Publicado: julio 19, 2025, 6:07 pm
Margarita llevaba apenas diez horas en España. Acababa de aterrizar desde México y había vuelto a casa de sus padres, en Calypo Fado, una urbanización de Casarrubios del Monte que hace de frontera entre Castilla-La Mancha y la Comunidad de Madrid. Su plan era simple: echarse la siesta.
Tranquila. Había sido un viaje largo y su hermana Carolina ya le había advertido de que se veía humo a lo lejos, en Méntrida. Pero, según el 112, no parecía urgente. «Todavía no hay motivos para preocuparse», le dijeron.
No estaba tan lejos.
Un olor denso a humo la despertó de golpe. Salió al patio, miró hacia el campo donde jugaban de niñas y construían cabañas, y vio una columna de fuego «de hasta 6 metros de altura» alzándose hacia el cielo. Los helicópteros y las avionetas pasaban por encima. Pero iban hacia la izquierda. El fuego, sin embargo, se venía directo hacia su casa. «Cogí una manguera y empecé a mojar como pude. Sabía que si llegaba a las ventanas de los vecinos, las casas arderían enteras», recuerda. Su hermana llegó minutos después. Entre las dos, mojaron, refrescaron, corrieron, gritaron. «Era un mar de pasto, nos llegaba hasta las ventanas del jardín. No podíamos dejar que se lo llevase todo».
Vecinas de la urbanización Calypo Fado, el día después del incendio.
En la casa estaban los hijos de Carolina, que presenciaron todo con miedo. Uno de ellos, de cerca de ocho años, decía exaltado: «Se ha quemado todo nuestro campo». Las llamas rodeaban la urbanización por varios frentes. No había llegado ningún aviso oficial para evacuar. Al contrario: el mensaje que recibió su sobrino decía que se quedaran dentro de casa. Pero eso, dicen, era una trampa. «Nos empezaron a llover bolas de fuego, de la palmera caían como brasas encendidas», relata Margarita. «Sentía que se me quemaban los brazos, la cara, y que me asfixiaba. Todavía hoy tengo la boca seca, pero ayer me costaba hasta hablar».
Cuando llegó la Guardia Civil, encontraron a las hermanas empapadas en sudor y ceniza, con la manguera aún en la mano. «Nos dijeron que teníamos que evacuar. Que nos fuéramos. Que ellos se quedaban», recuerda. Les dejaron la escalera, la manguera, y se marcharon. No sin antes rogar que siguieran mojando la parte de atrás, donde el fuego avanzaba sin freno.
«Cuando volví, me encontré el jardín negro»
Justo en la parcela de al lado, la casa de Natalia -vecina y enfermera en el Hospital Severo Ochoa de Leganés– ardía por fuera mientras ella cubría su turno. «Cuando volví, me encontré el jardín negro, las persianas derretidas, todo olía a quemado. Pero las ventanas aguantaron. Y no entró el fuego. ¿Sabes por qué? Porque mis vecinas estuvieron aquí hasta el final mojándolo todo. Ellas son las verdaderas heroínas que nos han salvado la casa».
Natalia habla mientras enseña la fachada. Una de las ventanas de arriba está combada por el calor. Afortunadamente, el fuego no cruzó el umbral. Ahora su patio está entre cenizas. No puede tocar nada hasta que llegue el perito. «Nos han dicho que tardará dos días. Estoy aquí esperando. No puedo mover ni una maceta».
Una de las vecinas habla con los bomberos en Calypo.
«Esto ya pasó hace 30 años», recuerda Margarita. «Entonces nos pusimos todos los vecinos en fila, con cubos de agua, y conseguimos que el fuego no llegara a las casas. Pero esta vez ha sido mucho peor».
Lo dice con los ojos aún llenos de humo y rabia, mientras lanza una petición clara a las administraciones: «Calypo Fado siempre ha estado abandonado, tanto por una comunidad como por la otra. Esto se podría haber prevenido. Tienen que hacer cortafuegos, cada primavera. Que Castilla-La Mancha y Madrid se pongan de acuerdo. Da igual el color político. Lo importante es que no vuelva a pasar».
«Mis animales son sagrados»
Y no sólo fueron Margarita y Carolina. Cientos de vecinos vivieron el incendio como un combate cuerpo a cuerpo. Una de ellas fue Lola, cuya casa resiste -milagrosamente intacta- en medio de un paisaje negro y calcinado. Una especie de isla de ladrillo rodeada por hectáreas arrasadas. Tuvo que sacar a su madre de 86 años, con un par de vértebras rotas, mientras el humo le cortaba la respiración y las llamas alcanzaban los seis metros. «No veía nada. Corrí cuesta abajo, sin aliento, y cuando llegué al coche no tenía la llave. Me estaba asfixiando», recuerda.
Natalia, vecina, en su casa afectada por el incendio forestal.
Antes de huir, soltó a todos los animales. Gallinas, gatos, incluso conejos corrían desorientados entre la maleza. Algunos se refugiaron en la depuradora. «Mis animales son sagrados. La casa que se queme si hace falta, pero a ellos no los dejo». Después, volvió a pie, esquivando los coches de los vecinos que huían, para seguir mojando el terreno. Lo tenía claro: había que proteger lo que quedaba.
Días antes del incendio, ya había tomado precauciones por su cuenta. «Metí la retroexcavadora y limpié la parte de atrás del terreno. Tenía el presentimiento de que esto podía pasar», cuenta. Gracias a esa previsión, su casa aguantó mejor que muchas otras.
Dolores, su madre, no ha podido dormir desde entonces. «Estaba viendo la tele y, de pronto, se fue la luz. Abrí la puerta y solo oía helicópteros. No me enteré de nada hasta que me sacaron entre gritos y humo». En su rostro se mezcla el cansancio con el miedo. «Las llamas nos tocaban el techo del coche. Salimos entre fuego por los dos lados de la carretera. Esto ha sido un infierno. No hay palabras», cuenta entre lágrimas.