Publicado: mayo 24, 2025, 7:23 am
«Cada dÃa que iba al trabajo pensaba que no volverÃa viva a casa. CubrÃa atentados y explosiones. Era parte de la rutina. En Afganistán no era seguro ser periodista, y mucho menos ser mujer periodista. Pero nunca pensé en dejarlo. SabÃa que podÃa morir, y lo acepté. Porque sentÃa que mi trabajo valÃa la pena».
Khadija Amin forma parte de ese corajudo margen de periodistas que abrazan flirtear cotidianamente con la muerte a costa de narrar la verdad. Quiénes, como ella, han nacido en los desiertos de la información saben que el poder y la responsabilidad de la prensa van más allá de satisfacer una contextualización de la actualidad. Son conscientes, poniendo su vida en riesgo, de que desvelar la parte pútrida de la realidad oculta a golpe de violencia o dinero es el único camino hacia una sociedad más justa.
Sin embargo, y casi como una profecÃa autocumplida, los miedos de Amin se adueñaron de su vida. Khadija fue periodista en Afganistán hasta el 15 de agosto de 2021. Esa mañana presentó los informativos en su canal de televisión. Al mediodÃa, los talibanes ya estaban en Kabul. A las pocas horas, las mujeres fueron expulsadas de las redacciones. Y su voz, como la de tantas otras, fue silenciada.
Cuando los talibanes retomaron el poder, Khadija pasó de periodista a activista de un dÃa para otro. «En cuanto me sacaron de la televisión, empecé a hablar», dice en las oficinas del Comité Español de Acnur, la Agencia de la ONU para los Refugiados, en Madrid. «Me entrevistaron medios nacionales e internacionales. Me llamaban a todas horas. Durante una semana no dormÃ. No podÃa parar de pensar en lo que estaba pasando, en lo que venÃa. Y lo que venÃa era la oscuridad». Una oscuridad que la empujó a dejarlo todo atrás y a coger un avión rumbo a España, en condición de refugiada.
La del refugiado es una figura que, como Amin, mira con tanta inquietud al horizonte como con terror al pasado, y que alcanza la cifra de 211 000 personas en nuestro paÃs y de 123 millones en el planeta, según Acnur. El repunte de los conflictos bélicos por todo el planeta en los últimos años como el ucraniano, el sirio, el palestino-israelà o el afgano está haciendo que esa cifra no pare de aumentar. Además, según avisa Acnur, la inestabilidad internacional se está tornando en una infección cada vez más violenta para población vulnerable, como lo son las mujeres. Mujeres como Kadhija, o Aminata -de la que luego hablaremos-, con historias capaces de cambiar las gratitudes que se asumen con sólo un breve resumen de sus vicisitudes.
De hecho, en marzo de este año, el Alto comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, Filippo Grandi, aseguró que: «Las mujeres y niñas refugiadas, en riesgo extremo de ser vÃctimas de violación y otros abusos, ya están perdiendo el acceso a los servicios que las mantenÃan a salvo». Una declaración que advierte de cómo se está mirando hacia otro lado respecto a una crisis lacerante, a la que deberÃa atender el planeta entero.
Una identidad en torno a la labor periodÃstica
Sin embargo, con la autoridad de quien no puede andar traficando con victimismos, Khadija Amin niega tajante que se la asocie, directamente, con el término «refugiada». Según ella, esa etiqueta define una situación coyuntural. Ella es periodista. «No me gusta que me llamen refugiada. En mi paÃs, yo era periodista. Es lo que soy. No vine aquà a dar lástima. Vine a seguir luchando». Una lucha que no sólo pasa por la defensa de las mujeres afganas, sino por la de sus hijos, a los que no ve hace casi un lustro, a consecuencia de la dictadura talibán.
Amin llegó a España, como quien dice, con una mano delante y otra detrás. Trabajó en hostelerÃa y de lo que se pusiera por delante. Nunca pensó en renunciar a su dignidad, ni en abandonar su activismo polÃtico. Sà temió no volver a ejercer su profesión. No poder escribir y comunicar, con todo lo que eso supone para alguien que ha edificado su identidad alrededor de ese acto. Sin embargo, algunos diarios, le ofrecieron recuperar esa identidad. «Ese momento me devolvió la esperanza», asegura la periodista afgana. «Volvà a sentirme útil. Volvà a ser yo. Me recordaron que tenÃa una voz. Y que podÃa usarla, incluso desde el exilio».
