Publicado: abril 29, 2025, 1:07 am

No es ningún secreto que lo mejor y lo peor de la vida suelen darse la mano.
Sergio Figueiras, de 44 años, estaba la pasada noche sentado en el salón de su casa, jugando «a la Play» y escuchando la radio -la radio en la que él mismo trabaja, por cierto-, cuando se le encendió la bombilla. ¿Qué hacía él ahí sentado, calentito, listo para irse a la cama, mientras unas 300 personas se hacinaban, a apenas kilómetro y medio de su casa en Puerta de Toledo (Madrid)?
Así que aquí lo tenemos, en esta estación de Atocha atestada de refugiados de guerra, repartiendo abrazos, galletas, zumos y «todo lo que compré esta mañana, cuando empezó este lío, y se me iba a quedar en casa muerto de risa». Sergio lo distribuyó todo entre seis bolsas de plástico y aquí vino, a dar de comer al hambriento.
Javier Orquina, un grandullón de 50 años, lo mismo pero con un carrito rojo de la compra. «No, no me saques, que da igual», dice. Él vive en la calle Fray Luis de León, a dos saltos de la estación, y cuando vio «en la tele», en su casa, «la que se estaba liando» en la muy baqueteada, pero siempre dispuesta Atocha, «metí lo que tenía en el carrito y vine para acá».
Dentro del carrito le queda ya apenas una botella de agua y dos bricks de leche, lo ha dado ya todo, pero el tipo, a la 1.00 horas de la madrugada, sigue zigzagueando entre la gente, buscando la persona exacta a la que entregárselo. No cualquiera, sino «la que lo necesite realmente».
A su lado, y juramos que todo esto sucede del tirón en apenas cinco minutos, Jacqueline, argentina de 61 años, mantiene una plática que se va encendiendo por momentos con un guardia de seguridad: «Pero, ¿cómo es que estamos aquí dejados de la mano de Dios, sin que nadie nos dé ni algo de comer, ni un lugar para descansar…? Y el Estado, ¿para qué está?».
Jacqueline va orientando su queja progresivamente hacia este redactor, que no estaba más que poniendo la oreja -lleva dos años en España, su hermano justo ha venido a verla ahora, y «fíjate»-, y el guardia, que ha desparecido un segundo, de pronto reaparece con un señor muy alto agarrado del brazo. El señor alto resulta ser Eduardo, un vecino de 50 años, que -allá donde no llega el Estado- saca de una bolsa dos latas (una de sardinas y otra de atún) y se las ofrece cortesmente a la mujer.
«Ay, de verdad, muchas gracias», dice ella, cogiendo las latas y probablemente mezclando el agradecimiento con la evidencia: y qué demonios hago yo ahora con estas latas.
Pero es que el sentimiento se ha desbordado hace ya muchas horas en la estación de Atocha, justo 12 después de que España se quedara sin luz como si alguien hubiera apretado sencillamente un botón.
El sentimiento, y las costuras del sistema: con los hoteles y hostales de los alrededores a reventar, varios centenares de personas se han abandonado a esperar, en el vestíbulo de la estación, tirados en el suelo, arracimados como indigentes, sedientos, a veces sucios, derrengados, puede que malolientes, un tren (el que sea, a donde sea) que ni siquiera se sabe cuándo saldrá.
Porque eso les repiten las voluntarias (casi todas mujeres) que Renfe ha enviado al lugar, que se mezclan en turbamulta siempre bien intencionada con policía, guardias civiles, ‘seguratas’ y demás para pastorear al rebaño: «No, no se sabe si habrá trenes mañana, señora, lo siento», repiten una y otra vez. «Sí, la catenaria está funcionando, pero oficialmente no sabemos nada». «No, señora, no compre otro billete, con ese debería de valerle».
Pero como siempre: donde la vida es una quimera, la solidaridad emerge cual flor de vertedero. Por ejemplo para Aline y Miguel, residente en Johannesburgo (Sudáfrica), que sonámbulos explican, con sus dos hijas de 12 y 9 años durmiendo (o haciendo como que duermen) en el suelo, que tenían que estar ya en Barcelona, pero «no tenemos ni datos en el móvil»… Y justo aparece de la nada alguien con una batería externa: «¿Queréis cargar aquí?».
La vulnerabilidad es así: Aline se reblandece, suspira, casi echa una lágrima, y nos confía: «Esto no es nada, ha pasado gente ofreciendo de todo, a una familia que estaba aquí al lado se la llevó una mujer a su casa… Hemos visto a muchos vecinos que se han llevado gente a sus propias casas«.
No lejos de allí anda Rosana, de 49 años, con dos cajas de galletas Marbú, repartiendo paquetes. ¿Es vecina del barrio? «¿Yo? No, yo vengo de Montecarmelo». Montecarmelo está a 11 kilómetros de aquí y el atasco para venir era monumental. Intentamos hablar con Rosana, pero ella no está aquí para charlar con periodistas.
Veinte metros más allá el redactor ve a una mujer de mediana edad, bien vestida, hecha y derecha, en perfecto estado de revista, sentada malamente en el suelo y llorando a lágrima viva. «Es que llevo dos días sin dormir nada y no puedo más». Ingrid, que así se llama, se ha puesto a escribirse con su familia justo cuando Rhazes, un chico peruano, ha sacado una guitarra y se ha puesto a cantar, ante los aplausos del desharrapado gentío.
«Es que…», Ingrid se ahoga un poquito en llanto, «es que la noche pasada no dormí nada, porque mi empresa teníamos que presentar una oferta hoy por la mañana en Madrid, y ahora no puedo volver a Zaragoza… Y estoy aquí sola…«. A un metro, otra mujer se le acerca y la agarra del brazo: «Aquí no está nadie solo, mujer, tranquila».
Son ya las 1.30 y el campamento, un punto zombi a estas horas, se revoluciona: aparece un contingente de Cruz Roja y se pone a repartir mantas y botellines de agua. La escena, en cuanto al frenesí del personal por pillar cualquier pequeño destello de ayuda, remite a la Biafra de los años 80.
Luego llega la UME, la Unidad Militar de Emergencia, el Ejército, y hay que admitir que sus mantas son más consistentes y su organización mejor: la gente se coloca en dos largas filas y la entrega parece la de un rancho de posguerra. Sin que algún recién llegado deje de preguntar a los voluntarios de Renfe, o a los vigilantes, o a quien sea, en todo momento: «Pero, ¿no salen trenes ahora?».
Todo lo observa con bastante sorna Rosi, 52 años, sentada en una silla de ruedas, la suya, «desde las cinco de la mañana». Rosi, de Zaragoza también, e impedida para caminar por mor de «una enfermedad rara que creo que casi sólo tengo yo», llevaba tres años esperando la declaración de incapacidad absoluta, «y justo hoy me la fueron a dar, mira tú, para eso tuve que venir a Madrid. Y ahora aquí atrapada».
– ¿Necesitas algo, Rosi?
– Hombre, ¿un colchoncito tendrás? -hay dos o tres hinchables por ahí desperdigados-.
– Pues la verdad es que no… ¿Has intentado en los hoteles de alrededor?
– Todo, todo lo he intentado. Pero nada, aquí vamos a pasar la noche.
– Me da que no es lo peor que te ha pasado, ¿no?
– Pues mira, no. Esto se lleva con una sonrisa, o no se lleva -termina. Y sonríe-.