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Ucrania: los árboles y el bosque

Publicado: mayo 2, 2025, 9:23 am

Desde que el presidente Trump comenzó las negociaciones —de alguna forma hay que llamar al proceso atípico que el magnate norteamericano impulsa desde su red social— para poner fin a la guerra de Ucrania, resulta cada vez más difícil hacerse una idea de lo que está pasando. Las declaraciones del republicano, casi siempre absurdamente optimistas, en ocasiones se vuelven sombrías. Surge entonces la duda: ¿estamos al borde de la paz o a punto de tirar la toalla?

Mucho me temo que la mayoría de los usuarios de Truth Social no puedan contestar a esa simple pregunta. Y no son los únicos desconcertados. Si fuéramos extraterrestres, podríamos llegar a creer que el presidente Putin es un líder magnánimo que no destruye Ucrania porque ama la paz. Zelenski, en cambio, podría parecernos un presidente mezquino, desagradecido, dictatorial y profundamente rusófobo, capaz de sacrificar a su pueblo en una cruzada descabellada contra su pacífico vecino. Si no fuera porque sabemos lo que ocurre en el este de Europa, pensaríamos que es el ucraniano, y no el ruso, el escollo que hay que superar para que las negociaciones lleguen a buen puerto.

A una idea tan descabellada —no cabe olvidar quien ha invadido a quien— se podría llegar por la asimetría con la que Trump se dirige a uno u otro contendiente. Al agresor le devuelve el perdido estatus de gran potencia, le apoya en las votaciones en las Naciones Unidas y abraza su causa en todos los foros internacionales, incluidas las reuniones del G7. Al agredido le echa de la Casa Blanca, le impone un trato injusto sobre sus recursos naturales y le acusa de que la defensa de su territorio, un derecho legítimo donde los haya, podría provocar la Tercera Guerra Mundial.

Llegado el momento de la formulación de un plan concreto para poner fin a la guerra —lo que da de nuevo la razón a Putin, que rechaza cualquier alto el fuego que no conduzca directamente a un final satisfactorio de su aventura bélica— Trump le ofrece al dictador del Kremlin el reconocimiento de jure de la anexión de Crimea y de facto de los territorios que ocupa en el sur y en el este de Ucrania. A Zelenski, en cambio, le veta cualquier aspiración a la integración en la OTAN y le niega toda garantía de seguridad que pueda disuadir al dictador ruso de futuras agresiones. Recordará el lector que el propio Xi Jinping había sido mucho menos parcial en su plan de paz.

Como era de esperar, Putin acepta cada concesión de Trump como “un paso hacia la paz”. Siempre insuficiente, desde luego —sus exigencias no se han movido ni un milímetro— pero en la buena dirección. Como también era de esperar, Zelenski se resiste a ceder a las presiones norteamericanas a cambio de nada. Trump lo ha olvidado, pero el líder ucraniano, como la mayoría de sus conciudadanos, recuerdan que la semilla de esta guerra se plantó cuando Kiev entregó su arsenal nuclear a cambio de una promesa escrita en un papel que el hoy ministro Lavrov depositó en la ONU. Se trataba del memorándum de Budapest, firmado por Yeltsin en 2004, que garantizaba la integridad territorial de Ucrania a cambio de su adhesión al Tratado de no Proliferación Nuclear.

¿Cambió Ucrania sus armas nucleares por un papel? Sí. Eso fue exactamente lo que ocurrió, y Zelenski no entregará ahora su territorio, su propia presidencia y la mayoría de sus armas convencionales por otro papel parecido

¿Cambió Ucrania sus armas nucleares por un papel? Sí. Eso fue exactamente lo que ocurrió, y Zelenski no entregará ahora su territorio, su propia presidencia y la mayoría de sus armas convencionales por otro papel parecido. Por desgracia, eso es lo que le exige Putin. Y, con apenas matizaciones, eso lo que el presidente de los EE.UU. parece considerar un final justo para la guerra.

Todo lo demás —las declaraciones de Trump y de Vance, las negociaciones para un alto el fuego en el mar negro, la breve tregua del Domingo de Resurrección, la propuesta de una pausa para celebrar el fin de la Segunda Guerra Mundial o la promesa de negociar con Ucrania una moratoria en el ataque a objetivos civiles— no son más que árboles que no debieran impedirnos ver el bosque. Y ¿cuál es ese bosque? Que la de Ucrania es una guerra de conquista. Todos lo sabíamos, pero así lo acaba de reconocer el propio Lavrov, dos décadas después del memorándum de Budapest. Mientras viva Putin, la guerra solo terminará cuando Ucrania se rinda incondicionalmente a su enemigo.

No es difícil darse cuenta de que un final así haría renacer el derecho de conquista, proscrito desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Afortunadamente, el resultado no es inevitable: si los votantes norteamericanos se atreven a enseñar a su presidente una merecida tarjeta amarilla —como parece haber ocurrido en las encuestas de opinión correspondientes a los primeros cien días del gobierno de Trump— y el pueblo ucraniano sigue anhelando un futuro libre de las garras de Moscú, será posible albergar esperanzas de que la guerra de Ucrania termine como debe: con el regreso de las tropas rusas a sus hogares. Aunque para ello tengamos que esperar a que falte Putin

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