Publicado: marzo 18, 2025, 3:07 am

La actitud del Gobierno español ante el rearme europeo resulta cada vez más lamentable. Otra cosa es que se aleje de lo que esperan los españoles de nuestra relación con Europa. En las últimas semanas hemos visto a un Pedro Sánchez que en este asunto -como en tantos otros- no se guía por lo que conviene a España o a nuestros socios, sino por lo que le conviene a él. Solo así se explican su nula voluntad de buscar un acuerdo con el PP para aumentar el gasto en Defensa, o su renuncia a pronunciarse sobre las soluciones para Ucrania que han planteado Reino Unido o Francia. El presidente ha dado prioridad a los socios que le mantienen en el poder, y que rechazan el rearme, antes que alcanzar un acuerdo con la oposición que permitiría abordar este tema de forma seria, pero que seguramente daría la puntilla a la legislatura.
El resultado: el Gobierno tratará de cumplir con los compromisos de España sin pasar por el Congreso, reorganizando partidas presupuestarias y tirando de mecanismos como el Fondo de Contingencia. Una estrategia que promete escribir un nuevo capítulo en la historia de la creatividad contable y del uso de eufemismos por parte de los gobernantes, pero que no transmitirá mucha seriedad a nuestros socios. Como tampoco parece que lo vaya a hacer la actitud del gobierno ante las distintas propuestas para Ucrania. No es solo que Sánchez renuncie a defender un plan concreto; es que su única apuesta clara parece ser que el rearme nos lo financien otros -Bruselas, en este caso-. Y así se agudiza el contraste entre el discurso del Gobierno -europeísmo inquebrantable, apoyo a los ucranianos, firmeza ante la amenaza rusa- y unas acciones que retratan a España como un país pequeño y sin ambición.
El caso es que esta actitud no parece imputable únicamente al estilo sanchista. El comportamiento del presidente encaja, más bien, con esa suerte de europeísmo pasivo que ha venido caracterizando nuestra relación con la Unión Europea. Estamos encantados de que nos dejaran entrar en el club -algo que se sigue viendo como una suerte de triunfo existencial-, de utilizar las instituciones europeas para nuestras disputas domésticas, y también de recibir todo el dinero que sea posible, antes con los fondos de cohesión y ahora con los Next Generation. Pero no mostramos voluntad de proponer ni de liderar en cuestiones más amplias, como si estuviéramos contentos de que las grandes decisiones en Europa las tomen los adultos -es decir, los demás-, y de que nuestros gobiernos se limiten a minimizar los efectos negativos que puedan tener para nosotros. Una actitud que no se corresponde con nuestro tamaño, pero en la que tampoco se detecta un divorcio entre gobernantes y gobernados: ¿cuándo han mostrado los votantes un deseo de que nuestro país tenga más protagonismo en Europa? El seguidismo en materia internacional está tan arraigado que quienes se muestran más críticos con la «sumisión» a Bruselas son los que repiten acríticamente las consignas de Washington y de Moscú.
En política europea, en fin, se suele confundir las actitudes de los gobiernos con las de los países a los que representan. Las decisiones de Sánchez ante el rearme europeo serán leídas como una indicación del tipo de socio que es España. La pregunta es si esa confusión será del todo injusta.