Publicado: octubre 18, 2025, 6:07 am

En política, como en la vida, los extremos suelen tener más ruido que razón. Basta mirar el debate público para comprobarlo: están los que niegan los problemas en nombre de la compasión y quienes los agrandan en nombre del miedo. En materia de inmigración, España lleva años atrapada entre ambos errores: el del buenismo, que disfraza de tolerancia la inacción, y el del fanatismo, que convierte la identidad en arma arrojadiza. Y entre unos y otros, se ha ido diluyendo lo esencial: la defensa serena del orden, de la ley y la libertad.
La inmigración no es una moda ni un asunto pasajero. Es el mayor desafío ético y político de nuestra generación, porque nos obliga a decidir quiénes somos y qué queremos proteger. España, que un día fue puente entre continentes y lenguas, no puede resignarse a mirar hacia otro lado ante el desorden ni reaccionar con miedo ante la diferencia. Una nación madura debe conjugar la empatía con la exigencia, la acogida con el cumplimiento de las normas.
Más de 9,5 millones de personas que viven hoy en España nacieron fuera. En siete años, hemos pasado del 14 al 20% de población extranjera. Desde que Sánchez llegó a la Moncloa, más de 13.000 pateras han alcanzado nuestras costas y miles de personas han muerto en el mar. Las mafias se enriquecen con la desesperación, mientras el Gobierno tolera el fraude, consiente el abuso del arraigo y convierte el asilo en una puerta falsa sin fundamento jurídico. El resultado es un país con más de medio millón de personas en situación irregular y un cuarto de millón de solicitudes de asilo sin resolver. Un país que nacionaliza más que nadie, pero integra menos que nunca.
A mayores, este problema es doble: institucional, porque el Estado se debilita al incumplir sus propias leyes; y moral, porque los ciudadanos perciben que el esfuerzo no compensa y las reglas ya no valen para todos. Y ese es el caldo de cultivo perfecto para los populismos, que prometen soluciones simples a problemas complejos. El orden sin libertad es autoritarismo y la libertad sin orden, caos. Lo que España vive hoy es demasiado caos: normativo, institucional y social. Deshacerlo exige trabajo, serenidad y coraje político, no soflamas.
Puede parecer que el debate migratorio encierra una contradicción. Todos sentimos empatía hacia quien busca una vida mejor, pero también la necesidad de proteger lo que es nuestro. Sin embargo, ese dilema entre humanidad y firmeza es falso. Por un lado, la izquierda ha confundido diversidad con impunidad y ha renunciado a defender los valores que nos hicieron libres. Por otro, la derecha radical convierte la identidad en frontera y el miedo en programa. Ambas visiones son dos caras del mismo error.
Europa, por suerte, ha empezado a despertar. Tras años de bloqueo, los estados han comprendido que la frontera no es solo una línea en el mapa, sino un acto de soberanía. Protegerla es preservar los valores que nos definen y España debe dejar de ser un socio problemático para asumir liderazgo.
El Plan Nacional de Inmigración del PP parte de esa idea: una España de firmeza, realismo y esperanza. Que defiende el derecho a ser acogido, pero también el deber de integrarse. Que entiende que el trabajo es la mejor carta de presentación para quien llega y que no hay integración posible donde se incumple la ley. Que eleva su propia dignidad devolviendo a la nacionalidad su sentido más alto —como mérito, como honor, como reconocimiento—. Porque, como recordó Alberto Núñez Feijóo, «la nacionalidad española no se regala, se merece».
Frente al descontrol y el fanatismo, existe una tercera vía: la del orden, la razón y la libertad. Porque defender el orden no es rigidez, sino respeto. Respetar la ley es proteger la libertad. Y la libertad, fundada en la dignidad y el esfuerzo, es el suelo firme sobre el que se asienta la Nación.
* Alma Ezcurra es europarlamentaria y vicesecretaria de Organización del Partido Popular.