Publicado: junio 4, 2025, 8:07 am

La manifestación que el PP ha convocado para el próximo domingo en Madrid, bajo el cinematográfico lema «Democracia o mafia», probablemente será un éxito de participación. A pesar de la paradoja que supone que los ‘barones’ populares vayan a sentarse este mismo viernes en la mesa con el capo de esa supuesta trama criminal: Pedro Sánchez. A no ser, claro, que el PP de Núñez Feijóo esté dispuesto a dialogar con «la mafia» socialista del mismo modo que lo hace con los golpistas de Junts.
Sin embargo, como ya ha ocurrido con otras grandes movilizaciones de protesta contra el líder del PSOE, este previsible éxito de público tendrá un efecto político más bien limitado. Reforzará al electorado de derechas -algo relevante ante un hipotético adelanto electoral-y alimentará sus ilusiones con el espejismo de un final próximo de Sánchez. Pero fuera de la caja de resonancia antisanchista, poco más.
Tampoco están alterando de forma sustancial el mapa de apoyos los escandalosos audios y vídeos de la guerra sucia en la que participaban Leire Díez y otros mercenarios de Santos Cerdán. Un archivo gráfico de métodos propios del crimen organizado que rigen en el círculo presidencial. Pornografía política de la más cruda, pero que no está pasando factura a Sánchez ni erosionando en exceso el apoyo popular al PSOE. Ni lo hacen sus pactos con el secesionismo catalán ni el anunciado aval del Tribunal Constitucional de Cándido Conde-Pumpido a la Ley de Amnistía.
Según varios sondeos publicados esta semana, el PSOE mantiene una base electoral sólida, con una estimación que oscila entre los 115 y los 124 escaños -en las últimas generales obtuvo 121-, y todo apunta a que la continuidad de Sánchez en Moncloa dependerá nuevamente de que la coalición de izquierdas y partidos nacionalistas logre superar la barrera de la mayoría absoluta.
La consolidación de esa base electoral fiel y pétrea, indiferente a los casos de corrupción, al empobrecimiento del país y a la desacomplejada utilización partidista de instituciones como la Fiscalía, es el principal éxito político de Sánchez. Logrado tras llevar al sistema democrático español al borde del colapso, convertido hoy en una lucha cuadrilátera entre partidos y sus terminales de propaganda.
Mucho antes que Sánchez -posiblemente en los pestilentes estertores del felipismo- comenzó el proceso de sustitución de la democracia representativa por una partitocracia asfixiante. Los partidos dejaron de ser cauces de representación popular para convertirse en máquinas sectarias de poder, parasitando el Estado, sometiendo a la sociedad civil y vaciando de contenido la función del Congreso, hoy reducido a espacio para naderías.
Esta degradación institucional, común en otras democracias occidentales erosionadas por el populismo, ha alcanzado en España su expresión más extrema con el sanchismo. No por azar, sino por cálculo. Cuando se da por imposible un espacio moral y ético compartido con «los fachas»; cuando se rompe deliberadamente cualquier terreno de diálogo o consenso; cuando todo es mentira y, por lo tanto, nada es verdad; ya solo queda esa guerra ideológica de bandos que favorece a Sánchez y que explica la fidelidad que le profesan todavía tantos españoles.