la ceniza que flota en el aire y el polvo de lo que ardió -y sigue haciéndolo- adherido. Se aprecia un corte nÃtido, ahà donde las gafas de protección y la sombra del casco no alcanzó, en el que se ve una piel curtida hasta alcanzar un color marrón. El corte del pantalón ya no se distingue porque la tierra muerta y calcinada, pisada durante más de 12 horas, se ha encargado de borrarlo. Asà se ve, al final del dÃa, a aquellos que están combatiendo el fuego en primera lÃnea y los que caminan casi sobre las brasas en la emergencia que asola El Bierzo. Uno podrÃa creer que son efectivos de la Unidad Militar de Emergencias (UME), pero no. Son los otros, aquellos que no acostumbran a aparecer en las portadas y usan monos -no uniformes- de trabajo: los peones forestales. «Hoy hemos estado a punto de no contarlo», asegura Alberto, cuando EL MUNDO acude al encuentro de estas cuadrillas al término del dÃa, ya con la noche cerrada, en el Puesto de Mando Avanzado del operativo de la lucha contra incendios afincado en Carucedo y antes de que se marchen a descansar al pabellón Lydia ValentÃn (Ponferrada) en colchones hinchables y camas plegables de la Cruz Roja.
Catorce hombres -pertenecientes a los grupos Romeo 1.2 y 10.2- que llegaron a este municipio de León el pasado lunes por la mañana, tras partir casi de madrugada desde su base en Burgos. Pero esta ciudad no es, para la mayorÃa, su casa. Viven en pueblos desperdigados por la provincia y alguno, incluso, tuvo que sumar cien kilómetros extra (distancia que separa el pueblo de Espinosa de Los Monteros de la capital provincial) para reunirse con sus compañeros. Tres horas de viaje matutino, en cuatro camionetas pick-up, para bajarse sin ceremonia y empezar a trabajar. La primera jornada duró catorce horas. Y aún querÃan más. «HabÃa un pueblo completamente rodeado por las llamas, lo dieron por perdido, pero te puedo asegurar que nosotros, 14 hombres con sus siete mochilas, hubiésemos conseguido apagarlo«, comenta uno de ellos. Pertenecen a los poco más de 2.400 profesionales de la entidad pública española Tragsa (Empresa de Transformación Agraria, S.A) que cada año participan en las campañas de incendios en territorio nacional y es este perfil profesional el que más abunda dentro de las categorÃas profesionales de la compañÃa (1527 trabajadores de este tipo) a los que se suman capataces, conductores, técnicos, vigilantes, maquinistas y auxiliares de ayuda logÃstica.
Las diferencias con los agentes de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado (Guardia Civil y UME), que están en el lugar, son palpables. Basta una mirada rápida para notarlo: el porte militar, medido y erguido, construido a base de instrucción y preparación militar, frente al cuerpo moldeado por años de monte, sol y humo, con la escasa musculatura hecha asà misma. Los uniformes de la UME parecen recién fabricados al lado de los trajes de los peones cuyo color original es ya una hipótesis bajo capas de polvo y ceniza.
Después del trabajo, un peón se refresca con el agua que sale de uno de sus vehÃculos
«Económicamente se podrÃa decir que no compensa, pero algo hay que llevar a casa», apunta Diego, con media sonrisa. Una frase que encierra otra diferencia difÃcil de ignorar: la masa salarial. El sueldo medio de un peón forestal ronda los 1.100 euros mensuales (unos 1.253 euros brutos), mientras que el salario más bajo en la UME -el de un soldado raso- asciende a 1.500 euros, a los que se suma un complemento de entre 60 y 80 euros por cada dÃa que se encuentren desplazados sobre el terreno. «El que tiene suerte está activado durante 10 meses, cobra uno de paro y el otro lo usa de vacaciones. Pero a muchos de nosotros nos activan de junio a octubre, aproximadamente», cuenta Ian. «Cuando no estamos luchando contra el fuego, nos dedicamos a labores de limpieza, mantenimiento y conservación de los terrenos o zonas forestales».
SIN ‘VIA CRUCIS’ DE MANDO
En estas cuadrillas en especÃfico, las órdenes llegan de tres guardias forestales que deciden, sobre el terreno, cómo y dónde atacar el fuego. Mientras tanto, los militares desplegados han de esperar a que la cadena de mando -Ministerio de Defensa, jefe de la UME y Unidad de Cuartel General- complete su via crucis burocrático antes de poder actuar. Para entonces, los peones ya han bajado laderas, subido montes y metido el cuerpo en la zona más caliente del incendio, armados únicamente con lo que tienen a mano: batefuegos, mochilas extintoras y dos camiones-bomba, conocidos popularmente como charlies. «Un segundo puede ser crucial y la maleza puede jugarte malas pasadas», dice José Ramón. «El fuego no me da miedo. Hace hoy justo 39 años la guerrilla, en una emboscada, asesinó a siete compañeros mÃos del Ejército colombiano. Eso si que es miedo», continúa.
En los últimos dÃas, las carreteras que trepan hacia las comarcas de El Bierzo y la Cabrera Baja han sido escenario y testigo de un tráfico poco habitual con un desfile constante de vehÃculos de toda clase, con especial presencia de los camiones pesados que trasladan personal militar y material. En la zona, la UME ha desplegado 200 militares y 73 vehÃculos. Pero lo que más llama la atención no son esas moles pesadas, sino las pick-ups forestales, vehÃculos que apenas se levantan veinte centÃmetros sobre el suelo y que se deslizan por las curvas y pistas con gran agilidad.
