Publicado: agosto 12, 2025, 4:30 am
La felicidad debe parecerse a esas gentes que olvidan por completo las redes sociales en verano. Esas gentes que no tienen que correr hacia la playa con la puerta azul más bonita del mundo para fotografiarse y, así, enamorar a sus followers con la sobreactuación de unas vacaciones de ensueño.
Estas gentes que no necesitan convertir lugares genuinos en decorados artificiales. Esas gentes que hasta osan en ir a escuchar música por admiración y no para cumplir el cupo de la lista de festivales cools.
La felicidad debe parecerse a esas gentes que hacen deporte por la congregación de jugar en equipo. Esas gentes que no piensan en el entrenamiento desde el individualismo ansioso por encontrar la validación en un posado perfecto a la hora mágica del atardecer en la playa. Esas gentes que no precisan de un fotógrafo frente a su tabla de surf para venderse como aventureros cuando solo alquilaron un traje de neopreno un día.
La felicidad debe parecerse a esas personas que lanzan fotos por la sabia emoción de invertir en recuerdos. Esas gentes que prefieren captar muecas cómplices que son abrazos para siempre a fugaces likes de desconocidos. Esas gentes que intuyen que los “me gustan” solo son un doble clic en una pantalla. Corazoncitos que ni siquiera son nuestros. Son de los mercaderes que comercializan con las redes y a los que regalamos contenido hasta que ellos quieran. Hasta que ellos revendan sus compañías y las transformen en otro negocio.
La felicidad debe parecerse a esas personas que paran en verano. Esas gentes que no confunden alegría con productividad. Esas gentes que intuyen que estamos agotados por culpa de una hiperconexión constante que nos excita todo el rato la ambición de qué podemos ser hasta hacernos olvidar ser. La felicidad debe ser esas noches de verano en las que ni nos acordamos de las persistentes expectativas ajenas ni calculamos cuánta batería nos queda en el smartphone. Esas noches de verano en las que nos reímos de nosotros. Y nosotros nos reímos.