Publicado: noviembre 19, 2025, 12:07 am
Claro que la democracia no nació con la muerte de Franco, pero el franquismo sí que empezó a morir ese día, aunque algunos no se dieron cuenta hasta mucho después. Cuando estás muerto no sabes que lo estás y lo sufren otros. Ocurre lo mismo con la estupidez. Luego podemos discutir si nos volvimos demócratas en 1976, con el harakiri de las Cortes franquistas, o si en las elecciones de 1977, o en 1978 con la Constitución. La frontera real la marcó el referéndum de la Ley de Reforma Política, el 15 de diciembre de 1976. La democracia tiene dos condiciones de posibilidad: la libertad política y de voto y la libertad de expresión, o sea la libertad de ser. Y ambas se consagraron entonces y se maceraron y apuntalaron después.
El gran éxito de la Transición radica en que no fue sólo una transacción -de la ley a la ley: cambiar las cañerías sin cortar el grifo-, sino también una traslación -de abajo arriba- de la lucha de los movimientos antifranquistas, con el pegamento de la reconciliación. Sin la tabla rasa de la amnistía y sin la legalización del PCE, el armisticio histórico de los españoles no habría sido real. Ni justo, ni duradero.
La conversión de las dos Españas machadianas en una fue posible porque todos claudicaron para maximizar el resultado. Por encima de esencialismos ideológicos y de cuitas pendientes. Ése fue el gran éxito: ceder para avanzar. Esa hazaña heroica se visualiza muy bien en la Mesa de Edad de la primera sesión de las Cortes, tras las elecciones del 77: la preside La Pasionaria y a su lado están sentados Alberti, Fraga o López Rodó. Si hoy la concordia parece difícil o casi imposible, imagínense entonces, cuando estaban vivos muchos de los protagonistas de la guerra que perdimos todos.
Claro que hay cosas que celebrar, a bocajarro del cincuentenario. Sobre todo, tenemos que celebrar muchísimo las cosas que ahora están en juego, como la concordia institucional que forjaron entre otros Alfonso Guerra, Fernando Abril Martorell, Suárez, Carrillo, Pérez Llorca, Fraga, Múgica o Arias Salgado, entre otros. O Juan Carlos I, ahora tan echado a perder y tan ajeno a la altura de Estado que envolvió su papel crucial.
Lo que está en juego es la continuidad un pilar de carga de nuestra convivencia. Ensalcémoslo mucho, porque sin unos resortes institucionales robustos, nuestra democracia sería débil, dúctil, en exceso flexible. Incierta. Se podrían pervertir aspectos estructurales de su esencia. Ése es el riesgo que tiene erosionar las instituciones, cuando lo recomendable es hacer justo lo contrario: blindar su independencia y potenciar los contrapesos. De manera que deberíamos ir más lejos, pero, lamentablemente, estamos retrocediendo.
Comparto la vocación de festejar a todo trapo cinco décadas de libertad, pero echo de menos más respeto a la independencia judicial, desde el Constitucional a la Fiscalía, pasando por el CGPJ. Echo de menos la despolitización de los órganos constitucionales, los grandes pactos bipartidistas, la lealtad entre las dos cámaras, la colaboración sincera entre autonomías y Administración Central. Echo de menos que las instituciones sean un espacio sagrado del ciudadano, no el arma arrojadiza de quienes las pilotan.
Las instituciones siempre están por encima de las personas. Siempre. Defenderlas ahora es más importante que nunca en estos 50 años, porque nos las están manoseado más que nunca y porque sobre ellas pende la amenaza del extremismo xenófobo que depreda Europa. Y que sólo busca aniquilar el ideal comunitario de la nobleza de espíritu.
Hay una imagen poco recordada de la Transición que condensa muy bien el hecho diferencial de aquellos años y que nos debería iluminar ahora. Me refiero a la primera reunión entre Suárez y Josep Tarradellas en La Moncloa, en 1977. Se cayeron fatal. No se entendieron. Es más, se molestaron el uno al otro -«peleón», «cabezota», «¡usted no es nadie!»-. Pero, a la salida, el molt honorable Tarradellas le dijo a la prensa que había sido un encuentro «muy cordial y muy agradable». Fernando Ónega, rápido de reflejos, corrió a contárselo al presidente del Gobierno, que en ese momento entendió que no habría problemas para llegar a un acuerdo sólido con él. Cuatro meses después, con la Generalitat restituida, Tarradellas se asomaba al balcón del Palau de Sant Jaume para decirles a los ciudadanos de Cataluña «ja sóc aquí».
¡Es eso, es eso! Y lo contrario sólo conduce al caos, a largo plazo. Porque el riesgo de usar las instituciones contra el rival es que luego al rival le tocará gobernar también…

