Publicado: marzo 4, 2025, 12:07 am

Vox está inmerso en una dinámica peculiar. Por un lado, acumula polémicas internas: si hace un mes se anunciaba la salida de su antiguo líder en Castilla y León, Juan García-Gallardo, ayer se anunció que suspendían a su portavoz en Valencia, Juanma Badenas, por supuestos contratos irregulares. Por otro lado, el partido sigue mostrando buena salud en las encuestas: la que publicó ayer El País le otorgaba un 14,1% de intención de voto, mejorando el 12,4% de las últimas generales.
Está claro que la marejada interna de Vox se ve contrarrestada por el buen momento de las nuevas derechas en todo Occidente. Abascal y sus correligionarios se benefician de unos cambios -sociales, culturales, comunicativos- que les vuelven atractivos para una parte del electorado. La pregunta no es tanto por qué Vox va bien, sino por qué, en este contexto, no va mucho mejor. Y esta cuestión se vuelve aún más pertinente si tenemos en cuenta la actitud del partido ante la guerra ruso-ucraniana. Está por ver si la defensa que hace Vox de la postura de Trump y de Orban -con su apuesta por el apaciguamiento a Putin y por una paz más favorable al agresor que al agredido- será otro de los factores que lastren el crecimiento de Vox, o si, por el contrario, ayudará a mantenerlo a flote pese a los líos internos.
En principio, el apoyo de Vox a la postura de Trump contradice su perfil de partido «patriota» y defensor de la soberanía nacional. Ya no es solo que parezcan incapaces de identificarse con el patriotismo de quienes han realizado los mayores sacrificios para defender su nación. Es que hay que preguntarse cómo aplicaría Vox su discurso sobre Ucrania a algunos momentos de nuestra historia: por ejemplo, a la Guerra de Independencia. Podemos colegir de lo que dicen estos días que, en 1811, Vox habría estado a favor de firmar una paz que cediera para siempre a los franceses el País Vasco, Navarra, Cataluña y Aragón. Además, habrían apoyado que se firmara un acuerdo con Reino Unido que cediese a ese país la explotación de nuestros recursos, sin lograr a cambio ninguna promesa de defendernos en caso de un nuevo ataque galo. Y todo esto, sin cargar las tintas contra Napoleón; la culpa de la muerte y la miseria causada por los franceses la tendrían el bipartidismo Carlos IV–Fernando VII, y quizá también los progres de Cádiz. En cualquier caso, habrían desanimado a quienes se empeñaban en la resistencia contra un enemigo muy superior: lo importante era que no muriese más gente.
No se puede decir, sin embargo, que nuestra época sea especialmente dura con la incoherencia. Ahí están los siete años de cambios de opinión de Pedro Sánchez, o el tiempo que ha estado Podemos cabalgando contradicciones. Ahí está, también, el caso de J. D. Vance, quien una vez se refirió a Trump como el «Hitler americano» y ahora es su fidelísimo vicepresidente. La pregunta, en cualquier caso, es si la actitud ante la guerra de Ucrania está ayudando a mantener el momento dulce de la derecha radical en todo el mundo, o si acelerará su declive. Ahora vemos claramente que el punto álgido de lo woke se alcanzó hace un par de años. Quizá estemos presenciando lo mismo ahora con un anti-wokismo que se indigna más con Ursula von der Leyen que con Vladimir Putin.