Publicado: julio 15, 2025, 10:07 pm

La opinión pública catalana ha acogido con una frialdad notable el acuerdo de financiación aprobado este lunes entre el Gobierno y la Generalitat. Aunque se ha destacado la ruptura simbólica de la caja común y la concesión de una hacienda propia como un gesto positivo -así como el compromiso político de avanzar hacia un modelo confederal del Estado-, lo que prevalece es una decepción generalizada ante la falta de concreción y de cifras. La propuesta, lejos de entusiasmar, ha sido recibida como una muestra voluntarista, pero manifiestamente insuficiente.
En una aparente paradoja, el mismo sistema de financiación (o su esbozo) que para los líderes autonómicos del PP y los barones del PSOE resulta intolerable -porque quiebra los principios constitucionales de igualdad y solidaridad-, para la oligarquía catalana es una propuesta bienintencionada, pero insuficiente y muy mejorable. Una tibia reacción que no se corresponde con el esfuerzo propagandístico desplegado por Moncloa y sus terminales mediáticos, pero que se explica por la combinación de una percepción creciente en las élites catalanas y un atávico convencimiento del nacionalismo.
La primera es la extendida sensación de que Pedro Sánchez es ya un presidente demasiado débil y desacreditado para liderar una transformación estructural del Estado tan ambiciosa como lo que propone. Así que, prudentemente, hay que empezar a marcar distancias. La segunda es la convicción, entre la oligarquía catalana, de que Cataluña es una nación distinta a eso que llaman España y, por tanto, tiene el derecho natural de regirse por un sistema propio de normas, deberes y privilegios. Diferente al del resto de las autonomías.
El poder catalán podría aceptar un concierto económico como el vasco -otra vieja nación de la península ibérica-, pero nunca compartir modelo con murcianos, andaluces, extremeños o madrileños. De hecho, el golpe de 2017 no fue otra cosa que un intento de garantizar por la vía de los hechos -y de la sedición- ese trazo diferencial catalán.
La doctrina del «café para todos» siempre ha sido vista como un error histórico, fruto de una generosidad mal calculada durante la transición. Como ha recordado Carles Puigdemont: «Cuando los españoles dicen café para todos, quieren decir en realidad poso para los catalanes. La intención de generalizar lo que es singular». El «café catalán» que sí se bebe con gusto tanto Puigdemont como el president Salvador Illa combina singularidad política, económica y cultural con la impunidad ante la ley. Una excepción que ya no se disimula.
La coincidencia del anuncio de financiación con la vista pública en la que el Tribunal de Justicia de la UE evalúa la cuestión prejudicial sobre la ley de amnistía, planteada por el Tribunal de Cuentas, subraya precisamente esa conexión estructural entre privilegio fiscal y la impunidad judicial. Ambas componen el núcleo del blindaje competencial que el nacionalismo ha reclamado históricamente y que ahora exige a Sánchez.
Es la otra cara de la corrupción del sanchismo, que en Luxemburgo obligó a la Fiscalía y a la Abogacía del Estado a actuar de la mano de Gonzalo Boye -abogado de Puigdemont y de narcos-, mientras la Comisión Europea dejaba en evidencia al Gobierno español al recordar que el perdón a los golpistas no responde al interés general, sino a un mero pacto de investidura.