Desde su asociación, Hope of Freedom, apoyada por Acnur, Khadija Amin sigue informando sobre lo que ocurre en su paÃs. En especial, en lo referente a las mujeres. «La guerra de los talibanes no es contra Occidente. Es contra las mujeres. Nos han borrado. No podemos estudiar, no podemos trabajar, no podemos salir de casa sin permiso. Es un apartheid de género, y el mundo se está olvidando de nosotras», acusa con una firmeza que no deja tÃtere del conflicto con cabeza. Ni siquiera a Occidente. «Estados Unidos negoció con los talibanes. No fue una derrota, fue una entrega pactada. TenÃan armas, tenÃan un ejército. Pero se marcharon. Y nos dejaron solas».
Una crÃtica que hace extensible a quienes aseguran que la actitud talibán puede ser entendida como parte del islam, y no de un integrismo desnortado e inhumano. «Eso no es islam. Es manipulación. El islam nos da derecho a estudiar, a trabajar, a ser personas con voz. Los talibanes usan la sharÃa como excusa para hacer lo que les da la gana. Para someter a las mujeres. No es religión, es poder». Una herramienta de sumisión que para Khadija implica una actuación inminente de la comunidad internacional. «España ha hecho mucho y estoy agradecida. Pero puede hacer más», reconoce. «Tiene que liderar la lucha contra los talibanes. Tiene que reconocer que lo que pasa en Afganistán es un crimen contra la humanidad. Y tiene que dejar de enviar ayuda humanitaria que termina en sus manos. Porque la están usando para alimentar su régimen, no para ayudar a la gente».
«España tiene que dejar de enviar ayuda humanitaria que termina en sus manos. Porque la están usando para alimentar su régimen, no para ayudar a la gente»
«Si muero en esta lucha, no me arrepiento. Me levantaré el dÃa de mañana muy orgullosa», concluye Amin, impregnando la atmósfera de una épica del todo injusta. Una demostración de coraje ojalá innecesaria, pues nadie deberÃa verse obligado a ser valiente y fuerte, como rezan los manidos adjetivos adheridos a estos relatos.
Ablación y malos tratos, el terror de Aminata Soucko
«Me amputaron el clÃtoris con un año», asegura Aminata Soucko con una templanza que hiela la sangre. «Eso me ha dificultado desde siempre tener relaciones sexuales. Forma parte de una cultura que maltrata a las mujeres. Que las somete al dictado de los hombres desde que nacen hasta que mueren».
Soucko nació en Mali y llegó a España en el año 2008. Fue vÃctima de abusos, de un matrimonio forzado y de toda la ristra de ignominias que sólo un humano considerado un objeto puede sufrir. A pesar de que llegó a la penÃnsula contra su voluntad, coaccionada por su exmarido, Soucko alcanzó a zafarse de las vampÃricas zarpas del que fuera su pareja forzada y ha obtenido la condición de refugiada en España. Un ejemplo de cómo el papel del refugiado va más allá del prejuicio belicista, extendiéndose a otros contextos igual de peligrosos y deshumanizadores. En este caso, y al igual que con Khadija Amin, marcos que se vician especialmente con las mujeres.
Según Acnur, más de 200 millones de mujeres y niñas en todo el mundo han sido sometidas a mutilación genital, y se estima que cada año, tres millones de mujeres corren el riesgo de ser vÃctimas de esta práctica. Una violenta praxis, a la que habrá de sumarse los abusos adicionales en paÃses de tránsito, donde muchas son vÃctimas de agresiones sexuales y explotación. Un drama humanitario que Filipo Grandi ha señalado, reiteradamente, como un problema de primer orden.
Cuando Aminata llegó a España, años después de haber sido privada de su placer sexual condenándolo a una práctica tortuosa, y tras un matrimonio impuesto, desconocÃa el idioma. Casi a rastras, y afectada por las distintas presiones sociales de su comunidad, Soucko llegó a un paÃs donde lo primero que supo de él fue que, según su marido, a las mujeres desobedientes en España se las mataba. Se las empujaba brutalmente por el balcón o se las cosÃa a golpes.
Asà justificó su marido a la joven maliense las primeras imágenes del telediario que veÃa en su nuevo paÃs: las de un crimen de violencia de género. Aminata, desconociendo el idioma y las costumbres lo creyó. Pasó muchas semanas encerrada en casa. Como una princesa de cuento a la que un monstruoso engendro le impide la salida. En este caso, una quimera hecha de miedo.
