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Todas nuestras verdades y secretos

Publicado: agosto 25, 2025, 3:16 am

Dicen que las tres cosas más difíciles de esta vida son aprovechar el tiempo, perdonar un agravio y guardar un secreto. Pero imagínese si el asunto va más allá de las confidencias y las comunicaciones personales, todo está en hojas de papel, no hay posibilidad de tocar una tecla para “guardar como” y las posibilidades de almacenamiento van desde un cartapacio o una caja de cartón hasta un mueble lleno de cajones. Todavía más impresionante cuando tales papeles y documentos cuentan la historia de una nación y es posible acceder a toda clase de secretos y verdades evidentes. Es por ello, lector querido, que hoy toca celebrar cuando por fin, se reunieron y ordenaron todos aquellos escritos en un solo lugar y bajo un mismo techo.

Cuenta la Historia que el proceso fue largo y que todo comenzó cuando en 1790 que el virrey segundo Conde de Revillagigedo, Juan Vicente Güemes Pacheco y Padilla decidió pedir autorización al Ministerio de Gracia y Justicia de España para crear el Archivo General de la Nueva España e instalar los legajos en el Palacio de Chapultepec. La idea era genial. En el Cerro del Chapulín los documentos se mantendrían a salvo de las frecuentes inundaciones de la ciudad y tanta memoria podría acomodarse con holgura y limpieza. La razón de su petición decía el virrey en su escrito era imponer el orden en «archivos sumamente confusos por impericia o desorden en su colocación, y en todos los crecidos volúmenes de papeles antiguos” todo ello con el iluminado fin de “conservar con esmero y cuidado los documentos antiguos” y así lograr un sitio “donde pueda acudirse y hallar fácilmente el documento que se requiera”.»

El lugar y los objetivos eran perfectos, pero tan magno proyecto —como pasa con los sueños más guajiros— no se llevó a cabo. Los documentos, pertenecientes a la. otrora la joya más preciada conquistada por la Corona española, acabaron trasladándose al Real Palacio Virreinal, muy cerca de Revillagigedo (por si acaso se le ofrecía algún dato con urgencia).

Fue Lucas Alamán — ajonjolí de todos los moles, funcionario, notable conocedor de la historia mexicana, tres veces ministro de Relaciones Exteriores— quien hizo todo lo posible para que el 23 de agosto de 1823, se inaugurara el Archivo General y Público de la Nación. A nadie le pareció mal que continuara en el mencionado Palacio, ahora ya no virreinal, sino Nacional, pero las cosas, como usted ya se lo imaginó, tampoco estaban ordenadas como se debía ni con la lógica requerida.

Fue en 1872, cuando Francisco P. Urquidi, se hizo cargo del proyecto y se dispuso a clasificar en lo posible 18,480 legajos; colocarlos ordenadamente en los estantes; empastar 3,460 volúmenes; componer 19 mapas y clasificar 100; formar índices de 4,678 volúmenes de los principales ramos y comenzar el del ramo de Vínculos; hacer el recuento, separación y avalúo de las obras de venta; separar y ordenar las obras reservadas para el uso del Supremo Gobierno y hacer 13 volúmenes de traslados de documentos antiguos deteriorados. Todo ello para componer el Archivo General y Público de la Nación.

El tiempo siguió su curso. Vinieron la Reforma y la Revolución y en 1918 la colección de tanto papel reunido cambió por fin su nombre al actual Archivo General de la Nación y por decreto presidencial se dispuso que dependiera económicamente, en su organización y funcionamiento de la Secretaría de Gobernación. Parte de los documentos, porque los secretos deben archivarse en los mejores lugares, se conservaron en la Iglesia de Guadalupe conocida también como Casa Amarilla, inmueble que agraciaba al barrio de Tacubaya.

Fue hasta 1977 cuando el archivo volvió a cambiar de destino: el acervo fue trasladado a la Penitenciaría de Lecumberri, inaugurada por Porfirio Díaz en 1900 y conocida como el Palacio Negro. Tal vez llamado así por los trágicos acontecimientos ocurridos fuera y dentro de sus muros: desde los asesinatos del presidente Francisco I. Madero y su vicepresidente José María Pino Suárez, hasta las muchas esperanzas muertas e inenarrables horas amargas vividas por sus prisioneros.

A pesar de que algunos dijeron el edificio debía ser destruido, muchas voces se alzaron hablando de la importancia de conservar el edificio, argumentando que sus ladrillos no eran responsables de la sangre, la muerte y la lumbre que había corrido y afirmando la necesidad de preservar los monumentos que, de una u otra forma, eran parte de la historia y conformaban la identidad de una ciudad.

Además, se hizo una magnífica obra de remodelación que permitió reabrir este espacio para todo curioso, estudioso o interesado, el 27 de agosto de 1982.

Ya atestigua usted, lector querido, que tenemos un doble motivo de celebración para este mes que termina. El Archivo, con todo su polvo antiguo, su travesía de desorden, orden y concierto, sigue siendo el depósito cultural más valioso de nuestra Historia. Lo importante no es su fecha de cumpleaños, sino que conserva y salvaguarda no sólo nuestro pasado sino todas nuestras verdades y secretos.

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