Publicado: noviembre 26, 2025, 1:07 pm

Theodore Roosevelt llamó, despectivamente, muckrakers (escarbadores de basura) a los primeros periodistas de investigación. El apodo, concebido como un insulto, terminó bautizando toda una tradición de denuncia política rigurosa. Y aunque existe una inercia romántica que lleva a pensar que la democracia trajo consigo el periodismo de investigación como un complemento estético, la realidad es más cruda: la democracia no incorporó la investigación por gusto, sino por supervivencia.
La sociedad libre exige vigilancia independiente, no porque la prensa quiera ser invasiva, sino porque el poder tiende a buscar la comodidad. Y cada vez que el poder se siente demasiado cómodo, la corrupción deja de ser una anomalía para convertirse en sistema. Es entonces cuando la investigación aparece como un mecanismo de higiene democrática.
Hoy España atraviesa uno de esos momentos cíclicos. Las revelaciones que equipos como el de EL MUNDO están poniendo sobre la mesa suenan a reminiscencias de los momentos finales del «felipismo». Sin necesidad de posicionarnos ideológicamente, el clima eléctrico es similar: la política se blinda, la credibilidad institucional se deshace y el ciudadano percibe más ruido que soluciones. En este escenario, la investigación reaparece como el único motor fiable de regeneración.
Si los ministros de Felipe González desayunaban los lunes con miedo, era porque Antonio Rubio y Manolo Cerdán condicionaban la vida política de la semana; y los jueves remataban Interviú o Tiempo. Hoy, aquella generación ha dado paso a otra que, en papel o digital, provoca terremotos virales en Twitter y cadenas de WhatsApp. El canal cambia, pero la certeza del ciudadano es la misma: la investigación independiente es el medio más eficaz para mantener a raya a los políticos y vigilar que nuestro dinero se destine a lo presupuestado.
Por eso la celebración, el pasado viernes, de un desayuno organizado por la Sociedad CLAVE -lobby de detectives privados- se convirtió en una radiografía del momento. Allí coincidieron cuatro periodistas de referencia (Esteban Urreiztieta, José María Olmo, Daniel Montero y Beatriz Parera) junto a investigadores privados, magistrados y policías. La presencia de estos últimos entre el público cargó el ambiente de un simbolismo paradigmático: quienes juzgan e investigan desde el Estado acudían a escuchar a quienes investigan desde fuera del Estado. Se produjo un diálogo tácito entre los distintos pilares de la verdad pública, reconociendo que, cuando los cauces oficiales se obstruyen, la transparencia depende de la prensa y la sociedad civil.
La voz más contundente fue la de Esteban Urreiztieta, subdirector de EL MUNDO, cuyo análisis sonó a advertencia. Explicó que el ecosistema actual -saturado de titulares instantáneos y polémicas de 24 horas- ha dañado la capacidad del oficio. «Vivimos en una locura absoluta en la que estamos expuestos, cada vez más, al riesgo de cometer errores», sentenció. Pero en medio de esa vorágine dejó una frase que debería ser un mantra: «La información buena tiene vida propia».
Esa afirmación recupera la filosofía de aquellos primeros muckrakers. La verdad no necesita ruido ni clickbait. Necesita lo que Urreiztieta definió como «cocción lenta». En un país donde el poder manufactura ruido para tapar hechos, la verificación meticulosa es la única regeneración posible.
Aquí entra el otro actor de la alianza: el detective privado. Si el periodista investiga para contar, el detective investiga para probar. En tiempos de deepfakes e Inteligencia Artificial, esta diferencia es una garantía democrática. En el encuentro de la Sociedad Clave se dijo tajantemente: «Si decimos que alguien entra en un sitio, tenemos que tener una foto. Si no, no lo vamos a decir». El detective no insinúa; demuestra. Esa cultura de la evidencia convierte al investigador privado en notario de la realidad física.
La urgencia de esta «democracia de la prueba» quedó patente cuando José María Olmo relató cómo, tras publicar informaciones veraces, se enfrentó a la acusación de que habían sido generadas por IA. «No sabía cómo demostrar que algo que es cierto es cierto», confesó. Cuando la verdad deja de ser evidente por sí misma, ya no basta con contarla; hay que blindarla técnicamente.
Daniel Montero cerró el círculo con una reflexión crítica sobre el mercado. «Es muy importante contar las cosas mejor que los demás, porque contarlas más rápido cada vez se percibe menos», aseguró. La velocidad se ha devaluado; la profundidad es el nuevo valor refugio. Sin embargo, Montero alertó sobre el problema subsidiario: la mercantilización de la noticia. «Cuando vendes información, quieres que luzca mejor que la de al lado; ese es el gran problema actual, donde se inflan muchísimos temas solo para buscar un hueco en el mercado».
Lo que vimos en ese desayuno no fue una alianza formal entre detectives y periodistas, sino un reconocimiento mutuo. Ambos colectivos construyen los cimientos sobre los que luego operan los jueces. El periodista ilumina, el detective recoge la prueba y el sistema judicial actúa. Beatriz Parera defendió este ámbito común, recordando que la colaboración se extiende a jueces y policías. Montero lo secundó: «Aprendí a valorar el trabajo que muy poca gente conoce de los detectives, ese trabajo soterrado ayudando en algunas investigaciones».
La conclusión es clara: la regeneración democrática no nace en los discursos ni en los pactos de Estado, sino en los hechos. En los datos fríos. En las historias reconstruidas a contracorriente. Porque la investigación periodística y privada no son lujos, son respiración asistida cuando el poder se relaja tanto que parece que el corazón se pare. Mientras existan periodistas como Urreiztieta, Montero, Olmo o Parera que recuerden que la verdad no admite atajos, y detectives que solo afirmen lo que pueden probar, habrá democracia que regenerar.
Como bien recordó Olmo, «a veces, dar una información demasiado buena te trae problemas». Pero en tiempos de opacidad, esos problemas son el precio exacto de la libertad.
Francisco Marco, doctor en Derecho e investigador privado, es dueño de Método 3.
