La quijada de un burro - Estados Unidos (ES)
Registro  /  Login

Otro sitio más de Gerente.com


La quijada de un burro

Publicado: diciembre 14, 2025, 8:23 am

El Congreso de los EEUU acaba de aprobar un presupuesto de defensa para el año 2026 de poco más de 900.000 millones de dólares. La mareante cifra, que multiplica por 10 el presupuesto de sanidad del presidente Trump —en tiempos de Sansón, cuando las quijadas de burro servían como arma letal, la guerra era mucho más barata— merece un análisis detallado desde infinidad de perspectivas. Pero no se preocupe el lector, que no es mi intención llamar su atención más que sobre un par de cuestiones que me parecen de interés general.

Para empezar, sorprende que la cifra haya sido aprobada por casi el 75% de los congresistas de una cámara dividida casi en partes iguales entre demócratas y republicanos. Y ello a pesar de que incluye 400 millones de dólares anuales de ayuda militar a Ucrania, una cantidad relativamente pequeña pero que cuestiona la errática política de Trump que, los días impares y dos fines de semana de cada mes, prefiere culpar a Kiev de la guerra.

¿Qué más podríamos decir sobre el presupuesto que acaba de aprobarse? Que, al cambio actual, supone una cifra muy próxima a los 800.000 millones de euros que la Comisión Europea ha puesto sobre la mesa —bien que solo en forma de deuda para los países que quieran asumirla— para el rearme de Europa… pero que, en nuestro caso, tendrá que bastar para cubrir nuestras necesidades hasta el año 2030.

¿Qué rearme de Europa? — se preguntara algún lector despistado. Por si hubiera dudas, estoy hablando de ese rearme que, gracias en parte a España, ya no se llama así. Y no, no se me escapan las razones por las que nuestro Gobierno y algunos otros de la UE quieren adulterar el nombre de las cosas. Así no tienen que justificarlas ante los votantes. Sin embargo, las mistificaciones tienen un precio: distraen a la opinión pública y conceden terreno a quien desee manipularnos.

Es inevitable que la falta de información dé vía libre a la desinformación. Quizá sea por eso por lo que vuelven a oírse en nuestro país las voces del desarme. Las convencidas, que debemos respetar —hay quien cree de verdad en eso de poner la otra mejilla— y las mercenarias, al servicio de quien, desde dentro o desde fuera, busca aprovecharse de la ingenuidad de los demás. Así, en la prensa y en los foros de debate vuelve a plantearse la vieja pregunta: ¿a quién beneficia este desmesurado gasto en armamento? A la industria de defensa, claro. Y de ahí a echarle la culpa de lo que ocurre en Ucrania a Boeing o Lockheed Martin apenas hay un paso. Un paso dudoso —es fácil identificar el móvil, pero no la oportunidad— pero que resulta particularmente tentador porque casi nos exculpa como especie. Ya no es Putin, un ser humano como nosotros, el culpable de la guerra que remueve nuestras conciencias, sino algo más lejano, un conglomerado impersonal de oscuros intereses con el que nos cuesta más identificarnos.

«Todas las guerras» —me dijo muy convencido uno de los asistentes a una charla informal que di hace unos días en Barcelona— «las provoca el hambre de beneficios del complejo militar industrial norteamericano». Quizá la mejor respuesta a esa afirmación, que nació en Vietnam pero todavía hoy es más frecuente de lo que el lector podría imaginar, esté en una pregunta: ¿cuándo exactamente tenemos que creer que ha cambiado la naturaleza de la guerra?

Jane Goodall, la primatóloga fallecida hace ahora dos meses, documentó una cruenta guerra de chimpancés en la selva de Gombe, a orillas del lago Tanganika, que atribuyó a la lucha por el poder de tres machos muy agresivos… ninguno de los cuales siquiera conocía la existencia de América. Nosotros, los primos humanos de aquellos monos, también lo ignorábamos hasta hace muy poco y nunca dejamos de matarnos por ello. El propio complejo militar industrial norteamericano no nació hasta los años 50 del siglo pasado, algunos años después de las dos únicas guerras mundiales que llevan ese nombre y de otras varias, también de alcance global, que solo conocemos de otras maneras porque a nadie se le ocurrió llamarlas así.

Todas las guerras —las de antes, las de ahora y la de Jums, el elefante dominante del parque de Cabárceno que acaba de morir en una pelea brutal contra su propio hijo— se libran por el poder. Sí, es verdad que, como no tenemos grandes colmillos, los seres humanos usamos en ellas las armas que fabricamos. Pero también lo es que la mayor parte de las que se han empleado en conflictos reales en todo el mundo ni siquiera han sido norteamericanas. Del AK-47, el ubicuo fusil de asalto soviético, se vendieron alrededor de 80 millones de unidades. Es imposible calcular los muertos que habrán provocado estos fusiles, pero nadie debería olvidar que, cuando no se dispone de ellos, también sirven los machetes o los cuchillos de cocina. Hasta las quijadas de burro, si nos atenemos a la letra del Libro de los Jueces.

Y ya que hemos llegado a la hazaña de Sansón, me resulta difícil creer que el líder bíblico, usando una de esas quijadas como arma, pudiera matar a mil filisteos. A lo mejor los burros de antes no eran como los de ahora, pero me parece más razonable encajar el relato en una campaña de lo que hoy llamamos desinformación, concebida para proyectar una imagen de invencibilidad del pueblo judío. Lo mismo hace cada día Putin desde el Kremlin, aunque él prefiere hablar de armas nucleares.

Sin embargo, si lo de Sansón fuera cierto, seguramente habría quien, siguiendo el mismo hilo argumental de los modernos conspiracionistas, tendría que responsabilizar a los burros de aquella masacre. Lo que yo ya no tengo tan claro es si convendría culpar a los de cuatro patas o a los de dos.

Related Articles