Publicado: mayo 18, 2025, 6:07 am

«¿Qué haremos cuando no quede nada?», pregunta, taciturno, un barón que baja perdida la mirada. «Nos quedan las siglas», le anima el otro. «Sabes que no», replica el primero. «La ideología será nuestro refugio», insiste el más optimista. «Burladero», musita el circunspecto, que continúa: «¿Cuál, qué ideología, contra quién, en defensa de qué…?». «Ya sabes, de la gente». «… De la gente», exhala con desgana el derrotista mientras apaga su voz. Este es un supuesto y ficticio diálogo entre dos barones para el inmediatamente antes del después de Sánchez.
El PSOE esquiva que tarde o temprano habrá un después, que será peor cuanto más se prolongue el absurdo fanatismo de imponer y consignar como victorias lo que son derrotas bajo el ardid de Sánchez: «No entiendo por qué vivimos como derrotas lo que son auténticas victorias», le escribió a Ábalos como reproche a un barón. Ábalos respondió: «Complejo de pobres». Sánchez celebraba en 2020 incorporar a Bildu al acuerdo de Presupuestos –Arrimadas se ofreció a apoyarlos-, a su mazacote.
En la lógica de Sánchez, la victoria consiste en consolidar una mayoría estructural de formaciones hematófagas en la que el PSOE se desempeña como minoría mayoritaria. O sea, para Sánchez, la victoria -pírrica- radica en crear un sistema de dependencias entre todas las fuerzas de izquierda y separatistas -desintegradoras- que le asegure su mantenimiento aun a costa de la gobernabilidad; consiste en renunciar a promover la convivencia y construir una mayoría suficiente para gobernar con un programa propio y reconocible.
Para Sánchez, la victoria supone también debilitar -o colonizar- al PSOE en los territorios para que todos los cuadros del partido dependan de la corporación sita en La Moncloa, que asegura las dádivas. Para Sánchez, la «verdad, la verdad de las cosas, es la realidad». Ha sometido al PSOE con su sofisma: la victoria es el poder; el truco está en que la realidad parece que es que lo ejerce. No es verdad: la realidad es sólo su duración; camufla su treta con el ejercicio despótico del poder en el partido. El PSOE ha interiorizado que Sánchez conserva el poder cuando solamente dura. Su victoria real es haber impuesto su armatoste al partido, que lo había rechazado en 2015 y 2016. Sánchez le ha trasladado -o ha interpretado- sus vicios e inclinaciones. No le fue tan difícil.
En vísperas del 41 Congreso socialista, varios dirigentes regionales -que conocen bien a Sánchez- subrayaron que su liderazgo era indiscutible; que, en todo caso, cabría revisar los procedimientos internos de toma de decisiones. Sánchez se sacudió triunfante y displicente las manos. Si el partido no cuestionaba su liderazgo, tampoco su tóxica y ponzoñosa fórmula, ni el ecosistema creado por y en torno a sí: los negocios privados de su esposa con cargo a La Moncloa, la imputación del fiscal general del Estado por revelación de secretos o de su ex dos Ábalos por pertenencia a organización criminal, los agasajos a Puigdemont, la retórica del lawfare y los «ultrarricos», las espurias intromisiones para rescatar Air Europa, la nociva influencia hemisférica de Zapatero o la ratificación de Cerdán.
Sánchez puso a prueba al PSOE en abril de 2024 y recibió, en noviembre, un otorgamiento ilimitado. Los barones dilucidarán a la larga si Sánchez fue una impugnación de las siglas. El cuándo lo hagan será una demostración. Lo demás es melancolía.