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No todo vale en el seguimiento a la Princesa Leonor ni Zarzuela debe aspirar a ponerle puertas al campo

Publicado: marzo 23, 2025, 3:07 am

Igual que de la pandemia de coronavirus no salimos mejores -con qué ingenuidad se repetía-, la trágica muerte de Diana de Gales el 31 de agosto de 1997 no cambió nada, por mucho que se invocara, en la relación, tan tóxica a veces, entre la prensa y las celebridades. A la princesa del pueblo no la mataron, no, los paparazzi, como dejó bien establecido el fallo de la Corte suprema francesa, sino la ingesta de alcohol y la kamikaze velocidad del chófer. Sin embargo, en el proceloso procedimiento judicial quedó constatada también la negligencia al volante de los cazadores de la foto más buscada de aquel momento. Fue aquel un episodio trascendental que puso sobre el tapete muchos de los grandes debates que tienen que ver con esta profesión, tan canallesca para muchos como absolutamente imprescindible para el mantenimiento de la democracia en sociedades libres y plurales. Más en una era como ésta en la que la mentira se ha convertido en esa especie invasora que no deja espacio a las autóctonas, por lo que el periodismo es una herramienta todavía más necesaria.

Y si algo resulta esencial para que el ciudadano confíe en lo que de verdad es periodismo es que tenga la certeza, antes que nada, de que éste se debe a unas reglas, de que «no todo vale», como deslizan las fuentes de una disgustada Zarzuela con el caso que afecta a la Princesa de Asturias. La libertad de información, como la de expresión, es un bien valiosísimo que merece protección reforzada, pero ni es ni puede ser un derecho absoluto que pase por encima del resto de los derechos como una apisonadora de impunidad.

Así las cosas, la Casa del Rey está cargada de razones para denunciar que no es admisible la difusión de fotografías de la heredera que hayan sido captadas infringiendo la normativa vigente en materia de protección de datos en este caso de Chile, ya que hablamos de instantáneas que al parecer procederían de las cámaras de seguridad del centro comercial al que acudió hace algunas tardes la primogénita de los Reyes durante una parada técnica del buque escuela Elcano. Sobre todo -quizá en este punto quien esto firma sí discrepe del todo con Zarzuela, a saber- por cuanto parece que son imágenes que no tienen ningún valor informativo, que no aportan nada noticioso, que no representan relevancia alguna, en definitiva, que son tan intrascendentes como irrelevantes. Otra cosa sería si esas mismas cámaras de seguridad captaran a la Princesa, como a cualquier figura institucional, en una circunstancia con indudable trascendencia informativa. Hablaríamos de otra cosa y el debate estaría como mínimo servido.

De hecho, justo por esto último, pareciera que la Casa del Rey – como casi todas las Monarquías siempre tan cuidadosa con que no se la señale por intentar entrometerse en las decisiones de los medios- se ha lanzado a una ofensiva casi preventiva, tratando así de poner alguna cordura y algún freno ante el creciente interés mediático que despierta Leonor, que en los próximos años no va a hacer sino dispararse.

Claro que lo ocurrido obliga también a la primera de nuestras instituciones a abandonar cierta candidez insostenible. Pocas cosas han dado hasta la fecha más disgustos a la Familia Real que su obsesión por hacer valer un derecho mal entendido a la vida privada. Como cualquiera, el Jefe del Estado y sus familiares tienen derecho a la intimidad, que es cosa distinta. Pero es una quijotesca lucha contra los molinos la pretensión de guardar con el máximo celo una esfera de intimidad muy superior a la que les corresponde por el rol que representan. Es una cruzada que hoy, en la era 3.0, como antes, desde el surgimiento de los mass media, comparten con los integrantes del resto de las Monarquías occidentales, objeto todas de un extraordinario interés del público. Cómo no recordar la larguísima contienda judicial librada por la princesa Carolina de Mónaco, durante cierto tiempo paladín incansable de un sacrosanto derecho a la intimidad que creía tener, hasta que se estrelló de bruces con la Corte Europea de Derechos Humanos que le dejó bien claro que su causa ni tenía fundamento legal ni era realista.

En este sentido, bueno sería que en Zarzuela asumieran que la publicación de imágenes de quien está llamada a ser futura Reina en ámbitos no oficiales es tan demandada como incluso beneficiosa para una Corona que durante algún tiempo ha estado huérfana de calidez y humanidad.

Por deseo y decisión de sus padres, los Reyes, la Princesa de Asturias y su hermana, la Infanta Sofía, se han educado y han crecido en un clima de sobreprotección al foco público poco o nada común en otras Monarquías de nuestro entorno. Y si bien es cierto que en los últimos años, en especial tras alcanzar la mayoría de edad, Leonor ha dado un importante paso al frente en su labor institucional, y su presencia en la vida pública cada vez es mayor, sigue siendo demasiado grande el celo de Zarzuela en la construcción de su perfil mediático.

De la mencionada Diana de Gales se destacaba que amaba las fotografías y que odiaba a los paparazzi. Con la llegada de Lady Di a Buckingham, cierto populismo se extendió como un virus en muy poco tiempo en todas las Cortes europeas, a la vez que las Monarquías descubrieron y entendieron hasta qué punto su proyección mediática es fundamental para apuntalar el papel de la institución en el siglo XXI. Pero la fascinación y desbordante interés que despiertan las familias reales va, como es lógico, mucho más allá de lo que desearía el departamento de Comunicación de cualquier Palacio. Sin abundar en la manida frase atribuida a Orwell, «periodismo es publicar lo que alguien no quiere que publiques, todo lo demás son relaciones públicas», es absolutamente lógico que de la Princesa de Asturias no nos conciernan sólo sus intervenciones oficiales, sino que también nos preocupen y ocupen aspectos decisivos que tienen que ver con su carácter, su personalidad, su preparación y su trayectoria vital.

No tuvo que hacer frente en su juventud al monstruo voraz que son las redes sociales y la comunicación instantánea, pero bien sabe sin ir más lejos el padre de la criatura, esto es, el hoy Rey Felipe VI, lo que es despertar el interés máximo dentro y fuera de nuestras fronteras durante mucho más tiempo del que casi cualquier persona sería capaz de soportar, al menos con estoicismo.

Insistimos en que claro que no todo vale, ni todo debe valer, en la búsqueda de esas imágenes, de esas primicias, de esos instantes exclusivos de una heredera que tanto cotizan en el mercado del couché. Y ojalá estuviéramos aprendiendo también quienes trabajamos en los medios la importancia de conjugar este oficio con la concesión a cualquier servidor público, la propia Princesa lo es, del oxígeno necesario para una estabilidad emocional que en el caso de una joven de 19 años como ella se antoja especialmente merecida. Pero quizá a Zarzuela les ayudara algo fijarse un poco en cómo otras familias reales intentan naturalizar cada vez más situaciones vitales que no dejan de ser eso, cosas naturales; normales y corrientes. Poner puertas al campo es estéril.

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