Emancipación y apoyo mutuo, Red Aminata
Pero no hicieron falta prÃncipes ni guerreros para salvarla. Se bastó ella sola. Armada de valor, Soucko salió un dÃa a la calle y lo que encontró no fue una trinchera de cadáveres femeninos. Ni un paÃs donde su idioma, el francés, fuese totalmente desconocido. Contraviniendo los dictados de su por entonces marido, por muy violentos que estos fueran, Aminata siguió saliendo, escapándose, en especial para aprender el idioma. Un arma con la que, poco a poco, logró abrirse a una nueva vida y a huir lejos del yugo de su matrimonio forzado.
«He sufrido mucho, he llorado mucho. Lo único que querÃa era tener mi libertad. Ahora ya la tengo. No quiero compasión, quiero ser escuchada. Y quiero que esto cambie»
«Yo no soy sólo una vÃctima», dice Soucko con un extraño tono agridulce. «He sufrido mucho, he llorado mucho. Lo único que querÃa era tener mi libertad. Ahora ya la tengo. No quiero compasión, quiero ser escuchada. Y quiero que esto cambie», asegura en una conversación mantenida también en las oficinas de Acnur de Madrid. «Ahora lidero una asociación que quiere acabar con la mutilación genital femenina y ayudar a las mujeres migrantes en peligro de exclusión», relata. Un espacio de comunicación y comprensión, llamado Red Aminata (con la colaboración de Acnur), donde su creadora asegura se practica algo imprescindible: la escucha. «Ellas me ven como una igual. Saben que yo también vengo de ahÃ. No les hablo con lástima, les hablo con respeto. Les cuento lo que vivà y lo que he aprendido. Poco a poco, eso cambia cosas».
De hecho, como asegura Soucko, una de las transformaciones más importantes ha sido dentro de su propia familia. «Con orgullo digo que las niñas que nacen en mi casa ya no están sufriendo la mutilación. He hablado con mis hermanas, mis tÃas, mis primas en Mali. He llorado con ellas. Algunas no lo aceptaron al principio. Pero cuando ves que puedes romper la cadena, que no tienes que repetir lo que te hicieron, eso te da fuerza».
Una fuerza que va más allá de cambiar unas tradiciones, porque los intereses de la mutilación genital femenina no sólo quedan reducidos a un acto cultural o religioso, también tiene una dimensión económica: «Las cortadoras cobran. Algunas venden el clÃtoris. Lo pulverizan, lo venden a polÃticos, a lÃderes religiosos. Dicen que da poder. Lo usan en cremas. Es un mercado oscuro, oculto, pero real».
Más allá de sus esfuerzos en materia de comprensión y cambio de mentalidad para otras mujeres refugiadas, Aminata insiste en la importancia del idioma, del empleo, de entender las normas del paÃs de acogida. «Si tú quieres avanzar, tienes que integrarte. No puedes vivir en un paÃs sin hablar su lengua, sin respetar sus reglas. Esta es nuestra casa prestada. Tenemos que cuidarla».
A modo de conclusión, Aminata reconoce que ahora goza de algo a lo que nunca tuvo acceso: su soledad. Divorciada hace años de su marido, aun con todas las dañinas consecuencias sociales que acarreó esa decisión en su entorno, Soucko por fin respira lejos de esas cadenas. «Piensan que una mujer sola no es válida. Estoy feliz por sus matrimonios. Pero que me dejen disfrutar de mi libertad». Una palabra a la que, tras mucho dolor, Aminata Soucko puede referirse en primera persona.
Khadija Amin y Aminata Soucko son, huelga decir, heroÃnas. Pero no lo son por voluntad. Lo son por imposición. La existencia les deparó una elección: perecer o sobrevivir. Ellas decidieron sobrevivir y para ello se han convertido en luchadoras. Ambas han tenido que hacerse cargo de su nuevo tÃtulo; refugiadas, a la fuerza. Y aunque tanto Soucko, como Amin, dejan claro que desearÃan volver a sus paÃses de origen, cerca de sus familias y seres queridos, no están dispuestas a hacerlo a costa de agachar la cabeza. Esa es su máxima heroicidad. No haber sobrevivido, sino seguir peleando cuando podrÃan rendirse.