Este periódico pudo comprobar en una de esas subidas como, tras el alto de una vecina que habÃa visto desde la carretera levantarse una columna de humo -posible señal de que un foco se reavivaba muy cerca de su pueblo-, las pick-ups eran capaces de alcanzar un punto de aviso sin colapsar la vÃa. Una maniobra rápida y sencilla para que, en unos minutos, los peones estuvieran ya sobre el terreno, evaluando la situación y desplegando su equipo. Todo gracias a una formación de vehÃculos relativamente ligera y compacta conformada por cuatro pick-ups, un todoterreno y dos «charlies» (vehÃculos cisterna de ataque rápido), un convoy modesto en tamaño pero quirúrgico en su eficacia.
Tres de los peones se ponen el traje ignÃfugo y las botas antes de comenzar la faena
Una intervención -posiblemente, un trámite sin misterios a ojos de quién acumula años peleando contra el fuego- que, en absoluto, fue un augurio de lo que vendrÃa durante el resto de la jornada del martes. «Sin duda, hoy ha sido peor que la jornada del lunes», explica Alberto. «Dejamos los coches arriba y bajamos la ladera, estábamos trabajando cuando de repente se reactivó un fuego que, cada vez, se nos echaba más encima«, completa José Ramón. En las zonas de monte y bosque, no sólo han tenido que lidiar con los frentes de fuego, sino también con otros vecinales.
Hombres y mujeres que, armados con cualquier cosa que consideran útil, se adentran en el monte para intentar prevenir que las llamas avancen o, incluso, apagarlas ellos mismos. Una conducta que se repite en cualquier zona asolada por el fuego y que está alimentada por una sensación de abandono y desprotección que llevan dÃas denunciando. «Te dicen: ‘yo no tengo por qué acatar órdenes de nadie, estoy aquà para intentar que el fuego no baje a nuestras casas’ y, en el fondo, les entendemos, pero nosotros tenemos que hacer nuestro trabajo que también es advertirles de los riesgos que corren», explica José Ramón.
También deben sobreponerse a los daños inesperados que el fuego inflige al reducido equipo que estos hombres llevan consigo. «Ahà arriba se nos quemó parte de una manguera que tenemos», cuenta Alberto. «Entonces, estuvimos valorando cómo podrÃamos cortarla y aprovechar su anchura para poder hacer de ella dos mangueras un poco más finas que nos fueran útiles». Se recuperan de las adversidades con una extraordinaria naturalidad. Y es que, además del calor abrasador del fuego, cargan con el calor de los trajes ignÃfugos (compuestos, mayoritariamente, con algodón, aramida y fibras de vidrio) y el ardor invisible de la adrenalina, que los recorre mientras siguen adelante sin ceder ni un paso. A lo que se le suma, ante la falta de mascarillas una braga de cuello térmica para reducir la cantidad de polvo y partÃculas que entran en sus aparatos respiratorios.
Una vez que suben al monte, no vuelven a bajar en toda la jornada. Y entonces descubren otra forma de resistencia: la de soportar la logÃstica alimentaria. Como ellos mismos relatan a EL MUNDO, el primer dÃa tuvieron que dedicarse a «mendigar agua», pidiéndola «casi a cualquier persona» que veÃan, mientras el calor no les daba tregua. La dieta, por su parte, no parecÃa diseñada para hombres que se enfrentan a un incendio durante horas y horas: un bocadillo de «pan duro», que más que alimento parecÃa las sobras que alguien no quiso y un desafÃo a los dientes y al ánimo.
Algunos de ellos recibiendo la comida con la que tienen que aguantar todo el dÃa
Su suerte cambió al segundo dÃa, aunque con esa generosidad que parece salida de un despacho con poco contacto con la realidad del monte. Las botellas de agua se multiplicaron y en las bolsas de comida encontraron, como muestran las imágenes que acompañan a este reportaje, ensaladas con garbanzos, un trozo de pan, una lata de sardinas, un zumo y una manzana. Todo un menú gourmet para soportar lo que, en realidad, era una interminable jornada marcada por el calor, los vientos cambiantes y algún que otro susto que no estaba en la carta. Su cena tuvo una pauta alimentaria parecida.
«con el corazón roto»
Ya replegados, cuando por fin pisan el centro de mando, todavÃa conservan fuerzas para bromear entre ellos, como si el humor fuera el hilo que los sostiene frente al cansancio que aplasta los huesos y adormece los músculos. Cansados, extenuados, sudados y con el traje impregnado de humo, hay, sin embargo, espacio para la reflexión sobre lo vivido durante el dÃa. «Te vas a dormir relativamente tranquilo porque sabes que estás haciendo todo lo posible por ayudar a la gente», dice a este periódico el veinteañero Diego. «Pero te sigue doliendo en el corazón ver cómo estas personas están sufriendo«, apunta su compañero Ian. «Hay veces que se te acerca, como le pasó a un compañero, un vecino llorando y desbordado que te pide que, por favor, le ayudes. Y tienes un debate interno porque ayudarle serÃa desacatar lo que dicen nuestras directrices. Ahora ya tú imagÃnate lo que decidimos ante esas situaciones», prosigue.
Su trabajo, por hoy, ha terminado. El cansancio se acabará yendo de estos cuerpos, pero el profundo respeto que guardan por la naturaleza parece, por sus palabras, ser una certeza que nunca les abandonará. «Lo hacemos porque nos gusta. Ni por el dinero, ni por la Junta. Lo hacemos por nuestros bosques y la gente. Muchos hemos crecido con estos bosques, que plantamos y vemos crecer, y no nos gusta ni que se quemen ni que los quemen», concluye Iker.