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Venganza de humo y cenizas: el olvido que ya somos

Publicado: agosto 18, 2025, 4:07 am

En los tiempos de la siega a mano con la hoz, el guadaño y la piedra de afilar, también había fuegos. Lo que no había era bomberos. Los bomberos eran los hombres del pueblo. Se incendiaba el monte, tocaban a fuego las campanas, y los hombres -nunca las mujeres- salían de sus casas con escobas, azadas, tornaderas y otros utensilios de labranza. Se llegaban hasta donde estaba el fuego, lo apagaban y regresaban a casa. La tierra siempre era de alguien que la cuidaba. No eran necesarios los ecologistas, ni los medioambientalistas, ni había exigencia de varios permisos para podar un roble o limpiar una cañada. No era necesario defender la Naturaleza porque la Naturaleza era nuestra vida. La que nos daba de comer.

Quién sabe si la Naturaleza se está vengando de nosotros por haberla abandonado. Castiga nuestra tierra porque le dijimos que ya no la necesitábamos para vivir. En Sanabria, Aliste y los Valles este puente de la Virgen no ha salido el sol. No amanece, porque las llamas en los pueblos más desdichados, y el humo y las cenizas en el resto ocultan las claras del día. Hace un calor inédito en el mes de agosto, las noches no refrescan y reina una tristeza horrorizada por la desgracia de nuestros paisanos que ven quemarse los montes que les dieron la vida, sus casas, los pajares, hasta los animales.

«Espejo de soledades», llamó Unamuno al Lago de Sanabria. Espejo de humo y desolación, lo llamaría ahora. El animado paisaje de sus playas llenas de gente disfrutando del 15 de Agosto es ahora el paisaje de los aviones que repostan agua para apagar el fuego de las montañas cercanas.

La Naturaleza nos ha castigado a ser testigos de la destrucción del pasado. Mi padre decía que en agosto regresaban al pueblo los «Hijos pródigos», aquellos de la parábola del Evangelio que dejaron la casa del padre en busca de prosperidad. Los montes han azuzado las llamas precisamente cuando la España más despoblada recupera el esplendor de la vida en sus calles, a rebosar de veraneantes, de bicicletas y de paellas populares.

En el humo que tiñe de gris el horizonte y en las cenizas que caen sobre los coches y los tejados, como cae la nieve en invierno, viajan nuestros recuerdos de un mundo que ya no existe, pero del que no podemos olvidarnos. Un pecado sería que no sintiéramos una punzada en el estómago cuando escuchamos hablar de las penalidades y el sufrimiento de nuestros paisanos desalojados de sus casas, cuando los vemos confrontar las llamas o corriendo para salvar el ganado que pierde sus pastos.

Siempre ha sido un combate épico el de los pueblos contra las llamas. Los hombres y las mujeres miraban al monte de tú a tú. Ahora el combate es más desigual, porque la Naturaleza ha ocupado los espacios que el hombre dejó. Donde había labranza ahora hay rastrojos muertos. La ganadería apenas es una sombra de lo que fue. El campo descuidado y sin limpiar es yesca lista para encenderse con solo mirarla.

En las calles, las casas, los bares y los festejos de este rincón abandonado asumen con una mueca de ironía los debates políticos sobre las causas del fuego, el reparto de culpas, los medios de extinción o el sueldo de los bomberos. «No tienen ni puta idea, el monte está lleno de maleza porque no nos dejan limpiarlo, hay que pedir autorización y papeles para cualquier bobada, y así cuando prende un fuego ya no hay quien lo pare».

Las estadísticas sobre la superficie quemada nunca podrán medir la inmensidad de la superficie emocional y espiritual destruida por las llamas. Asombra que algunas personas se hayan negado a abandonar sus pueblos -cuándo las autoridades así lo han ordenado- para defender sus casas, su memoria y la de sus padres y abuelos. Yo tampoco me iría, dice mucha gente que se ha quedado a cuidar el lugar que otros dejamos. Gentes heroicas en una España olvidada, que sufre el abandono y el desamparo, que lucha por sobrevivir cada día y cada hora. Y que seguirá luchando cuando las llamas se apaguen, y las cámaras se vayan a negro. Como el monte. Una semana tardaron el presidente del Gobierno y el Rey en hacer un alto en sus vacaciones para hacerse cargo del dolor de esta esquina del mundo. El olvido que ya somos.

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