Publicado: agosto 18, 2025, 1:07 am
Han pasado ya seis días del pavoroso incendio de Jarilla, pero basta con poner un pie en el origen del que ha sido el incendio más devastador que asola Extremadura para sentir que el aire aún no es limpio. Las gargantas se resecan por completo y el sabor agrio que se inocula no desaparece ni con repetidos sorbos de agua.
Esta vez no fue la mano del hombre. Fue un rayo, un «maldito rayo«, según los vecinos, que cayó en lo más alto de la montaña, después de una imprevista tormenta y provocó la ira del fuego. Luego, unas gotas de agua parecieron aliviar el caos, pero la esperanza pronto se tornó en horror, desatando unas llamas que han devorado en estos días más de 11.000 hectáreasy130 kilómetros, donde la ceniza viste el frondoso paraje de negro por todo el trayecto hasta llegar al origen del incendio.
Tras dos días desplazados en Plasencia, el viernes por la noche regresaron a sus viviendas los poco más de cien vecinos censados que realmente viven todo el año en Jarilla, un número que ahora se multiplica por cinco o seis cuando regresan hijos y nietos de los primeros emigrantes para pasar unos días festivos.
Precisamente, tres días antes del pavoroso incendio (el sábado anterior) ocho autobuses cargados de vecinos de toda la comarca llegaron al pueblo para celebrar las fiestas de La Amistad. Fue una jornada de jolgorio y baile, amenizada por un DJ. La fiesta duró hasta bien entrada la madrugada. Quien se podía imaginar lo que vendría después. Y los efectos acaban de empezar.
«Estamos intentando recuperar la normalidad«, señala el alcalde, Ángel Peña García. Algunos turistas a los que les sorprendió el fuego, alojados en la única Casa Rural abierta en la actualidad, Solaz de Ambroz, recogen sus maletas y regresan a casa. También hay pérdidas económicas, aunque ahora sea lo menos importante.
Un jardín convertido en ceniza tras el incendio en Cáceres.
Los rostros de los pocos vecinos que se ven por el pueblo siguen desencajados. Muchos están encerrados en casa, afanados en limpiar las secuelas del fuego. En los que se ven, sólo hay preocupación y lágrimas, en especial las que derrama Ángel Gil Redondo (60 años, prejubilado y antiguo ganadero).
Al mediodía, no tiene consuelo ni siquiera a las palabras que le dedica el obispo de Plasencia, Ernesto Jesús Brotóns en la plaza del pueblo, aún engalanada con los banderines de la reciente celebración. Acompañado por los máximos responsables de Cáritas en la provincia (José Luis Espinosa, Iván Torres y Ángel Custodio,), el prelado viene a celebrar la misa del domingo y, sobre todo, «animar en todo lo posible a la gente«.
Brotóns está recorriendo todos los pueblos afectados. Una hora después estará en Villar del Rey. El sábado acompañó a los de Cabezabellosa, completando así las tres poblaciones que estuvieron desalojadas durante dos noches la pasada semana. En Plasencia, el Arzobispado ha puesto a disposición el Seminario, donde se están quedando varios de los vecinos que están siendo realojados por los graves incendios de otros pueblos afectados.
Sin embargo, Angelito, como se le conoce en Jarilla, no tiene desconsuelo. No para de llorar. «Lo he perdido todo«, repite una y otra vez. Con algunos de los «pocos ahorros» que tenía, heredó y arregló una vivienda de campo de su abuelo («mi otro hermano desgraciadamente murió») hace ochos años. Antes vivía precisamente junto a la iglesia San Gregorio Magno. Se trata de una antigua caseta de aperos de una única planta que él mismo acondicionó a la entrada de la población, algo separada del casco urbano (Finca Cuesta de los Hernández reza el cartel a la entrada), al que las llamas han hecho añicos.
Sólo se salvó su perro, Tor, un pastor alemán, pero la jaula con su canario dentro está derretida. En el acceso, se encuentran tres bombonas de butano magulladas, aunque «menos mal que las tenía vacías». No explotaron: «No me quería ir, pero me dijeron que si me quedaba apagando el incendio me pondrían las esposas«.
Restos calcinados de una motocicleta.
Como tantos otros, su profesión de siempre ha sido la de ganadero y ha viviendo muchos incendios, aunque también reconoce que no de la virulencia de éste. «Pero estamos acostumbrados a apagarlos y yo sabía cómo hacerlo para que no entrara en mi casa», argumenta. «Tengo mangueras preparadas», recuerda, «y de hecho las estaba utilizando cuando me sacaron los agentes» mientras recuerda que ya sobrevolaba un hidroavión para intentar frenar un fuego, de momento, indestructible.
