Publicado: mayo 16, 2025, 4:23 am
Es sabido que la historia la escriben siempre los vencedores. Con suerte y el paso del tiempo los historiadores indagan, se documentan y revisan relatos que en su día fueron manipulados, exagerados o sencillamente mendaces a conveniencia de quienes ganaron. El pasado 9 de mayo en la Plaza Roja de Moscú Vladimir Putin montó por cuarto año consecutivo un gran desfile militar para conmemorar el 80 aniversario de la victoria sobre la Alemania nazi. Allí junto a una veintena de jefes de Estado amigos evocó sin disimulo aquel triunfo bélico relacionándolo con su actual campaña contra Ucrania que presentó ante sus compatriotas y ante el mundo como una operación de «desnazificación». Nada que ver con la realidad, ahora el invasor es él y ni siquiera en términos históricos la URSS fue quien mostró especial beligerancia con el nazismo hasta ver invadido su territorio por la Wehrmacht, más bien lo contrario.
A Moscú no le gusta recordar que la Segunda Guerra Mundial empezó con la invasión conjunta de Polonia por parte de Alemania y de la URSS. Nueve días antes de empezar la contienda, Hitler y Stalin firmaron un acuerdo de no agresión por el que nazis y soviéticos se repartían el territorio polaco como buenos amigos. Y así lo hicieron durante dos años hasta que el Führer pensó que el comunismo en un país tan vasto como la Unión Soviética era una amenaza militar, y además codiciaba sus tierras para extender el espacio vital del gran pueblo alemán. Así se abrió el frente del este que probablemente le costó la guerra a Hitler porque allí se desangró la mayor y más eficaz máquina de guerra de la época. La pérdida en vidas humanas fue brutal especialmente para el Ejército Rojo que contabilizó casi 9 millones de muertos y más de 4 millones y medio de desaparecidos. Dos millones de alemanes se dejaron allí la vida y otros tantos desaparecieron.
Tan desigual balance explica hasta qué punto los soviéticos estaban en inferioridad de condiciones y por qué su victoria no habría sido posible de no ser por la ingente ayuda recibida de los Estados Unidos. Solo por citar las cifras más significativas, los americanos entregaron al Ejército Rojo más de 14.000 aviones, unos 13.000 carros de combate y casi 400.000 camiones, además de miles de jeeps, tractores y hasta locomotoras. Todo eso acompañado de cerca de 3 millones de toneladas de combustible que permitieron a los soviéticos alimentar sus transportes y vehículos militares.
Al final de la guerra el propio Stalin en la conferencia de Teherán hubo de reconocer públicamente que sin tan masiva ayuda Alemania les habría derrotado. Tal reconocimiento no evitó que Truman y Stalin se enzarzaran al poco tiempo en la Guerra Fría con el trasfondo de que alguno pudiera usar sus armas nucleares para eliminar al otro. El colapso económico de la URSS y sus crisis políticas internas dieron por terminado ese periodo de bipolaridad que ahora parece añorar Vladimir Putin, quien trabajó durante 16 años en el KGB soviético antes de convertirse, por conveniencia, en un ultranacionalista autocrático en línea con la extrema derecha populista europea y la del propio Donald Trump. Ello explicaría la buena relación que exhiben ambos mandatarios aunque el chalaneo resulta un tanto extraño al estar muy lejos de compartir alianzas y amistades.
En la Plaza Roja desfilaron con los rusos soldados de 13 países, ninguno norteamericano a pesar de deberle la victoria que conmemoraban a los Estados Unidos. Sí estaba junto a Putin el presidente chino Xi Jinping. Ochenta años después de aquella terrible guerra el mundo parece no haber aprendido nada de la historia.