Publicado: abril 30, 2025, 7:13 pm
Donald Trump cumplió 100 días de su segundo mandato y, fiel a su estilo, ha logrado mantener al mundo en vilo. Amenazas arancelarias, deportaciones al Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT) en El Salvador y, ahora, un nuevo frente con México: el agua. Lo que hasta hace poco parecía un tema técnico de bajo perfil se ha convertido en un asunto político de alto voltaje que probablemente no desaparecerá pronto.
El 28 de abril, México y Estados Unidos anunciaron un acuerdo para resolver —al menos momentáneamente— el incumplimiento de México en la entrega de agua del río Bravo, tal como establece el tratado bilateral de aguas de 1944. Según ese tratado, México debe enviar a Estados Unidos, en promedio, el equivalente a más de 430 millones de metros cúbicos de agua al año —suficiente para llenar más de 170 mil albercas olímpicas.
Mediante un comunicado de prensa vago, la Secretaría de Relaciones Exteriores informó que se llevarán a cabo “una serie de medidas” para mitigar el faltante de agua. El Departamento de Estado estadounidense fue bastante más preciso: habrá transferencias inmediatas desde las presas binacionales, aumentará la participación estadounidense en seis afluentes mexicanos, y se desarrollará un plan de entregas regulares en el próximo ciclo quinquenal.
El contraste entre ambos comunicados no es sólo de forma. Habla de prioridades distintas. Para Washington, se trata de un compromiso concreto con los agricultores texanos, una base política clave para Trump. Para México, es un intento de ganar tiempo y evitar que el tema escale en medio de una ya tensa relación comercial.
La presidenta Sheinbaum, una vez más, está obligada a cerrar flancos que no abrió. El gobierno anterior repitió durante seis años que “la mejor política exterior es la interior”. Pero hoy son precisamente las carencias y contradicciones de la política interna —en agua, seguridad, energía, por citar sólo algunas— las que abren espacios de presión desde el exterior.
La escasez hídrica no es nueva, pero sí más severa. El monitor de sequía de la CONAGUA muestra que al 15 de abril de este año, 452 municipios enfrentaban sequía y otros 515 presentaban condiciones de sequía anormal, con impactos directos en estados del norte industrial, donde inversionistas buscan instalar fábricas sin garantías básicas de abasto.
Lo urgente, sin embargo, no debe nublar lo estructural. México no tiene hoy suficiente agua para cumplir el tratado sin afectar a sus propios agricultores, principales usuarios y actores con fuerte capacidad de movilización política. Cualquier concesión a Estados Unidos en este terreno tendrá costos internos. Y, al mismo tiempo, cada incumplimiento será utilizado como pretexto para endurecer el discurso trumpista o amagar con sanciones.
Desde mi perspectiva, el acuerdo de esta semana no resuelve el problema, sólo lo pospone. Mientras el clima cambia, la infraestructura envejece y la demanda se multiplica, el agua es un recurso político y geopolítico precioso. Sheinbaum lo sabe, Trump también. Y ambos entienden que el próximo ciclo quinquenal será aún más complicado.
México y Estados Unidos se reunirán de nuevo en julio para revisar las condiciones hidrológicas y evaluar los compromisos asumidos. El solo hecho de haber fijado ese seguimiento confirma que este tema seguirá marcando la agenda bilateral. Lo que está en juego no es menor: sin certeza en la entrega de agua, no hay acuerdo posible; sin ajustes realistas al tratado, no habrá cumplimiento viable.
Quizá haya llegado el momento de replantear el marco técnico de este tratado de 80 años. Negociar nuevas “minutas” que reconozcan la realidad hidrológica actual. Se trata de una condición de sobrevivencia para ambos países porque, a diferencia de los aranceles o los discursos, el agua no admite sustitutos.