Como su fiel Tor, el otro elemento que se ha salvado es un olivo pegado a la casa. Impoluto. No otros fresnos que colocó hace poco para dar sombra. Éstos se han «chamuscado» completamente. Angelito se enteró de que su vivienda ardía lejos de su hogar. Como el resto del pueblo, se tuvo que marchar, aunque algunos habitantes no atendieron a las órdenes y se quedaron: «Si a mí me hubieran dejado, hubiera salvado mi casa«.
Hay otras cuatro, aunque no de tanta gravedad, también afectadas en el pueblo. Por la Plaza pasa Silvia, que no se queda a la eucaristía. Le están esperando sus dos hijos pequeños. Ella salvó sus gallinas. Bueno, más bien lo hicieron algunos de los que se quedaron dentro de la localidad, matiza Angelito. «Esa es la prueba«, dice.
Vuelven las lágrimas. Y luego llegan las quejas sobre los ecologistas: «¿Has visto alguno ayudando estos días en algún incendio, como los agricultores, los ganaderos? Está todo el mundo menos ellos, que estarán en la playa…».
La queja es generalizada entre las víctimas del incendio en Jarilla. «Somos una población anciana, aquí no hay gente joven, no hay relevo en el campo, los pueblos están vacíos en invierno que es cuando hay que limpiar las fincas, pero lo peor es que no nos dejan hacer nada», se queja Antonio, ganadero, que desde las ocho de la mañana está en su parcela de poco más de una hectárea comprobando los daños de su propiedad.
«Ayer (por el sábado) no lo pude hacer porque nos dedicamos a limpiar la casa por dentro, que estaba completamente llena de humo», recalca. Y llega la crítica: «Vienen en verano o los puentes y nos miran por encima del hombro, la gente de ciudad, como si estuviéramos en la época de Paco Martínez Soria, para ellos somos eso, los típicos paletos y lo seremos siempre, pero encima son los que aprueban las leyes, los que no nos dejan limpiar el campo, los pastos, y la sierra como siempre se ha hecho, los que nos llegan de burocracia«, señala, mientras se llena los zapatos de ceniza.
Y las manos, grandes, señal inequívoca (tiene 58 años) de su oficio. «En el pueblo puede haber 350 cabezas de ganado, casi todas vacas, porque cabras ya quedan muy pocas, y una decena de caballos». Todas ellas han sido reagrupadas en una sola finca. «Están muy nerviosas, como nosotros, y hay peligro de que se salten a la carretera, o que rebrote alguna llama así que todas las que hay en el pueblo las hemos colocado juntas, al menos estos primeros días«.
En Jarilla al menos hay servicio de agua potable (no en la casa quemada de Angelito) pero en las otras dos poblaciones más afectadas en la primera fase de este incendio (Cabezabellosa y Villar de Plasencia), la Diputación de Cáceres ha comenzado a trasladarla en camiones cisternas porque el servicio se ha interrumpido por las llamas: «Nos va a costar mucho recuperarnos, no sé si lo conseguiremos», señala Antonio, que fue el primero en dar la voz de alarma con una rápida llamada al guarda forestal de la zona.
«Estaba con mi hermano en una parcela de regadío que tenemos y vimos perfectamente como primero cayó un rayo en lo alto de la montaña, pero no prendió ninguna llama, fue uno segundo poco después el que sí lo hizo, y a partir de ahí fue imparable, nos subimos todo al pueblo y rápidamente nos dijeron que nos teníamos que marchar, salimos con lo puesto», recuerda. El hotel-restaurante Asturias fue el punto de encuentro. Y a Plasencia en autobuses. Algunos se quedaron. «Yo no los critico, otras veces hemos apagado el fuego con escobas», declara.
Alrededor del pueblo existen numerosas dehesas y caminos rurales. En la montaña, más desastre todavía. «Allí no hay quien suba, no hay cortafuegos o los que están ya no se pueden ir por ellos de no cuidarse, y los robles de esa zona han ardido todos«, lamenta Antonio, que confiesa estar aún aturdido.
«Nunca he visto nada igual y sentimos miedo, pero no a perder las cosas materiales, sino las sentimentales, como las fotografías de nuestros familiares o los cuadros que estaban en las casas, las alpacas o las naves quemadas se pueden recuperar, lo que afecta al corazón, no«. Las heridas tardarán de saturar, seguro.