Publicado: agosto 9, 2025, 1:07 am
-Antes de entrar a vivir en la casa rezaron en ella y le echaron un agua, como para que se fuera lo malo, para bendecirla.
-¿Y eso lo sabe porque lo vio usted?
-No, no, yo no lo vi, pero me lo han contado varias personas en el barrio.
La mujer, que está paseando al perro en mallas y zapatillas de deporte, se refugia del bochorno que asfixia Murcia bajo la sombra de uno de los árboles del parquecito que hay frente al edificio en el que se produjo el triple crimen.
El número 20 de la humilde calle de Santa Rosa, ubicada en el extrarradio de la ciudad, tiene prácticamente el mismo aspecto que 25 años atrás. Los surcos de suciedad bajando por la fachada de gotelé. El enjambre de ventanitas que transmiten que no debe de haber mucha holgura dentro. Los típicos toldos verdes en las dos terrazas que hay por planta. Las rejas plegables protegiendo todas las ventanas de los bajos y también las de algunos primeros.
Aparentemente, lo único que ha cambiado en un cuarto de siglo es la puerta de entrada, que antes estaba pintada de un rojo muy chillón y ahora es negra. Hacia ella apuntaban las cámaras la tarde del 1 de abril de 2000 mientras la muchedumbre -muchos niños en primera fila- aguardaba la salida de los cuerpos. «Esto es impresionante», «gente muy normal; no te explicas algo así», «muy buenos vecinos», «se le fue la cabeza», recogían los micrófonos un tópico tras otro.
Primero sacaron los cadáveres de los dos adultos: el matrimonio formado por Rafael Rabadán -camionero, 51 años- y Mercedes Pardo -ama de casa, 50 años-. Luego el de su hija, María, de 9 años y con síndrome de down.
El suceso tenía todos los mimbres para que prendiera mediáticamente y así lo hizo. El asesino resultaba ser el único superviviente de la familia: el hijo mayor, José Rabadán, un adolescente de sólo 16 años que se había dado a la fuga. El caso se bautizó como el «crimen de la Catana» porque, según el recuento forense, infligió entre 90 y 100 heridas a sus padres y hermana con una espada samurai.
«¡Madre mía de mi vida! ¡Esto es increíble!», se escucha en la grabación que la Policía hizo del escenario del crimen decir a un agente, impresionado por cantidad de sangre que había esparcida por toda la casa. «Uno de los hechos más sangrientos y repulsivos que se hayan realizado en los últimos años», recogió la Memoria de la Fiscalía de Murcia.
Los crímenes se cometieron poco antes de la entrada en vigor de La Ley del Menor, de modo que José Rabadán se convirtió en el primer autor de un delito grave juzgado (y beneficiado) por la nueva norma, lo que provocó cierto revuelo entre quienes estimaban que seis años de internamiento en un centro de menores era poco castigo para un crimen tan atroz.
José Rabadán, en el momento de su detención.
Que el parricida pasara horas encerrado en su cuarto frente al ordenador, chateando tras el nick Odeim -«miedo» al revés-, jugando a un videojuego de lucha o iniciándose y obsesionándose con el satanismo abrió un melón muy de actualidad: los efectos perversos de las nuevas tecnologías en las mentes infantiles.
Y la guinda para que el suceso fuera definitivamente un boom: la mitificación del joven asesino, al que llovieron cartas de admiradoras. Entre quienes le escribían estaban dos adolescentes gaditanas, Iria y Raquel, de 16 y 17 años, quienes dos meses después matarían a un compañera de clase, Clara, inspirándose en lo que había hecho él. El crimen se conocería como el de «las brujas de San Fernando».
De todo eso ya no se habla nada en el barrio, dice la mujer del perro mirando al frontal del edificio, aunque el piso sobre el que charlamos, el 2 C, no da a esta calle, sino a la trasera, la del Pintor Pablo Picasso. Su balcón no es aquel del que cuelgan unas guirnaldas y que tiene un camello y una palmera pintados en la pared, como podría pensarse por el origen de sus actuales dueños, que son marroquíes, sino otro cercano, el que tiene la terraza cerrada y persianas de arriba abajo blancas relucientes.
L. y H., de 60 y 47 años, el matrimonio que reside en él con sus tres hijos -ya mayores- salían en coche justo cuando llegamos. No quieren saber nada de la prensa, nos deja claro ella algo alterada porque teme que los estemos grabando, como ha debido de sucederles hace nada, según entendemos de sus escasas y atropelladas palabras.
La mañana del 21 de octubre de 2004, cuatro años y medio después del crimen, L. y H. se sentaban en la sala de vistas del Juzgado de Primera Instancia número 11 de Murcia acompañados de un abogado. Se celebraba la subasta del piso donde habían sucedido los asesinatos de la catana y ellos acudían decididos a ganarla.
El diario La Opinión de Murcia asistió a la puja y contó con detalle cómo se desarrolló. No se esperaba que un inmueble con tales antecedentes despertara tanto interés: seis postores en total se personaron, todos subasteros profesionales, corredores de fincas, salvo el matrimonio marroquí.
La catana de 71 centímetros con que se cometieron los asesinatos.
La puja se inició en 47.050,42 euros, cantidad en la que judicialmente se había valorado la propiedad. Todos los presentes fueron alzando alternativamente las manos hasta que el precio alcanzó los 68.000 euros y entonces sólo un subastero le mantuvo la pugna a la mujer marroquí, quien llevaba la voz cantante de la pareja. «Fue un mano a mano entre ambos, un pique en el que las cantidades iban subiendo de inmediato y a veces con cifras tan pequeñas como sólo cincuenta euros», contaba el citado diario.
