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Las bodegas de Cubo de Benavente, las primeras 'víctimas' del fuego de Molezuelas antes de ser uno de los más devastadores de España

FOTODELDIA CUBO DE BENAVENTE (ZAMORA), 11/08/2025.- Imagen de los daños provocados por un incendio en Cubo de Benavente (Zamora), este lunes. La situación de este incendio forestal, que se inició en Molezuelas de la Carballeda (Zamora), ha mejorado tras haber quemado desde el domingo a primera hora de la tarde dos casas, naves y unas 3.500 hectáreas de terreno, y obligar a desalojar unas 850 personas en cuatro pueblos zamoranos. EFE/ Mariam A. Montesinos

Publicado: agosto 18, 2025, 2:07 am

Actualizado Domingo,
17
agosto
2025

22:45

Si los primeros romanos que llegaron en el siglo II antes de Cristo a las actuales tierras zamoranas hubiesen encontrado entonces lo que hoy ofrece la sierra de la Cabrera -un horizonte velado por el humo, ennegrecido por la herencia de las furiosas llamas y convertido en un confín sin la más nimia mueca de vida en sus campos- quizá habrían pensado que el Finis Terrae (fin de la tierra) estaba aquí. Todo parece suspendido en un silencio -que solo rompe el ruido de algún coche que recorre la carretera nacional – como si el paisaje hubiera decidido guardar luto por sí mismo. Incluso, el sol parece diferente.

No hacía tanto, apenas dos años, desde la última vez que los pinos y otras especies habían sido reducido a cenizas, dejando tras de sí un paisaje, aún hoy, amputado de tierra negra y troncos a modo de esqueletos que se erigen malamente contra el cielo. Y lo poco que resistía en pie fue devorado hace, hoy justo, una semana, cuando el fuego volvió con un hambre casi desconocida para arrasar los restos y llevar el espanto a los pueblos. Uno de ellos Cubo de Benavente (Zamora), el primero al que llegaron las llamas iniciadas en el término municipal de Molezuelas de la Carballeda y que ya se ha convertido en uno de los peores de la historia negra de España desde 1968 (año en el que comenzaron las estadísticas) con casi 40.000 hectáreas afectadas, dos fallecidos y miles de evacuados.

El horror alcanzó el municipio cuando todo estaba dispuesto para dar comienzo a la semana de fiestas por la Virgen de la Asunción y San Roque. La plaza, engalanada para la celebración, se convirtió en cuestión de minutos en una retaguardia improvisada para que los camiones recargasen el agua. Todo el pueblo estuvo atrincherado por el humo -que, dicen, crecía como un muro- y las llamas que los rodearon. A la entrada del pueblo, la brutal firma del fuego se ve todavía en la nave industrial de un vecino. De ella solo queda la cubierta vencida por el calor y un esqueleto de vigas en su interior. Solo un par de metros más arriba, una casa permanece milagrosamente intacta e inexplicablemente indemne a horas de cercos ardientes y reactivaciones del fuego que, cada poco tiempo, volvían al acecho.

Estado actual de la nave arrasada por el fuego

Estado actual de la nave arrasada por el fuegoJ. L. FERNÁNDEZARABA PRESS

Pero es en la parte alta del municipio donde la devastación muestra su rostro más crudo. Entre los restos, se intuye la interrupción abrupta de vidas. Un pequeño cobertizo permanece en pie, pero todo lo que lo rodea y lo habitaba está reducido a la nada. Allí, un vecino guardaba su caballo y un buen número de gallinas, animales que, para cuando él logró llegar, ya no había forma de salvar. La tragedia se vuelve aún más cruel cuando se sabe que su propietario, ya jubilado, había cancelado el seguro que protegía la infraestructura hacía menos de un año, dejando su patrimonio y su historia a merced de la suerte.

BODEGAS CON 120 AÑOS

Como otras muchas zonas vitivinícolas de Castilla y León -Tierra de León, Bierzo, Arlanza o Ribera del Duero- en Cubo de Benavente los cerros guardan bodegas excavadas en la tierra. En ese barrio de barro y galerías subterráneas aparece Bernardo. Emigrado desde sus 20 años a Alemania – a donde fue «con una maleta para un año y medio» y acabó construyendo una vida- pasea con unos andares desconsolados por la barriada de excavaciones con una llave de grandes dimensiones para abrir el portón de su bodega. Se sienta en un montículo de tierra, las bodegas a la espalda, con la mirada fija y perdida en un campo muerto por el incendio. Antes de que ni siquiera EL MUNDO le plantee la primera cuestión, pregunta sin esperar respuesta. «¿Y ahora qué?», dice. Y el tono resignado con el que lanza la pregunta intenta encerrar toda la desazón de un pueblo entero.

No quiere hablar de política, ni de culpables, ni de negligencias ni de promesas. Rehúye casi todo. Solo se permite el lujo de hablar de lo que parece que, para él, es la realidad: aquello que ven esos ojos cansados que asoman, tímidos, detrás de los cristales de sus gafas. «Hace doce años las bodegas se salvaron», recuerda, y su voz parece arrastrar aún el asombro de aquella ocasión, «porque, de milagro, el fuego corrió por la cima y no llegó a bajar». Hace una pausa y deja caer, sin dramatismo, unas pocas palabras más: «Pero, esta vez, no hubo suerte».

Se trata de infraestructuras que, según Bernardo, «son bastante nuevas, tendrán, como mucho, 120 años» y que pertenecen a diferentes familias de la zona. Resulta imposible no detenerse en la paradoja de que algo con más de un siglo de existencia merezca todavía el calificativo de «nuevo». Son, a día de hoy, auténticas reliquias y, sin embargo, él no subraya tanto la antigüedad como el hecho de que representan la continuidad de un legado que ahora pertenece a los vivos, pero que dejaron como testimonio de su paso los que ya no están. «Es lo que nos dejaron», dice mientras parece contener la rabia que nace de la impotencia y del desconsuelo y que sólo aquellos que han visto de cerca la monstruosidad, en sus propias carnes, saben hasta donde puede llegar. «Ahora, se usaban de manera recreativa, como zona de encuentro, para meriendas y esas cosas», explica antes de ponerse a andar.

Continúa su camino por la barriada, avanzando por un sendero teñido de un anaranjado intenso por la tierra, escoltado a los lados por una vegetación arrasada -y testigo muda de la destrucción- y unos postes de luz. «Todo esto [los postes] se ha quemado y era lo que abastecía a la granja de mi hermano», relata, «ahora está usando un generador, pero ¿cuánto cuesta volver a establecer el servicio? ¿Lo tendrá que pagar él?», pregunta.

Las bodegas por las que pasa en su recorrido van revelando su carácter a través de portones y zarceras adornadas con motivos que parecen contar historias. Cada símbolo guarda la idiosincrasia de quienes allí se reunían. Bernardo se despide de EL MUNDO frente al montículo desde donde antes reflexionaba sobre la catástrofe -esa en la que «ardían los árboles desde dentro»– y regresa al pueblo con un andar lento en el que cada paso parece cargar el peso de la pregunta del porqué de lo ocurrido.

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