Publicado: noviembre 15, 2025, 1:07 am

Ferran Riera, director de la Escola Llissach de Santpedor (Barcelona), comienza a tener alumnos que, incluso ya desde Primaria, son incapaces de aguantar seis horas al día atendiendo al profesor, críos que no pueden terminar una película porque les resulta demasiado larga o que no saben contar lo que les pasa porque no tienen suficiente vocabulario para explicarse. A esos chicos los lleva al comedor del colegio para que ayuden en la cocina, los pone a jugar con los niños más pequeños o les deja trabajar en el huerto. Tras 27 años dando clase, ha aprendido que estas tareas reducen el malestar emocional que padecen cada vez más estudiantes: «El trabajo manual ordena. Cuando trabajan, cuando se perciben útiles, se serenan. Es algo terapéutico. El silencio entra por fin en su cabeza».
Este ingeniero de Telecomunicaciones que enseña Física y Matemáticas ve a «más jóvenes centrados en sí mismos y con dificultad para relacionarse con los otros, sin energía para afrontar los problemas». En su colegio concertado de clase media, ubicado en una zona próspera de la Cataluña interior, «se han multiplicado por tres» las autolesiones, los trastornos alimentarios, las adicciones a la pornografía y otros problemas. «Donde antes atendíamos uno o dos casos por clase ahora puede haber seis», señala. Estos alumnos rotos no pertenecen a hogares sin recursos, migrantes o desestructurados: son hijos de padres con estudios universitarios.
«Es un problema multifactorial, como casi todos en la vida, que afloró durante el confinamiento, pero que ya estaba desde antes porque los adultos de la generación que debe transmitir el significado a la siguiente han dejado de hacerlo o lo transmiten de forma insuficiente», sostiene Riera, uno de los ponentes del Encuentro Nacional sobre Libertad en la Educación, que convocará el próximo día 22 a alrededor de 300 colegios concertados católicos de Madrid convocados por la plataforma Scholaris y con la intervención del Papa León XIV por vídeomensaje.
Riera recuerda que conoció a un hombre cuya hija había empezado a autolesionarse. «Él lloraba y decía: ‘Pero si se lo he dado todo’, recalcando que la había cuidado en todos los aspectos materiales. Ella tenía todo, pero no sabía para qué, y eso le generaba ansiedad vital, no sabía cuál era su posición ante todo lo que tenía».
«Obsesión por lo seguro»
Riera ve a muchos jóvenes que se sienten solos. Puede que no sea una soledad real, porque están rodeados de gente y siempre conectados en redes sociales, pero «sufren una ausencia de relación con la realidad y una ausencia de vínculos con los otros» intensificadas por «la incapacidad para la frustración» y «la percepción de ser constantemente juzgados por el mundo de los adultos y sus iguales», en una sociedad caracterizada por «la inmediatez, el utilitarismo, el empobrecimiento del lenguaje y la obsesión por lo seguro». «El abuso de la tecnología tiene que ver, pero no es la única causa», recalca. «No es cuestión sólo de prohibir las pantallas. No es posible reflexionar sobre uno mismo si uno no habla bien, si no se le educa en el lenguaje».
¿Qué están haciendo mal los padres? «No quiero culpabilizarlos. Todos estamos de acuerdo en que los hijos tienen que atravesar las dificultades que hay en la vida, pero en la práctica nadie soporta ver a su hijo sufrir y tratamos de retirarle todos los obstáculos. Se hace con buena intención, intentamos salvar al hijo del mal que hace y recibe. En los adultos hay miedo, que no es buen consejero para la educación. No estamos dejando a los jóvenes asumir sus responsabilidades, ni aceptar el dolor propio del crecimiento. Percibo en hijos hiperprotegidos síntomas muy parecidos a los de los hijos abandonados».
«Las manos enseñan a pensar»
En este contexto, ha crecido «el anhelo de los jóvenes por experimentar cosas más reales», según Riera, que reivindica «el valor social de los oficios» -«las manos enseñan a pensar, trabajar con las manos hace que los jóvenes se sientan orgullosos de quienes son»- y aboga por recuperar la tan pedagógica «relación del aprendiz con el maestro», esa «enseñanza personalizada de un profesional que muestra el valor del oficio».
Además de dar clase y ser director de colegio, Riera preside la Tots Fundació, una asociación con experiencia en el mundo educativo y en la formación de jóvenes en situación de vulnerabilidad que está arrancando un proyecto que no existe en ningún otro lugar de España. Se trata de la Central de los Oficios, una casa-taller en Osona, a la orilla del Ter, que a partir de 2027 dará formación en trabajo manual y acogida a jóvenes a punto de dejar los estudios de forma temprana o con conductas de riesgo.
Enseñarán carpintería, jardinería, restauración, herrería, lampistería o calderería, y ofrecerán formación a medida de las necesidades de las empresas que no encuentran empleados en estos oficios. Además, cinco familias de la fundación van a vivir en el complejo para que «estos chicos sepan que siempre se les espera y que tienen un lugar donde volver».
Se trata de un proyecto que va más allá de la FP, que vive un momento de expansión, pero con un elevado abandono por parte de los alumnos. ¿Por qué? «Porque hemos educado a personas incapaces de asumir el sacrificio que implica la persecución de un objetivo», responde Riera.
Sostiene que la Ley Celaá, «probablemente de forma bienintencionada, ha contribuido a incrementar esta oleada de dolor que sacude a nuestros jóvenes», porque «pretende hacer individuos que sirvan a un sistema de producción, convirtiéndolos en esclavos al servicio del poder y de la sociedad del cansancio y del consumo». El máximo exponente de este modelo es Cataluña, donde «se han abandonado los conocimientos en favor de las competencias y donde lo que importa ya no es la verdad, sino cómo uno siente las cosas».