Así hasta que el subastero se rindió al ofrecer la mujer 70.500 euros, aunque el coste final se estimó en unos 78.000 puesto que hubo que añadirle el impuesto de Transmisiones Patrimoniales. Respecto al precio de entonces en la zona, se ahorraron unos 20.000 euros.
«Tras la adjudicación de la vivienda, el matrimonio no quiso hacer ningún tipo de comentario, si bien el abogado que les acompañaba confirmó que conocían la historia de los crímenes cometidos en la vivienda y afirmó que la familia pujó por la casa con la intención de vivir en ella«, explicaba La Opinión de Murcia.
Era difícil que L. y H. no supieran lo sucedido en el piso por el que pujaban puesto que el propio anuncio de la subasta, publicado en el Boletín Oficial de la Región de Murcia (BORM) unas semanas antes, lo dejaba bien claro: «Se informa a los interesados que en el inmueble objeto de la subasta se produjo la muerte violenta de tres de sus ocupantes, siendo conocido el hecho como ‘crimen de la catana'».
Pero, ¿cómo y por qué acabó la vivienda donde José Rabadán mató a sus padres y su hermana vendida al mejor postor?
«La herencia de mi familia se debía haber repartido entre mi hermana y yo. Mi abogado me comunicó que tenía derecho a pedir parte de los bienes que mis padres ostentaban pero yo rechacé todos ellos y, como sabía que se iban a ir para mi hermanastra, para mi hermana Rosario, yo renuncié con tranquilidad a ello. Yo no veía en ese momento ningún futuro, ningún horizonte para mí, y a mí me suponía gratificante darle algo a alguien a quien le había quitado algo». Son las palabras del propio José Rabadán en el documental Yo fui un asesino, con el que en 2017, reapareció de repente en la escena pública para compartir sus recuerdos del crimen y contar cómo, a los 33 años de edad, se había reintegrado a la sociedad, se había casado, tenía una hija y vivía tranquilamente en Cantabria.
Rabadán, de pequeño, en el bautizo de su hermana, a la que sostiene su madre en brazos. El padre, al fondo con barba.
Decía Rabadán ante la cámara que renunció a la herencia en favor de su hermanastra pero lo cierto es que, de acuerdo con el denominado «principio de indignidad», no tenía derecho a ella. Así, el artículo 756 del Código Civil, recoge que alguien condenado en sentencia firme por haber atentado contra la vida de una persona no puede sucederle.
Sí le correspondían sin embargo las dos pensiones de orfandad por la muerte de sus padres, pagas que solicitó y cobró una tía que actuaba como su tutora. La cuantía ascendía a 19.629 pesetas (118 euros al cambio actual) mensuales por el derecho de orfandad generado por su padre y 13.739 (82,5 euros) por su madre.
Hasta el año 2015, los condenados por el homicidio de un familiar podían cobrar las pensiones que paradójicamente les correspondían por las muertes que ellos mismos habían provocado: la de orfandad en el caso de un hijo asesino o la de viudedad para un asesino machista.
Mencionaba Rabadán en el documental también a su hermanastra Rosario, la hija que su padre había tenido muy de joven en una relación anterior, la figura más desconocida del suceso. Fue ella quien heredó la casa pero, puesto que no abonó las cuotas de la hipoteca que tenía pendientes, le fue embargada. Los 47.050,42 con los que salió a subasta correspondían a la deuda acumulada más los intereses y costas de ejecución.
El piso tenía (tiene) 86 metros cuadrados, 72 de ellos útiles, repartidos en tres dormitorios, salón, cocina y baño. La habitación de Rabadán estaba al fondo, al lado de la de su padre: «Me levanté con la espada y me fui hacia el cuarto de mi padre. Recuerdo que estaba nervioso porque digo: ‘Si mi padre se despierta y me ve aquí, no sé cómo va a reaccionar’. Me cercioré de que estaba durmiendo, me posicioné en su lado y levanté la espada, pero no fue con la intención de atacarle. Recuerdo que sentí que mi idea estaba consumada (…). Había demostrado que era capaz de hacerlo si quería y por tanto me podía volver a la mi cama, pero sucedió algo terrible (…) la espada bajó y bajó sola, con mi brazo pero bajó, bajó sola», contaba en el documental cómo había acabado con la vida de su padre.
Se dirigió a continuación a la habitación de su hermana, en la que dormía también esa noche su madre, para matarlas a ambas también y poder así vivir solo, sin familia, móvil de los asesinatos según confesó.
La hermana María murió la última y tal y como ella misma había vaticinado unos días antes que sucedería, según reveló Rabadán en Yo fui un asesino: «Estaba en la cocina con mi madre: que mi hermana María había tenido un sueño muy malo en el cual veía cómo yo acababa con la vida de mis padres y la mataba con un cuchillo. En ese momento yo me quedé pálido, porque no no había escrito eso en ningún sitio, sólo estaba en mi mente. La diferencia es que yo tenía pensado hacerlo con la catana y ella mencionó un cuchillo. Al final resultó que sí, que fue un sueño premonitorio, porque la espada se partió y sí, había un cuchillo, sí». Un machete, concretamente.
José Rabadán, que huyó, fue detenido dos días después en Alicante y enviado a prisión, donde pasó nueve meses hasta que el 1 de enero de 2001 entró en vigor la Ley del Menor y fue trasladado a un centro de menores. No llegó a someterse a juicio oral puesto que su abogado acordó una condena de conformidad: seis años de internamiento en un centro de menores y dos de libertad vigilada. En enero de 2006, con 22 años, salió a la calle y dos años después quedó el libertad total.